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José Antonio Hernández | María Luisa Niebla

Los que lean la afirmación que tantas veces he repetido que María Luisa Niebla es una excelente lectora, juzgarán con razón que me he limitado a proclamar una solemne obviedad ya que sus familiares, sus vecinos, sus colegas, sus alumnos y sus amigos conocen su afición –su obsesión dicen algunos– por leer y por releer los textos de los diferentes géneros literarios.


Abrigo, sin embargo, la íntima confianza de que serán muchos los que hayan advertido que, con esta descripción tan simplificadora, me estoy refiriendo a un conjunto amplio de cualidades que definen su perfil intelectual y a una serie de actitudes que dibujan su imagen humana.

Tengo la impresión de que esa devoción por descifrar los mensajes de los textos escritos sobre el papel, sobre el paisaje y, en especial, sobre los rostros de todas las personas a las que ella trata, es su forma peculiar de añadirles profundidad y misterio, es su manera de interpretar los acontecimientos y de sacar un mayor partido a la vida: es su medio de ensanchar y de multiplicar la existencia.

Ahí reside la clave de su habilidad para comprender y para explicar los episodios cotidianos, y su destreza para estimularnos a experimentar otras cosas, a animarnos para que mejoremos como seres humanos ampliando nuestros espacios de libertad y explorando todos los recovecos de la vida: del amor, del miedo, de la infancia, de la amistad, de la enfermedad, de la muerte o del placer.

No es extraño, por lo tanto, que en ocasiones le hayamos escuchado afirmar que la lectura constituye para ella una práctica terapéutica que le ayuda a reconciliarse consigo misma: por eso –afirma– nos empuja, amigablemente, a que luchemos para no ser presas prematuras de una muerte inevitable.

A los compañeros que, admirados, me han preguntado por los resortes que esta mujer sensible, fuerte, discreta y sobria, utiliza para conservar su contenida lucidez en los momentos de dolor o de alegría, me he atrevido a aventurar que, posiblemente, su hábito de lectura le ayuda a sentir la realidad actual y a desentrañar su misterio interno.

Este hábito –además, por supuesto, del fervor que profesa por sus hijos Ana e Isidro, y por todos sus alumnas y alumnos– es, a mi juicio, uno de los soportes en los que ella se apoya para, en vez de limitarse simplemente a transitar por la vida, examinarla, saborearla, digerirla y vivirla.

La lectura constituye para Luisa una ventana privilegiada para descubrir nuevos mundos, para relacionarse con personas insólitas con las que, unas veces se identifica o con las que otras veces, por el contrario, discrepa.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
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