El hombre ha decidido quedarse en la ciudad. Siempre amó ir de allá para acá, con poco equipaje, olvidando las huellas que el barro borra y que la memoria archiva desordenadas y dulcificadas, esperando el momento idóneo para un escrutinio y archivo definitivos. Pero a veces no hay un momento después para la reflexión, porque el camino se bifurca o se confunde o abre trecho a otros senderos nunca soñados. Y el pie, guiado por el corazón y el cerebro y las vísceras, da un paso al frente, y el otro pie avanza otro paso, y así sucesivamente, hasta que el lugar de partida es un punto negro en el olvido.
Este hombre ha decidido quedarse en la ciudad. Sabe por qué pero no hasta cuándo. Nunca se preguntó hasta cuándo se quedaría en ninguna parte. Hay respuestas que desconocemos y que, sobre todo, no están a nuestro alcance plantearlas o responderlas, ni depende de nosotros.
Todo toca a su fin, es cierto. Incluso cuando cualquiera de nosotros optamos por una dirección, no siempre es la voluntad propia la que decide en último lugar. El viento, aunque nos pese, sopla en nuestro interior y nunca sabemos si es levante o poniente, si procede de las arenas del desierto o de los glaciares del norte.
Sabemos, y no es poco, que debemos hacer el equipaje, escribir una carta breve de despedida y partir sin añoranza y sin expectativas, como quien cruza la calle para comprar el periódico o echar una carta al buzón. No hay decisión más desacertada e inoportuna que observar desde la corta distancia el camino que uno nunca se atrevió a emprender, porque en esa decisión o en esa certidumbre acechan las dudas más hondas y la melancolía menos difusa. El cielo, a esas alturas, es un techo próximo que ahoga y el campo abierto a nuestros ojos se muestra emparedado como una habitación sin vistas.
Este hombre sabe que ahora ha llegado el momento de sentarse. Lo sabe porque el mundo ya no grita a sus espaldas y hacia donde miran sus ojos solo atina a ver circunstancias espoleadas durante años. Observa el río con su mansedumbre salvaje e inexplorada y encuentra en sus aguas turbias su propia vida que navega cauce abajo, hacia donde desembocan todos los ríos, que es el mar (Jorge Manrique dixit).
Se queda pensando por qué demoró años en encontrar este lugar al que siempre quiso llegar y por qué hubo de dar tantas vueltas al mundo y a su vida hasta encontrar este rincón próximo que ya vio en multitud de ocasiones, y por qué ahora, cuando más desorientado creía hallarse, encuentra aquí las herramientas esenciales e imprescindibles de la felicidad.
Escucha el timbre de la puerta y es la mujer que viene a buscarlo. Cuando abre la puerta del apartamento, ve sus ojos iluminados. Trae una botella de vino y unos sándwiches de los que a él gustan.
La abraza por puro imperativo de la ley que rige los designios del hombre en la tierra, por puro placer o necesidad o instinto. Qué más da. La desviste con prisas, como si el tiempo se fuese a agotar enseguida y definitivamente.
Le gusta ver su desnudez completa, recorrer su piel escrutando accidentes geográficos ya conocidos que espera identificar con la misma sensación de la primera vez. Y así ocurre, como ocurre siempre que los dos cuerpos se enlazan para buscarse y necesitarse y apaciguarse.
Le hace el amor con violencia y ternura, una mezcolanza que ella conoce y requiere con premura y justicia. Esta mujer no tiene hartazgo –posiblemente les ocurre a todas, esgrime él-, si por ella fuera no habría tregua en esta guerra desaforada del amor y del sexo.
La del sexo, vale, piensa ella. Y la del amor también vale, piensa ella. Pero cuando ambas sensaciones se conjugan en un mismo cóctel, piensa ella, es para morirse, carajo, grita ella, no se te ocurra parar ahora, le dice al hombre, que el mundo se apaga, que todo lo que buscaba estaba aquí, carajo.
Mueve esta barca con tus remos contra toda tempestad, cruza este océano sin agua de punta a punta, como si el espacio fuese tan etéreo como el amor, y no sucumbas a este huracán que enerva mi piel, le dice a este hombre, que trabaja con ahínco y dedicación extremos por llegar a buen puerto en esta navegación extenuante y sin regreso que arrasa cordilleras y ventiscas, cabos y golfos, estepas y llanuras, hasta avisar la meta que ya la veo porque no veo, dice ella.
Estoy a oscuras y veo la luz, dice ella, esto es un milagro, carajo, grita ella enajenada y feliz, ahora mismo no se te ocurra salir de mi cuerpo, le dice a este hombre, quédate un momento así, que sienta sobre mi cuerpo el peso de todo el mundo, que sienta que todo se derrumba a mi alrededor, mientras alcanzo a imaginar el río que baja mudo a nuestras espaldas.
La mujer abre los ojos con una sonrisa placentera e infantil, muestra una ingenuidad madura que nunca quiere perder, mira al hombre que la aborda con sus manos grandes y tiernas, y solo alcanza a decirle: "quita de encima, carajo, que me aplastas".
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 14 de abril de 2012.
Este hombre ha decidido quedarse en la ciudad. Sabe por qué pero no hasta cuándo. Nunca se preguntó hasta cuándo se quedaría en ninguna parte. Hay respuestas que desconocemos y que, sobre todo, no están a nuestro alcance plantearlas o responderlas, ni depende de nosotros.
Todo toca a su fin, es cierto. Incluso cuando cualquiera de nosotros optamos por una dirección, no siempre es la voluntad propia la que decide en último lugar. El viento, aunque nos pese, sopla en nuestro interior y nunca sabemos si es levante o poniente, si procede de las arenas del desierto o de los glaciares del norte.
Sabemos, y no es poco, que debemos hacer el equipaje, escribir una carta breve de despedida y partir sin añoranza y sin expectativas, como quien cruza la calle para comprar el periódico o echar una carta al buzón. No hay decisión más desacertada e inoportuna que observar desde la corta distancia el camino que uno nunca se atrevió a emprender, porque en esa decisión o en esa certidumbre acechan las dudas más hondas y la melancolía menos difusa. El cielo, a esas alturas, es un techo próximo que ahoga y el campo abierto a nuestros ojos se muestra emparedado como una habitación sin vistas.
Este hombre sabe que ahora ha llegado el momento de sentarse. Lo sabe porque el mundo ya no grita a sus espaldas y hacia donde miran sus ojos solo atina a ver circunstancias espoleadas durante años. Observa el río con su mansedumbre salvaje e inexplorada y encuentra en sus aguas turbias su propia vida que navega cauce abajo, hacia donde desembocan todos los ríos, que es el mar (Jorge Manrique dixit).
Se queda pensando por qué demoró años en encontrar este lugar al que siempre quiso llegar y por qué hubo de dar tantas vueltas al mundo y a su vida hasta encontrar este rincón próximo que ya vio en multitud de ocasiones, y por qué ahora, cuando más desorientado creía hallarse, encuentra aquí las herramientas esenciales e imprescindibles de la felicidad.
Escucha el timbre de la puerta y es la mujer que viene a buscarlo. Cuando abre la puerta del apartamento, ve sus ojos iluminados. Trae una botella de vino y unos sándwiches de los que a él gustan.
La abraza por puro imperativo de la ley que rige los designios del hombre en la tierra, por puro placer o necesidad o instinto. Qué más da. La desviste con prisas, como si el tiempo se fuese a agotar enseguida y definitivamente.
Le gusta ver su desnudez completa, recorrer su piel escrutando accidentes geográficos ya conocidos que espera identificar con la misma sensación de la primera vez. Y así ocurre, como ocurre siempre que los dos cuerpos se enlazan para buscarse y necesitarse y apaciguarse.
Le hace el amor con violencia y ternura, una mezcolanza que ella conoce y requiere con premura y justicia. Esta mujer no tiene hartazgo –posiblemente les ocurre a todas, esgrime él-, si por ella fuera no habría tregua en esta guerra desaforada del amor y del sexo.
La del sexo, vale, piensa ella. Y la del amor también vale, piensa ella. Pero cuando ambas sensaciones se conjugan en un mismo cóctel, piensa ella, es para morirse, carajo, grita ella, no se te ocurra parar ahora, le dice al hombre, que el mundo se apaga, que todo lo que buscaba estaba aquí, carajo.
Mueve esta barca con tus remos contra toda tempestad, cruza este océano sin agua de punta a punta, como si el espacio fuese tan etéreo como el amor, y no sucumbas a este huracán que enerva mi piel, le dice a este hombre, que trabaja con ahínco y dedicación extremos por llegar a buen puerto en esta navegación extenuante y sin regreso que arrasa cordilleras y ventiscas, cabos y golfos, estepas y llanuras, hasta avisar la meta que ya la veo porque no veo, dice ella.
Estoy a oscuras y veo la luz, dice ella, esto es un milagro, carajo, grita ella enajenada y feliz, ahora mismo no se te ocurra salir de mi cuerpo, le dice a este hombre, quédate un momento así, que sienta sobre mi cuerpo el peso de todo el mundo, que sienta que todo se derrumba a mi alrededor, mientras alcanzo a imaginar el río que baja mudo a nuestras espaldas.
La mujer abre los ojos con una sonrisa placentera e infantil, muestra una ingenuidad madura que nunca quiere perder, mira al hombre que la aborda con sus manos grandes y tiernas, y solo alcanza a decirle: "quita de encima, carajo, que me aplastas".
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 14 de abril de 2012.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO