Claro que podemos cambiar la vida, piensa este hombre. Desde luego, hasta ahora tampoco fue así. Ni lo contrario. En ocasiones, se ha dejado llevar. La vida es una correntía de agua después de la tormenta que arrastra cuando se tropieza a su paso, y a este hombre siempre le gustó navegar contra corriente. Lo lleva en la sangre. Pero a veces se deja llevar.
Y ahora que mira el reloj, sin que le importe la hora ni el día, porque tampoco sabe por qué mira el reloj, entiende que el tiempo se mueve aunque la aguja del reloj deje de girar en su monótono y calculado destino, porque sabe que el tiempo está afuera.
No sabe si en el aire o adentro de él. Y no le preocupa. Tampoco sabe si el tiempo existe, o si es otro sueño como tantos otros sueños que inventamos para que la correntía no nos arrastre contra nuestra voluntad. Ahora el hombre sabe que es feliz. "Y qué carajo será la felicidad", piensa. Tampoco lo sabe. Ni le importa.
Mira a esta mujer que está desnuda delante de él y cuenta el tiempo que vivió sin ella. Se remonta a otras ciudades por donde anduvo y a otras mujeres que intentaron cambiarlo, y ahora que mira a esta mujer no recuerda apenas nada. Ya ha consumido media vida, o más de media vida, y solo sabe que valió la pena llegar hasta aquí para conocerla.
La mujer lo observa y no pregunta. A veces, él mira a ninguna parte y ella intuye que está ausente. No le importa. Le gusta observarlo, callada a su lado, compartiendo un momento que solo es de los dos. No necesitan más palabras que estar allí tendidos, con la luz apagada y una sombra azul que ilumina sus cuerpos ya cansados.
La luna, a través de la ventana, es incluso un intruso en este espacio limitado a dos voluntades. Ella recorre con sus dedos el cuerpo de este hombre. Percibe que tiene el miembro erecto. "Es tan suave esta piel", piensa ella. Le gusta acariciarlo con movimientos rítmicos que él no rechaza.
Se desplaza como un reptil entre las sábanas buscando con los labios lo que sus manos también quieren y que abandonan cuando sus labios toman posesión de aquel terreno ocupado. Besa el miembro de este hombre con una ternura tan sutil que él apenas advierte la humedad ligera de su lengua que va y viene jugando con capricho y sin prisas, consciente de que la noche es el paisaje idóneo en estos avatares de la carne.
El hombre siente los labios de la mujer que atrapan su miembro y después los dientes que clavan sin dolor huellas perennes que ya nunca olvidará. El hombre sabe que el tiempo es finito y que el placer es breve e incontrolado, al contrario que la pena, que se prolonga y se intenta domeñar al antojo aunque sin éxito.
La mujer se afana con dedicación y destreza a la tarea que ahora tiene encomendada. Siente la respiración acelerada del hombre que aprieta su piel o la sábana con una desesperación de la que no pretende escapar, y es entonces cuando la mujer siente fluir como un volcán en erupción el miembro de este hombre que se derrama sin arrepentimiento y tumultuosamente dentro de su boca, pero ella no cesa en un quehacer que siempre quiso dominar con maestría.
Cuando el hombre relaja los músculos feliz y vacío, la mujer salta de la cama buscando el grifo del baño y cuando se enjuaga la boca todavía persiste el sabor de un hombre que siempre buscó, y, aunque se cepilla los dientes y desinfecta la boca con flúor, no logra desprenderse de un sabor que imaginó más amargo y que le gusta.
Cuando sale del cuarto de baño, apaga la luz y sube a tientas y sigilosa a la cama. El hombre sigue tendido boca arriba, en la misma postura, mirando a la luna. La mujer lo observa con felicidad. Él no dice nada. Para qué. El acto está consumado.
Vuelve la cabeza y ve los ojos negros de esta mujer iluminados en la oscuridad. "Quiéreme siempre así", alcanza a decir. Entonces cierra los ojos. Ella sigue mirándolo. El reloj marca las doce de la noche.
Su respiración profunda le dice que el hombre duerme. Ella se recuesta en su hombro y espera a que el sueño la venza. Ahora ella también duerme pero, aún en el sueño, siente el mismo sabor extraño en la boca. Y sonríe, porque no le importa.
Desde aquella noche pasaron juntos muchas horas. No había propuestas a largo plazo ni siquiera de un día para otro. Inventaban la vida a cada instante seguros y convencidos de que no valía la pena forzar los acontecimientos.
El tiempo arañado en la piel enseña de diagnósticos precoces y de resoluciones innecesarias. Nada se puede hacer contra los huracanes ajenos, pero sí se puede abarcar con las manos aquello que nos seduce y deleita. Así piensa este hombre.
Hoy ha bajado a la orilla del río. Le gusta pasear por donde no hay gente y los perros sin dueño buscan un amo fugaz para consolar su desgracia. Sube en el funicular y desde arriba divisa la ciudad dividida por el río, y más allá una inmensa llanura verde que contrasta con la tierra cenagosa y pobre de los arrozales donde tantas aves diversas se alimentan durante todo el año.
Aquí el cielo siempre es azul, sin nubes, un cielo limpio que no conoció en ningún otro lugar del mundo. Por eso, a veces viaja, no para encontrar nada, sino para conocer otros lugares, y por esa misma razón siempre vuelve a esta luz que conoce y le identifica.
De vuelta al hotel, se sienta a la barra de la cafetería y pide una cerveza helada. Hace ya un tiempo que abandonó la cerveza y las bebidas largas. Ahora se cuida. Prefiere el vino. Sentado en un taburete, mira al exterior.
Las calles hoy están concurridas, hay un ajetreo alegre en la mañana. Le gusta pasear por las ciudades los días de diario, a esa hora en que las sucursales bancarias están abarrotadas de clientes desorientados y los mercados huelen a vida y en los bares la atmósfera saturada de aroma a café barato impide leer con comodidad el periódico, y solo de vez en cuando, cuando el camarero llena una copa de aguardiente, este hombre abre los pulmones y los llena de un azúcar que dulcificó otros días de su vida.
Pero no le gusta el tráfico denso, el ruido del claxon, los agentes de policía municipales que rompen con sus reglas una armonía anárquica y natural que embellece el caos urbano a esa hora en que nadie sabe exactamente de qué va la vida, qué hace el otro ahora que no está con él, esa hora a media mañana en la que más de media humanidad trabaja en un oficio que repudia, esa hora en que los sueños, de manera ligera, se apoderan de las ilusiones marchitas y las llenan por segundos de una oscuridad obstinada que nos ha ido cegando con los años y los desaciertos voluntarios. Así piensa este hombre.
O así pensaba. Sube a su habitación y tendido en la cama recién hecha abre un libro, cualquier libro. Siempre le gusta leer varios a la vez. Siete u ocho o más. Le gusta apilarlos en la mesa de noche, junto a un bolígrafo y una libreta pequeña en la que va anotando sin orden pensamientos, algún verso, recetas, teléfonos, direcciones, algún viaje truncado, títulos para libros que nunca escribirá, deseos, dudas, marcas de ginebra que no conocía.
Le gusta leer a esa hora en la que el sol comienza a arder en las calles y un aire diáfano inunda la habitación de esa alegría fácil de digerir y de aceptar. A veces, cierra los ojos y se sume en un sueño ligero que lo lleva al lado de esta mujer que ahora le llena los días y las noches.
Sabe que ya nunca podrá irse de este lugar o que no debería hacerlo. Que llega un momento en que hay que quedarse en alguna parte, cerrar para siempre la maleta, decir adiós a los aviones, a las carreteras, ir, sí, pero luego volver para enredar los dedos en sus cabellos, para encontrar en un abrazo lleno una razón suficiente y plena para seguir viviendo, entender que los caminos a veces se agotan y que los pies se cansan de estar siempre presos en los mismos zapatos y que los zapatos ya están muy usados y destrozados de tantos viajes, y que los caminos, cuando ya se han andado, tienen todos al final un mismo paisaje de esperanza encontrada y de paz primera, que todas las ciudades del mundo y todos los hombres y mujeres del mundo son iguales por muy diferentes que seamos, como le dice el escritor vasco Ramiro Pinilla, que por esa misma razón a él no le gusta viajar, porque todos los puertos son iguales y están habitados por las mismas putas y los mismos tugurios que huelen a alcohol y a sal de mar amotinado, pero sí le gusta, como a este hombre, vivir cerca del mar, porque allí siempre se esconde una última esperanza, un posibilidad en caso de que la fuga fuese necesaria, un camino siempre abierto por si acaso. Ese acaso que nunca nos deja.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 11 de febrero de 2012.
Y ahora que mira el reloj, sin que le importe la hora ni el día, porque tampoco sabe por qué mira el reloj, entiende que el tiempo se mueve aunque la aguja del reloj deje de girar en su monótono y calculado destino, porque sabe que el tiempo está afuera.
No sabe si en el aire o adentro de él. Y no le preocupa. Tampoco sabe si el tiempo existe, o si es otro sueño como tantos otros sueños que inventamos para que la correntía no nos arrastre contra nuestra voluntad. Ahora el hombre sabe que es feliz. "Y qué carajo será la felicidad", piensa. Tampoco lo sabe. Ni le importa.
Mira a esta mujer que está desnuda delante de él y cuenta el tiempo que vivió sin ella. Se remonta a otras ciudades por donde anduvo y a otras mujeres que intentaron cambiarlo, y ahora que mira a esta mujer no recuerda apenas nada. Ya ha consumido media vida, o más de media vida, y solo sabe que valió la pena llegar hasta aquí para conocerla.
La mujer lo observa y no pregunta. A veces, él mira a ninguna parte y ella intuye que está ausente. No le importa. Le gusta observarlo, callada a su lado, compartiendo un momento que solo es de los dos. No necesitan más palabras que estar allí tendidos, con la luz apagada y una sombra azul que ilumina sus cuerpos ya cansados.
La luna, a través de la ventana, es incluso un intruso en este espacio limitado a dos voluntades. Ella recorre con sus dedos el cuerpo de este hombre. Percibe que tiene el miembro erecto. "Es tan suave esta piel", piensa ella. Le gusta acariciarlo con movimientos rítmicos que él no rechaza.
Se desplaza como un reptil entre las sábanas buscando con los labios lo que sus manos también quieren y que abandonan cuando sus labios toman posesión de aquel terreno ocupado. Besa el miembro de este hombre con una ternura tan sutil que él apenas advierte la humedad ligera de su lengua que va y viene jugando con capricho y sin prisas, consciente de que la noche es el paisaje idóneo en estos avatares de la carne.
El hombre siente los labios de la mujer que atrapan su miembro y después los dientes que clavan sin dolor huellas perennes que ya nunca olvidará. El hombre sabe que el tiempo es finito y que el placer es breve e incontrolado, al contrario que la pena, que se prolonga y se intenta domeñar al antojo aunque sin éxito.
La mujer se afana con dedicación y destreza a la tarea que ahora tiene encomendada. Siente la respiración acelerada del hombre que aprieta su piel o la sábana con una desesperación de la que no pretende escapar, y es entonces cuando la mujer siente fluir como un volcán en erupción el miembro de este hombre que se derrama sin arrepentimiento y tumultuosamente dentro de su boca, pero ella no cesa en un quehacer que siempre quiso dominar con maestría.
Cuando el hombre relaja los músculos feliz y vacío, la mujer salta de la cama buscando el grifo del baño y cuando se enjuaga la boca todavía persiste el sabor de un hombre que siempre buscó, y, aunque se cepilla los dientes y desinfecta la boca con flúor, no logra desprenderse de un sabor que imaginó más amargo y que le gusta.
Cuando sale del cuarto de baño, apaga la luz y sube a tientas y sigilosa a la cama. El hombre sigue tendido boca arriba, en la misma postura, mirando a la luna. La mujer lo observa con felicidad. Él no dice nada. Para qué. El acto está consumado.
Vuelve la cabeza y ve los ojos negros de esta mujer iluminados en la oscuridad. "Quiéreme siempre así", alcanza a decir. Entonces cierra los ojos. Ella sigue mirándolo. El reloj marca las doce de la noche.
Su respiración profunda le dice que el hombre duerme. Ella se recuesta en su hombro y espera a que el sueño la venza. Ahora ella también duerme pero, aún en el sueño, siente el mismo sabor extraño en la boca. Y sonríe, porque no le importa.
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El tiempo arañado en la piel enseña de diagnósticos precoces y de resoluciones innecesarias. Nada se puede hacer contra los huracanes ajenos, pero sí se puede abarcar con las manos aquello que nos seduce y deleita. Así piensa este hombre.
Hoy ha bajado a la orilla del río. Le gusta pasear por donde no hay gente y los perros sin dueño buscan un amo fugaz para consolar su desgracia. Sube en el funicular y desde arriba divisa la ciudad dividida por el río, y más allá una inmensa llanura verde que contrasta con la tierra cenagosa y pobre de los arrozales donde tantas aves diversas se alimentan durante todo el año.
Aquí el cielo siempre es azul, sin nubes, un cielo limpio que no conoció en ningún otro lugar del mundo. Por eso, a veces viaja, no para encontrar nada, sino para conocer otros lugares, y por esa misma razón siempre vuelve a esta luz que conoce y le identifica.
De vuelta al hotel, se sienta a la barra de la cafetería y pide una cerveza helada. Hace ya un tiempo que abandonó la cerveza y las bebidas largas. Ahora se cuida. Prefiere el vino. Sentado en un taburete, mira al exterior.
Las calles hoy están concurridas, hay un ajetreo alegre en la mañana. Le gusta pasear por las ciudades los días de diario, a esa hora en que las sucursales bancarias están abarrotadas de clientes desorientados y los mercados huelen a vida y en los bares la atmósfera saturada de aroma a café barato impide leer con comodidad el periódico, y solo de vez en cuando, cuando el camarero llena una copa de aguardiente, este hombre abre los pulmones y los llena de un azúcar que dulcificó otros días de su vida.
Pero no le gusta el tráfico denso, el ruido del claxon, los agentes de policía municipales que rompen con sus reglas una armonía anárquica y natural que embellece el caos urbano a esa hora en que nadie sabe exactamente de qué va la vida, qué hace el otro ahora que no está con él, esa hora a media mañana en la que más de media humanidad trabaja en un oficio que repudia, esa hora en que los sueños, de manera ligera, se apoderan de las ilusiones marchitas y las llenan por segundos de una oscuridad obstinada que nos ha ido cegando con los años y los desaciertos voluntarios. Así piensa este hombre.
O así pensaba. Sube a su habitación y tendido en la cama recién hecha abre un libro, cualquier libro. Siempre le gusta leer varios a la vez. Siete u ocho o más. Le gusta apilarlos en la mesa de noche, junto a un bolígrafo y una libreta pequeña en la que va anotando sin orden pensamientos, algún verso, recetas, teléfonos, direcciones, algún viaje truncado, títulos para libros que nunca escribirá, deseos, dudas, marcas de ginebra que no conocía.
Le gusta leer a esa hora en la que el sol comienza a arder en las calles y un aire diáfano inunda la habitación de esa alegría fácil de digerir y de aceptar. A veces, cierra los ojos y se sume en un sueño ligero que lo lleva al lado de esta mujer que ahora le llena los días y las noches.
Sabe que ya nunca podrá irse de este lugar o que no debería hacerlo. Que llega un momento en que hay que quedarse en alguna parte, cerrar para siempre la maleta, decir adiós a los aviones, a las carreteras, ir, sí, pero luego volver para enredar los dedos en sus cabellos, para encontrar en un abrazo lleno una razón suficiente y plena para seguir viviendo, entender que los caminos a veces se agotan y que los pies se cansan de estar siempre presos en los mismos zapatos y que los zapatos ya están muy usados y destrozados de tantos viajes, y que los caminos, cuando ya se han andado, tienen todos al final un mismo paisaje de esperanza encontrada y de paz primera, que todas las ciudades del mundo y todos los hombres y mujeres del mundo son iguales por muy diferentes que seamos, como le dice el escritor vasco Ramiro Pinilla, que por esa misma razón a él no le gusta viajar, porque todos los puertos son iguales y están habitados por las mismas putas y los mismos tugurios que huelen a alcohol y a sal de mar amotinado, pero sí le gusta, como a este hombre, vivir cerca del mar, porque allí siempre se esconde una última esperanza, un posibilidad en caso de que la fuga fuese necesaria, un camino siempre abierto por si acaso. Ese acaso que nunca nos deja.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 11 de febrero de 2012.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO