Negar la realidad no ayuda a solucionar ningún problema: numerosos estudios académicos y científicos, promovidos por entidades de reconocido prestigio, avalan la incidencia negativa que las redes sociales tienen sobre la salud mental de muchas personas. Pero la culpa –si es que podemos referirnos en estos términos– no recaería en los usuarios de estas tecnologías sino en las propias empresas que diseñan estas redes sociales y que aprovechan una vulnerabilidad biológica para manipularnos.
Ya lo adelantábamos en el artículo anterior: la segregación de dopamina ante la incertidumbre es la culpable de que estos sistemas funcionen tan bien para generar comportamientos que perduren en el tiempo, ya que nuestro cerebro no deja de generar este neurotransmisor en grandes cantidades ante el miedo a que la recompensa se termine.
El ser humano ha evolucionado para recibir la aprobación o desaprobación de su tribu, de su círculo más próximo o cercano, en un momento determinado. Pero no está preparado para recibir la aprobación –y, mucho menos, la desaprobación– de personas ajenas a su propia tribu. Y, por si fuera poco, cada cinco minutos. La evolución no ha tenido tiempo material para planificar ese escenario.
Por desgracia, muchos adolescentes –y algunas personas más talluditas– confunden con la realidad los premios que otorgan las redes sociales: likes en forma de corazones; Me gusta que se muestran con pulgares hacia arriba... Sin embargo, hay que recalcar que se trata de una popularidad falsa y frágil, que no perdura en el tiempo.
Pese a ello, estas dinámicas llevan a muchos usuarios a un círculo vicioso del que es muy difícil salir. Les recomiendo encarecidamente la lectura de El valor de la atención: Por qué nos la robaron y cómo recuperarla (Ediciones Península, 2023), en el que su autor, el periodista Johann Hari, alude a estudios que avalan el crecimiento de la depresión y de la ansiedad entre adolescentes a partir de 2011. Igual ocurre con los intentos de suicidio: han aumentado un 62 por ciento entre los jóvenes de 15 a 19 años y un 189 por ciento entre los niños de 10 a 14 años.
Este aterrador patrón, que se mantenía estable desde que había registros, apunta directamente a las redes sociales. Y es que, al adelantarse la edad de uso de estas tecnologías tremendamente adictivas, éstas penetran en el tallo cerebral de los niños y consiguen, en muy poco tiempo, afectar su autoestima y su identidad. El asunto es serio, créanme.
Uno de los casos más paradigmáticos de los últimos años es la denominada Dismorfia de Snapchat, una afección de salud mental derivada del Trastorno Dismórfico Corporal (TDC) en el que una persona puede pasar horas pensando en sus defectos físicos menores o percibidos, ya sean imperfecciones de la piel, peso o una sonrisa torcida y que lleva a muchos pacientes jóvenes a acudir a cirujanos plásticos para parecerse a los selfies que se han hecho aplicando filtros de Snapchat (o de Instagram, da igual).
La Generación Z (es decir, la formada por personas nacidas a partir de 1996) es la primera de la historia que dispuso de redes sociales en la preadolescencia. Y se ha demostrado que esa generación es más propensa a la ansiedad y a la depresión, según numerosos psicólogos y psiquiatras, que consideran que estamos “adiestrando” y condicionando a toda una generación de gente para que, cuando se sienta incómoda, sola, insegura o asustada, coja su propio chupete digital (el teléfono), una herramienta que está atrofiando nuestra capacidad de enfrentarnos a esas situaciones.
¿Y podrá la especie humana adaptarse a esta nueva realidad? Muchos autores son pesimistas porque la capacidad de procesamiento de datos de las tecnologías aumenta exponencialmente cada año, mientras que la mente humana ha necesitado varios millones de años de evolución para alcanzar el nivel que tiene ahora. Da miedo, ¿a que sí?
Ya lo adelantábamos en el artículo anterior: la segregación de dopamina ante la incertidumbre es la culpable de que estos sistemas funcionen tan bien para generar comportamientos que perduren en el tiempo, ya que nuestro cerebro no deja de generar este neurotransmisor en grandes cantidades ante el miedo a que la recompensa se termine.
El ser humano ha evolucionado para recibir la aprobación o desaprobación de su tribu, de su círculo más próximo o cercano, en un momento determinado. Pero no está preparado para recibir la aprobación –y, mucho menos, la desaprobación– de personas ajenas a su propia tribu. Y, por si fuera poco, cada cinco minutos. La evolución no ha tenido tiempo material para planificar ese escenario.
Por desgracia, muchos adolescentes –y algunas personas más talluditas– confunden con la realidad los premios que otorgan las redes sociales: likes en forma de corazones; Me gusta que se muestran con pulgares hacia arriba... Sin embargo, hay que recalcar que se trata de una popularidad falsa y frágil, que no perdura en el tiempo.
Pese a ello, estas dinámicas llevan a muchos usuarios a un círculo vicioso del que es muy difícil salir. Les recomiendo encarecidamente la lectura de El valor de la atención: Por qué nos la robaron y cómo recuperarla (Ediciones Península, 2023), en el que su autor, el periodista Johann Hari, alude a estudios que avalan el crecimiento de la depresión y de la ansiedad entre adolescentes a partir de 2011. Igual ocurre con los intentos de suicidio: han aumentado un 62 por ciento entre los jóvenes de 15 a 19 años y un 189 por ciento entre los niños de 10 a 14 años.
Este aterrador patrón, que se mantenía estable desde que había registros, apunta directamente a las redes sociales. Y es que, al adelantarse la edad de uso de estas tecnologías tremendamente adictivas, éstas penetran en el tallo cerebral de los niños y consiguen, en muy poco tiempo, afectar su autoestima y su identidad. El asunto es serio, créanme.
Uno de los casos más paradigmáticos de los últimos años es la denominada Dismorfia de Snapchat, una afección de salud mental derivada del Trastorno Dismórfico Corporal (TDC) en el que una persona puede pasar horas pensando en sus defectos físicos menores o percibidos, ya sean imperfecciones de la piel, peso o una sonrisa torcida y que lleva a muchos pacientes jóvenes a acudir a cirujanos plásticos para parecerse a los selfies que se han hecho aplicando filtros de Snapchat (o de Instagram, da igual).
La Generación Z (es decir, la formada por personas nacidas a partir de 1996) es la primera de la historia que dispuso de redes sociales en la preadolescencia. Y se ha demostrado que esa generación es más propensa a la ansiedad y a la depresión, según numerosos psicólogos y psiquiatras, que consideran que estamos “adiestrando” y condicionando a toda una generación de gente para que, cuando se sienta incómoda, sola, insegura o asustada, coja su propio chupete digital (el teléfono), una herramienta que está atrofiando nuestra capacidad de enfrentarnos a esas situaciones.
¿Y podrá la especie humana adaptarse a esta nueva realidad? Muchos autores son pesimistas porque la capacidad de procesamiento de datos de las tecnologías aumenta exponencialmente cada año, mientras que la mente humana ha necesitado varios millones de años de evolución para alcanzar el nivel que tiene ahora. Da miedo, ¿a que sí?
JUAN PABLO BELLIDO