La mujer que ayer se sentó en un banco del parque no logra olvidar al hombre que vio allí también sentado. No lo conoce de nada. Lo sabemos. Pero su imagen, sola y enérgica, ocupa un espacio cada vez mayor en su cerebro y su cerebro, acaso sin pretenderlo, bifurca extrañas órdenes a sus manos.
Y entonces ella, frente al cuarto de baño, escruta arrugas apenas incipientes, la luz apagada de sus ojos que hoy brilla como si el sol alimentara su luz, su piel de melocotón todavía inexplorada por manos expertas. Sabe que algunas sensaciones solo alcanzan a ser reales cuando otras manos que no son las suyas las exploran en su propia piel. En realidad, no lo sabe. Lo sospecha solo desde hace unos instantes, desde el sueño que dejó apagado entre entras las sábanas anoche.
Pero los sueños no se apagan. Nadie sabe cómo agonizan los sueños y qué materiales son los más efectivos para mitigar sus efectos o para prolongar su color. He ahí que esta mujer, a sus cuarenta años, ha roto con un hombre que conocía de tanto tiempo atrás y con quien pensaba andar todo el trecho de vida restante.
Ella no sabe cómo ocurrió. Fueron tal vez unas palabras inoportunas, un gesto vacío, una mirada que buscaba otro paisaje. No lo sabe. Pero le dijo adiós. Adiós definitivamente. Como si cada despedida, según el tono de la voz, anunciara un paréntesis infranqueable.
Aquel adiós, sin embargo, fue breve y decidido. Después se puso a andar. No importaba a dónde. Fue así como se sentó en un banco del parque. No solía ir al parque para nada. Ahora no logra olvidar el parque y a un hombre sentado en un banco que la miraba fijamente.
Sabe, ahora sí, que su vida ha cambiado, aunque no ocurra nada más. Algunas veces, no debe ocurrir nada extraordinario para que la vida nos dé un vuelco. Puede ocurrir después y, en realidad, ocurre más tarde, cuando ya estamos alerta y sabemos que el azar, como el maleficio, nos ronda siempre por segunda vez y nos abandona definitivamente cuando no somos capaces de dirigir la mirada a la persona que nos mira y que nos miró siempre, aun cuando nosotros no sabíamos de otros ámbitos ya habitados por nuestros sueños y franqueados por nuestros propios pies.
Ahora esta mujer se ha metido bajo la ducha y, cuando frota la espuma de jabón contra su piel, siente como si se desprendiera de otra piel que nunca fue ella suya y ahora le sobrara. Es entonces cuando se siente desvergonzadamente desnuda, cuando al mirar al espejo y desprenderse de la toalla, descubre su propio cuerpo, todo entero frente al espejo aún mojado, sin que ningún hombre dibujara con sus manos parcelas de ternura, esa agresividad dulce que le atraviesa el esqueleto y que, desde anoche o quizás desde siempre, no la deja dormir en paz.
Se viste con una premura inusitada, pero midiendo cada minuto. Porque ahora, se dice, el tiempo importa. El tiempo es lo que importa. Restar tiempo al destino. Viste un vaquero usado que anuncia unas formas nada detestables, una blusa blanca mal abrochada que insinúa más de lo que contiene, el pelo suelto, el perfume que siempre conservó para un día como hoy. Se mira frente al espejo y sabe ahora que a los años se les puede sobornar sin estrategias demasiado rígidas.
La mujer se ha sentado en el banco del parque donde estaba sentado el hombre que vio ayer. Apenas ha esperado cinco minutos para verlo, porque el hombre, cada tarde, se acerca al lugar a distinta hora, pero hoy quería saber si la mujer acudiría a una cita que no tenía concertada.
El hombre mira al banco donde se había sentado la mujer ayer, pero observa que no está y, cuando se dirige a su banco, detesta, algo confundido y feliz, que la mujer le espera. Sonríe y ella sonríe también. Le dice algo divertido: “Pensé que este era mi banco”.
Ella le dice: “Sí, lo sabía. Por eso me senté”. Después esboza apenas una sonrisa. A él le gustan sus dientes, sus labios, su media sonrisa, su atrevida timidez. Y solo logra responder: “Aquí las tardes son breves y acogedoras. ¿Lo sabía?” La mujer suelta una carcajada rotunda, y después lo mira sin fisuras. “Sí, lo sé desde ayer”, le dice. Ambos piensan que hoy la luz se prolongará aun cuando se haya puesto el sol.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 24 de diciembre de 2011.
Y entonces ella, frente al cuarto de baño, escruta arrugas apenas incipientes, la luz apagada de sus ojos que hoy brilla como si el sol alimentara su luz, su piel de melocotón todavía inexplorada por manos expertas. Sabe que algunas sensaciones solo alcanzan a ser reales cuando otras manos que no son las suyas las exploran en su propia piel. En realidad, no lo sabe. Lo sospecha solo desde hace unos instantes, desde el sueño que dejó apagado entre entras las sábanas anoche.
Pero los sueños no se apagan. Nadie sabe cómo agonizan los sueños y qué materiales son los más efectivos para mitigar sus efectos o para prolongar su color. He ahí que esta mujer, a sus cuarenta años, ha roto con un hombre que conocía de tanto tiempo atrás y con quien pensaba andar todo el trecho de vida restante.
Ella no sabe cómo ocurrió. Fueron tal vez unas palabras inoportunas, un gesto vacío, una mirada que buscaba otro paisaje. No lo sabe. Pero le dijo adiós. Adiós definitivamente. Como si cada despedida, según el tono de la voz, anunciara un paréntesis infranqueable.
Aquel adiós, sin embargo, fue breve y decidido. Después se puso a andar. No importaba a dónde. Fue así como se sentó en un banco del parque. No solía ir al parque para nada. Ahora no logra olvidar el parque y a un hombre sentado en un banco que la miraba fijamente.
Sabe, ahora sí, que su vida ha cambiado, aunque no ocurra nada más. Algunas veces, no debe ocurrir nada extraordinario para que la vida nos dé un vuelco. Puede ocurrir después y, en realidad, ocurre más tarde, cuando ya estamos alerta y sabemos que el azar, como el maleficio, nos ronda siempre por segunda vez y nos abandona definitivamente cuando no somos capaces de dirigir la mirada a la persona que nos mira y que nos miró siempre, aun cuando nosotros no sabíamos de otros ámbitos ya habitados por nuestros sueños y franqueados por nuestros propios pies.
Ahora esta mujer se ha metido bajo la ducha y, cuando frota la espuma de jabón contra su piel, siente como si se desprendiera de otra piel que nunca fue ella suya y ahora le sobrara. Es entonces cuando se siente desvergonzadamente desnuda, cuando al mirar al espejo y desprenderse de la toalla, descubre su propio cuerpo, todo entero frente al espejo aún mojado, sin que ningún hombre dibujara con sus manos parcelas de ternura, esa agresividad dulce que le atraviesa el esqueleto y que, desde anoche o quizás desde siempre, no la deja dormir en paz.
Se viste con una premura inusitada, pero midiendo cada minuto. Porque ahora, se dice, el tiempo importa. El tiempo es lo que importa. Restar tiempo al destino. Viste un vaquero usado que anuncia unas formas nada detestables, una blusa blanca mal abrochada que insinúa más de lo que contiene, el pelo suelto, el perfume que siempre conservó para un día como hoy. Se mira frente al espejo y sabe ahora que a los años se les puede sobornar sin estrategias demasiado rígidas.
La mujer se ha sentado en el banco del parque donde estaba sentado el hombre que vio ayer. Apenas ha esperado cinco minutos para verlo, porque el hombre, cada tarde, se acerca al lugar a distinta hora, pero hoy quería saber si la mujer acudiría a una cita que no tenía concertada.
El hombre mira al banco donde se había sentado la mujer ayer, pero observa que no está y, cuando se dirige a su banco, detesta, algo confundido y feliz, que la mujer le espera. Sonríe y ella sonríe también. Le dice algo divertido: “Pensé que este era mi banco”.
Ella le dice: “Sí, lo sabía. Por eso me senté”. Después esboza apenas una sonrisa. A él le gustan sus dientes, sus labios, su media sonrisa, su atrevida timidez. Y solo logra responder: “Aquí las tardes son breves y acogedoras. ¿Lo sabía?” La mujer suelta una carcajada rotunda, y después lo mira sin fisuras. “Sí, lo sé desde ayer”, le dice. Ambos piensan que hoy la luz se prolongará aun cuando se haya puesto el sol.
Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 24 de diciembre de 2011.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO