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Antonio López Hidalgo | El tiempo y los sueños (XX)

Viajaron sin rumbo y sin horarios, sin prisas y sin proyectos. Prescindieron de guías turísticas y de recetas, de lugares comunes e inevitables visitas. Se conducían por ese instinto que siempre rechazamos y que solo en contadas ocasiones escuchamos, sobre todo cuando los acontecimientos se precipitan inevitablemente en dirección contraria a nuestras intenciones primeras.


Por esta razón tal vez, hicieron oídos sordos al coro de las musas que les indicaba un camino contrario y cómodo, y optaron, al menos esta vez, por quitarse los zapatos donde muy pocos antes se habían descalzado. Subían a un avión solo por el afán de estar por encima de las nubes y de imaginar, observando un paisaje indefinido, la distancia abstracta que los separaba del resto de los mortales.

Sentían los pies como si pisaran un enorme plato de natillas, como si los pies se les quedaran colgados en el inmenso vacío sufriendo el ímpetu del viento. Pero no. A veces, flotaban en un sueño ligero que compartían y despertaban para comprobar que el uno o la otra seguían ahí al lado.

Otras, confundidos en el aeropuerto, ese lugar de nadie, hacían acopio de equipajes y modificaban el trayecto planificado unas horas antes. Volvían a la ciudad, buscaban el mismo hotel, pedían la misma habitación para sentirse como en casa y se desplomaban en la cama deshecha de la noche anterior para acabar de leer el último libro, o dormían plácidamente sin horarios y sin más ambición que estar uno al lado de la otra.

Después, al despertar, pensaban que el tren era el medio de transporte más indicado para no ser ajeno a aquellos paisajes de ensueño, y volvían a salir del hotel sin haber abierto apenas el equipaje y de nuevo compraban billetes con un destino no estudiado y en ocasiones por puro azar, y era el puro azar, por supuesto, el que los llevaba a rincones que nunca soñaron y que tampoco creían que pudieran existir, nombres que nunca oyeron, platos que degustaron con un paladar de expertos. Se dejaban aconsejar por los nativos, aunque después modificaban la ruta conforme les venía en gana.

El atardecer les pillaba desprevenidos en mitad de un puerto de montaña y, sentados en una terraza frente a un acantilado de vértigo, preferían degustar un gin tonic con una parsimonia aprendida. Y entonces olvidaban trenes y autobuses, para al final optar por un taxi que los acercara a una casa rural perdida en un monte verde próxima a una carretera sin apenas tráfico.

Las noches siempre eran distintas y acogedoras. Dormían con velas encendidas y, en esa agitación incontrolada de la llama tenue, las sombras de sus cuerpos se buscaban en la oscuridad sin otro afán que estar uno cerca del otro, una necesidad que crecía por puro instinto y que en tan breve plazo tiempo se afianzaría como una adicción de la que ninguno querría desprenderse.

A veces, volvían sobre el rastro abandonado unos días antes. Ya no recordaban con precisión si aquel hostal limpio y modesto, pero acogedor, estaba ubicado próximo a la catedral o bien se situaba detrás del puente que llevaba a un parque natural que nunca quisieron visitar. Y volvían por ese simple placer de pisar el camino andado.

Después, desde allí, alquilaban un coche para gozar de esa libertad que es perderse por carreteras apenas transitadas, donde la vida bulle a una velocidad distinta o sin velocidad.

Allí, apoyados en la puerta del vehículo, se han detenido a medir la distancia que los separa del cielo, y piensan de nuevo si, desde allí arriba, alguien puede alcanzar a identificar a estos dos seres diminutos que cruzan el mundo de punta a punta como dos vagabundos a los que les sobra casi todos los páramos en los que han hundido sus botas.

Así que, alguna vez, han pensado volver a casa, aunque solo sea por ese placer de no pedir la llave a nadie, de andar a pie sin necesidad de subir a un vehículo a motor o sencillamente por el placer de andar reconociendo el entorno, de volver a oler los almendros florecidos y la tierra sin lluvia que ya se cuartea de sed.

De vez en cuando, piensan que sería bueno archivar el pasaporte con el resto de documentos y andar desnudos por el mundo, sin identificación posible, sin DNI ni ADN, sin nombre y sin apellidos, sin memoria y sin nómina, ausentes al caos que se traga de lleno a este mundo hasta ahora conocido, un mundo que se diluye sin esperanzas y sin solución en sus propias contradicciones, un mundo posiblemente inventado a la medida de los hombres y que ahora se rompe al tamaño de cada ambición, una ambición desmedida y fugaz, como un sueño resquebrajado en mitad de la noche, lejos todavía del amanecer tardío que se extravía entre las sombras de los días presentes.

Ahora, este hombre y esta mujer viven al margen de un mundo que no les interesa, de un mundo que no entiende sus actitudes y que vive ajeno a ese otro mundo en el que ellos se refugian para escabullirse de esta pesadilla colectiva que no entienden ni comparten y de la que se compadecen y compadecen a los demás porque la sufren y sufrirán inevitablemente por un tiempo que nadie logra acotar.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 17 de marzo de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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