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Antonio López Hidalgo | El tiempo y los sueños (XVIII)

La mujer, al contrario que este hombre, que está cansado de tropezar en la vida, siempre anduvo esperando. No le importó vivir sola, anhelar un sueño que, con toda probabilidad, nunca se materializaría. Soñó un hombre y lo quiso siempre a la medida de sus sueños. No le importó no encontrarlo nunca. La soledad no era un obstáculo para alcanzar la felicidad. Al contrario, se había acostumbrado a una vida cómoda.


Compartía con amigos días de fiesta y noches de viernes, pero celosa de su espacio vital. Necesitaba como el aire horas de lectura, viajes para fotografiar paisajes nuevos, kilómetros de camino para volver más tarde a una casa estrecha que fue creciendo con ella en una esquina de la ciudad, equidistante del centro urbano que necesitaba y del mundo rural que amaba sobre todas las cosas.

La casa, de dos plantas, era pequeña y luminosa. En la planta baja había adaptado el dormitorio y la sala de estar. La planta de arriba la había dotado de un espacio diáfano, donde conservaba libros en estanterías y apilados en cajas o esparcidos en mesas y sillas.

La terraza, amplia, se abría a un paisaje verde que alternaba olivos y pinos mediterráneos. De vez en cuando, alguna construcción pretenciosa rompía la armonía natural del lugar. Le gustaba encerrarse por las tardes hasta que el sol se ponía, y después bajaba por la noche al recaudo de una televisión encendida que nunca atendía.

Iba a cumplir los cuarenta años con una belleza natural e impoluta que gustaba a los hombres, una belleza no solo joven sino inmaculada, un rostro en el que la ternura y el carácter férreo luchaban en matices por definir un rostro diferente y enigmático.

Los ojos eran profundamente negros y la mirada, entre ingenua e interrogativa, brillaba siempre sin pretensiones. Los labios no eran demasiado gruesos, pero sí generosos en sus insinuaciones. La nariz, algo respingona que no afeaba su perfil.

La piel era de terciopelo, blanca con matices rosados. En pocas ocasiones se ruborizaba. El miedo lo escondía adentro y se traslucía en la torpeza de sus manos o en la parquedad de sus palabras. La oratoria no era una de sus virtudes principales. Al contrario, callaba y le gustaba escuchar.

Sus pechos eran suficientes, desafiantes a la gravedad de la tierra. Las piernas, largas, estilizadas, perfectas. Subida en tacones de aguja, sus andares pronosticaban infarto generalizado en derredor. El culo, correcto y alto, como su sonrisa, anticipaba una espalda de deportista profesional que a ella gustaba lucir desnuda en fiestas y demás saraos.

Muchos hombres sucumbieron a sus encantos y a sus negativas. Le regalaban ramos de flores naturales, libros de autores que ella no conocía, joyas caras que hubieran brillado de modo natural en su cuello o en su muñeca y que ella rechazaba sin paliativos.

Le proponían veladas a la luz de la luna aunque la noche no tuviera estrellas, cruceros de encanto por islas desiertas que nadie acertaba a dibujar en los mapas, noches de pasión bañadas con champán de marca y miradas lánguidas, pero todos sucumbían a estos intentos y mataban sus intenciones rotas con whisky de saldo que les agriaban el estómago y el carácter.

Ella se sabía objeto de placer. Le halagaban las declaraciones engoladas de estos hombres desorientados por el amor, pero pronto lograba recomponer la compostura y despacharlos con una dosis suficiente de buena educación que no les destrozara el armazón de su amor propio.

Había logrado conservar a su edad una virginidad casi intacta que no quería y que le dificultaba una relación espontánea con los hombres que la pretendían y esperaba como agua de mayo a que el príncipe azul de sus sueños le rompiera por siempre y con furia el virgo de sus miedos enconados. Cuando encontró a este hombre sentado en un banco del parque supo sin dudas que los días de deseo imposible habían tocado a su fin.

* * * * * *

Durante años anduvo buscando a ese hombre de sus sueños que nunca alcanzó a identificar en cuantos machos se le acercaban a saquearle la intimidad. Los veía venir desde antes que la miraran fijamente con deseo irrefrenable, y ella les huía con una indiferencia y desinterés que a ella misma molestaba.

Es cierto que, de entre todos, algunos, más doctos en el arte de la seducción, lograron cerrar citas a horas poco usuales para ella, o la habían besado con fruición después de unas copas de más. Ella, incluso, en alguna ocasión, quiso pensar que la hora de entregarse a uno de aquellos hombres había llegado. La "hora cero", como ella se decía, está aquí.

Pero le inquietaba en ellos la rapidez y pericia con la que pretendían acometer una tarea tan persuasiva como esta del amor. Los veía tan armados en la entrepierna que a veces les preguntaba, movida más por la curiosidad que por el deseo, si sufrían de lo lindo hasta que lograban descargar todo ese arsenal de semen que les hacía sudar como toros desparramados en la cama.

Ella les decía que el amor era cosa de dos. Sin embargo, ellos solo esperaban a que ella apremiara en la consecución última a la que estaban convocados esa noche. Y ella les complacía en provocar aquella erupción de vertido denso que les dejaba inermes y anonadados el resto de la noche.

No encontraba placer alguno en aquellos encuentros fugaces. Muy al contrario, los esquivaba siempre que podía con correctos ademanes y palabras de agradecimiento. Y volvía después a una soledad deseada que nunca quiso compartir con nadie.

No siempre fue así, por supuesto. Alguna vez, el deseo saturaba sus neuronas y se atrevía entonces a esbozar insinuaciones impropias de su carácter y de su educación. Pero cuando la doliente sensación de hembra mal follada le podía, se sentía tan desgraciada que los hombres adivinaban nada más en su mirada un mundo inexplorado que se abría ante sus ojos.

Ella entonces se dejaba llevar por un sentimiento de enajenación que le hacía temblar todo el cuerpo, y en las manos inexpertas de aquellos con pocas horas de vuelo en su currículum lograba apaciguar esa voz interior que la demonizaba. Pilota esta nave con argucia, les decía, o te apeas al instante que esta tormenta no la para ni dios.

Ella sentía cómo la mano del hombre acariciaba su pubis sin maestría y cómo le abría los labios en un intento por acelerar el lance final. Y ella le reprochaba sin ningún romanticismo que se montara aquella yegua que era ella misma y se dejara de pendejadas, que le hiciera ver el cielo sin bajar de la cama, que no se le ocurriera parar ahora que la bola del mundo se mueve, que pusiera en alerta toda su artillería contra el enemigo más próximo que era ella misma y que se dispusiera a disparar sin ambages y sin cortapisas en esta guerra sin cuartel en la que solo dos enemigos, ellos dos, se enfrentaban en una confrontación salvaje e incontrolada.

Nunca le satisfacían con plenitud aquellos revolcones de cine. Tampoco le parecían creíbles los del cine, tan sutiles o groseros, dependía. Intuía, eso sí, que el amor debiera ser otra cosa que ella, a este paso, nunca acabaría de conocer en su integridad.

Quieres una copa, le decía entonces aquel hombre, sea quien fuera, y ella respondía que sí. Y bebe rápido, añadía sin cariño, que tengo sueño y quiero dormir. Si quieres dormimos juntos, inquiría él. Mejor no, le aconsejaba. Os acostumbráis y cualquiera os saca luego de la cama. A tu casa con tu madre, que estarás mejor. Y mandaba a aquel hombre, con la palabra y el whisky aún en la boca, a paseo para siempre.

Está claro que el amor, se decía, es un enigma oscuro. Después reía sus frases absurdas. Y en la cama abría un libro para olvidar los sinsabores del espíritu una vez aplacados los impulsos del cuerpo. Con un hombre experto y al que ames de verdad, se decía antes de cerrar los ojos, esto debe ser la monda. Y antes de que el sueño la transportara a otros ámbitos deshabitados, aún lograba esbozar media sonrisa de felicidad.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 3 de marzo de 2012.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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