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Antonio López Hidalgo | El tiempo y los sueños (XIX)

Aquella tarde se miró al espejo. Solo un instante. El tiempo suficiente para adivinar en la sombra de sus ojos el paso inexorable del tiempo. Conservaba aún una belleza juvenil que le disimulaba los años que la soledad había erosionado a pasos forzados en su interior. Optó entonces por disimular con pinceladas de rímel la curvatura de la mirada y acentuó con tonos sonrosados la palidez macilenta que encubre poco a poco el brillo de la piel.


Se recogió el pelo para acentuar sus pómulos sobresalientes y resaltar unos labios que, desde que conoció a este hombre, resultaban más agresivos en esa vocación devoradora que no lograba ni quería disimular con ningún maquillaje ni con otro gesto menos expresivo.

Quería que la expresión a primera vista delatara el laberinto de sensaciones que inundaba su corazón. En pocos días logró archivar definitivamente una vida de desbarajustes que nunca le entusiasmó y se propuso, tal vez sin haberlo analizado en demasía, y sin debatir pros y contras de modo pormenorizado, cruzar el panel que siempre la dejaba a este lado de la muralla.

Ahora se hacía necesario traspasar esa invisible línea que embellece el alma, ese punto inexistente que muestra el abismo a nuestros pies, ese difícil desequilibrio que nos lanza, ajenos a las estrategias de vuelo, a cruzar los aires entrecruzados del azar sin otro equipaje u otro motor posible que unas alas inventadas que hacen real el sueño.

Desde arriba, el mundo es un paisaje inmenso y diferente, y da pereza después bajar a tierra y analizar a tamaño real cuanto antes eran puntos insignificantes en una panorámica sin límites. Ahora esta mujer no puede volver la mirada atrás y desandar el camino, porque a veces no hay camino.

El camino es cada uno de nosotros, piensa ella, nosotros somos el camino. A un lado y a otro, la vida sigue su curso sin que cada uno de nosotros sea pieza imprescindible de un mecanismo que nunca se agota en sí mismo.

La falda que elige es corta, aunque decente y elegante, piensa ella. Insinuante, eso sí. Él pensará sencillamente que piernas como esas conviene mostrarlas al mundo en todo su esplendor, para que el mundo sepa que ahí es donde él se quiere quedar a apagar sus pasiones.

La blusa es transparente, o no lo es, pero alienta a hombres incautos y depravados y desprevenidos, aunque esta mujer nada más pretende sorprender a un hombre solo, y lo conseguirá sin demasiado esfuerzo. Cuando la naturaleza se muestra tal como es, diferente y sinuosa, dirá él después, no se le puede hacer ascos a ese duelo inevitable.

Ella se ve bonita delante del espejo y, lo mejor, empieza a quererse de nuevo. ¿O es al revés? No sabe. Eso sí, adivina que quererse y estar bella posiblemente sean sensaciones que habitan juntas sin nosotros apenas saberlo el mismo y único espacio infranqueable del alma.

Ahora sale a la calle, decidida a no volver si ese fuera el destino, o a hacerlo acompañada si el paraíso se esconde de nuevo entre las mismas paredes. Después de todo, el espacio apenas aporta valor añadido a sus sentimientos.

No importa descubrir las nuevas calles con otra mirada e inventar otra ciudad en la misma que durante tantos años vagamos sin encontrar el norte o el sur. Ahora no hay dirección, porque adonde va es su destino, aunque no lo haga a ninguna parte, aunque se quede aquí para siempre, sentada en el banco de este parque al que regresa después de unos días.

Se sienta de nuevo en el mismo banco, observa los mismos árboles, los transeúntes que van y vienen a la misma hora, los niños que, inconscientes aún, saludan a la vida con gritos y juegos salvajes que les harán crecer.

Ella se sienta en el mismo banco en el que encontró un día sentado a este hombre que le ha cambiado la vida. Ya no lo busca, porque lo ha encontrado. Lo ha encontrado sin buscarlo, y piensa cómo es posible que lo haya encontrado así, sin más, cuando quemó media vida buscando sin saber a quién, buscando adentro de ella y afuera, buscando sin ilusión o desesperadamente sin sospechar siquiera qué o a quién andaba buscando.

Y sonríe ahora de estas insignificantes anécdotas de la vida. Sonríe porque al final lo encontró sentado en un banco, con un libro entre las manos, como siempre hacía, y mirando alrededor como si él ya supiera que solo debería esperar un poco más para dejar el mundo que siempre anheló a ese otro lado de la muralla.

* * * * *

Apenas lleva sentada unos minutos en el banco del parque cuando lo ve llegar. La mujer le pregunta que cómo está, que cómo pasó estos días, que si volvió al parque alguna vez. Él le responde que sí, que todos los días acostumbraba venir al parque, a leer, a pensar o no pensar, a sentir cómo la vida fluye, cómo va y viene sin que nadie la pueda detener o entender.

La vida, le dice, desde que te conozco tiene sentido si estás aquí, a mi lado. Eso estuve pensando estos días, le dice el hombre. Lo pensaba en los sueños, al alba, cuando el sol se ponía, cuando nada tiene sentido o todo lo tiene, lo pensaba. Ahora lo sé, le dice mirándola fijamente, ahora sé que quiero estar aquí, a tu lado, nada más. Y sé que aquí, contigo, sobra todo.

Quiero despertar y no ver otros ojos. Despertar y pensar que todo es un sueño, sabiendo, eso sí, que no lo es. Que algunos sueños son posibles, que llamamos sueños a algo que no lo es, porque los sueños, siendo mágicos e inalcanzables, no son tangibles, no están al alcance de cada cual en cualquier momento.

Los sueños son volubles y enfermizos, acogedores como un fuego de leña en invierno. Pero también pueden ser hermosas prisiones, pero prisiones a fin de cuentas. Y pueden ser enajenaciones mentales y desdoblamientos de nuestra personalidad. Y pueden ser, como son, piezas imprescindibles de la vida, una vida aparte de la vida real, paralela a la que vivimos cada día, no ya necesaria y cómoda, sino también peligrosamente eficaz contra los albedríos del alma. Esto le dice el hombre. Y la mujer lo escucha sin pronunciar palabra alguna.

Le gustaría estar toda la vida escuchándolo. Lo mira fijamente. El hombre piensa que alguna lágrima le puede empañar el rostro de rímel. Pero no. Te quedarás, le pregunta la mujer. Me quedaré, le responde. Pero mañana, le dice, saldremos fuera, viajaremos, no sé adónde, tal vez sin rumbo. Quiero despedirme del mundo, verlo por última vez, pero esta vez a tu lado, contigo, para comprobar que ya el mundo no es nada sin ti.

La mujer lo encuentra cambiado siendo el mismo. Porque el hombre de hoy es parte también del hombre de ayer, siendo dos son uno mismo, o siendo muchos más aún, todos confluyen en él, en uno solo. Una figura poliédrica cuyos lados conforman todos un mismo ser.

Me iré contigo, le dice ella, estaba esperando desde hace mucho tiempo que tú vinieras para irnos juntos. Yo u otro, insinúa él. No, le dice sin mirarlo, creo que nunca hubo otro. Estuve acompañada alguna vez, es cierto, pero te esperaba. Joder, media vida esperando, dice. Ahora la mujer lo mira.

El hombre advierte que una lágrima le resbala hasta el labio superior. El hombre le seca el labio, el rastro visible que ha dejado en su rostro alcanzar apenas el ojo. Déjalo, le dice, creo que ya se me olvidó llorar. Y sonríe con una carcajada limpia, con una sonrisa queda y sinuosa. Esto era la felicidad, le pregunta la mujer. Parece que sí, que esto es la felicidad, le responde sin dudas. Por fin, dice ella, estaba cansada ya de fabricar sueños.

Vistos a cierta distancia, este hombre y esta mujer, cogidos de la mano, sentados en el mismo banco, muestran, a quien los observa, una carta postal color sepia, o un fotograma en blanco y negro desgajado de cualquier película, una escena no representada en ningún teatro, un párrafo apócrifo de una novela aún no escrita.

Ambos pasan desapercibidos a los viandantes porque, aparentemente, no les ocurre nada: se abrazan o se besan o se miran, sin más. Como haría cualquiera, aunque sin esa mirada. Como hacen todos, sin ser conscientes de que todos los momentos son únicos.

Sin entender que la vida es la suma inexacta de todos los olvidos y de todos los recuerdos, y que la memoria es un almacén desordenado, un desván de estrecho acceso donde el tiempo todo lo revuelve y lo confunde y lo oxida y lo fagocita a su manera, de manera que, al final, nadie entiende de qué carajo va esta vida. Eso pensaba este hombre hasta ahora que ha apagado las luces de la planta alta de un edificio deshabitado donde todos conservan aquellos otros sueños inaccesibles al desaliento.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 10 de marzo de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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