En España, hay quien lo olvida, hubo una guerra civil (1936-39) provocada por una asonada de militares fascistas contra el Gobierno legítimo, surgido de unas elecciones, de la República. Aquel levantamiento militar y la consiguiente guerra fratricida obligó a quienes sentían sus vidas amenazadas a huir del país (los golpistas fusilaban a toda persona que hubiera colaborado o simpatizado con la República o, con suerte, les incautaban sus bienes, despojaban de sus trabajos e invalidaban sus carreras profesionales), emprendiendo un exilio de destino incierto.
América, por afinidad cultural e idiomática, fue uno de los destinos preferidos de los españoles a los que la guerra y la posterior represión de la dictadura franquista expulsaron de su país. De entre las naciones hispanoamericanas, en Puerto Rico hallaron refugio hospitalario un grupo muy destacado de esos exiliados forzosos, cuya presencia en la isla causó un impacto significativo que incentivó el ámbito cultural puertorriqueño.
Sobre esta historia del exilio intelectual español y de reconocimiento al país caribeño que los acogió es lo que versa una emotiva exposición que se exhibe, hasta comienzos de septiembre, en la Sala Recoletos de la Biblioteca Nacional de España, en Madrid. Se trata de una muestra de recuerdo, reconocimiento y gratitud muy oportuna en estos tiempos en que tendemos a soslayar la historia.
Para aquellos exiliados, el camino para llegar a Puerto Rico no fue sencillo. Muchos de ellos recalaron en la isla como escala hacia otros destinos, pues venían con un billete gestionado desde Francia por organizaciones creadas por el Gobierno republicano, exiliado en 1939 en París tras perder la guerra, en virtud de acuerdos suscritos con diversos países para recibir refugiados.
De ahí que, en junio de ese mismo año, atracara en Puerto Rico el vapor francés Sinaia, que transportaba exiliados españoles desde los puertos de Setes y Marsella rumbo a México. Muchos de ellos conocían y preferían países de América Latina porque en algunos de esos lugares habían impartido conferencias y cursos con anterioridad. Así fue como comenzó a llegar a Puerto Rico un nutrido y selecto grupo de intelectuales que contribuyeron al desarrollo de la vida cultural de la isla, incluso antes de la derrota republicana en la Guerra Civil española.
Además, Puerto Rico ofrecía una seguridad añadida a la acogida, ya que contaba con el antecedente de las relaciones establecidas en los años veinte entre su Universidad y el Centro de Estudios Históricos de Madrid (CEH), creado en 1910, que permitieron forjar un intercambio cultural y académico que pivotaba entre España, Puerto Rico y Estados Unidos.
Ese tejido cultural fue hilvanado gracias, entre otros, a los esfuerzos de Federico de Onís, que se empeñó desde la Universidad de Columbia (EE UU), donde ocupaba una cátedra en el Departamento de Lenguas Romances, de iniciar aquellos intercambios universitarios entre la Universidad de Puerto Rico (UPR) y el CEH.
Aunque esas relaciones ya eran bastante sólidas cuando estalló la Guerra Civil, otro factor que explica la afluencia de exiliados intelectuales españoles a Puerto Rico fue, por una parte, la ideología progresista de estos y, por otra, la actitud de la persona que gestó, en la década de los cuarenta, la renovación y reforma de la UPR: su rector Jaime Benítez Rexach, quien procuró la continuidad de unas relaciones que descansaban en la universalidad de la cultura y el saber, valores que procuró y consiguió que fueran uno de los puntales del crecimiento de la Universidad que dirigía.
Con estas premisas, la exposición de la Biblioteca Nacional rastrea documentalmente esa historia a través de las vicisitudes y el contexto vital de unas figuras de indudable relieve intelectual y artístico que hicieron de Puerto Rico su segundo hogar, aquel que les permitiría estar activos y participar de la vida sociocultural de la isla.
Esa fecunda participación atrajo la visita de otros españoles, exiliados como ellos en otros países del continente (México, Cuba, Argentina, EE UU, etc.), para impartir charlas y conferencias, contribuyendo a enriquecerla. La relevancia del exilio español en Puerto Rico se constata con los nombres de sus figuras más insignes: Juan Ramón Jiménez, Zenobia Camprubí, Pau Casals, Pedro Salinas, María Zambrano, Jorge Guillén, Francisco Ayala, Aurora de Albornoz o Federico de Onís, entre otros.
Poetas, filósofos, ensayistas, violoncelistas, científicos, artistas… La mejor y más nutrida intelectualidad española expulsada de su país por la brutalidad de los sublevados en armas. Nunca se sintieron completamente desarraigados, pues, como escribió Dos Passos, “podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre”.
La exposición madrileña se configura en torno a la relación sentimental y artística que establecieron el poeta de Moguer, Juan Ramón Jiménez, y su esposa, la también poetisa Zenobia Camprubí, desde que se hicieron novios, en la España anterior a la guerra, hasta la concesión del Premio Nobel a Juan Ramón y la muerte de ambos en San Juan de Puerto Rico.
Siguiendo ese hilo expositivo, la muestra reconstruye, mediante fotografías, documentos, audiovisuales de la época y testimonios de intelectuales y artistas contemporáneos, un período enriquecedor, a pesar de haber sido forzado, de historia compartida entre ambos mundos culturales.
Abarca una historia que se extiende entre las décadas de los años treinta y cincuenta, y que dio lugar a una serie de confluencias que de otro modo serían impensables, al abrigo de una Universidad, bajo el rectorado de Benítez Rexach, admirador y conocedor de las ideas de Ortega y Gasset sobre la misión y función de la Universidad, que se preocupó de atraer al ámbito académico y cultural puertorriqueño a los intelectuales y artistas que huían de España durante la Guerra Civil y posterior dictadura.
Descubrimos, así, que en Puerto Rico recalan, en 1936, Juan Ramón Jiménez y su mujer, Zenobia Camprubí, y que, en 1939, el matrimonio se instala en EE UU, donde Juan Ramón imparte clases y da conferencias. Pero en 1951 retornan a Puerto Rico para no abandonarlo jamás.
El poeta sentía una unión especial con la isla, a la que llamaba “la islita verde” y la “isla de la simpatía”. De hecho, llegó a confesar que: “Yo sé que estoy unido a un destino de Puerto Rico, a un destino ineludible y verdadero”.
Saltando de un destino a otro, en los años cuarenta llega la malagueña María Zambrano, filósofa discípula de Ortega y Gasset, que hace de San Juan de Puerto Rico, durante un lustro, una capital cultural palpitante, pues se vuelca en trabajar en seminarios y conferencias, en impartir lecciones y cursos en el Departamento de Estudios Hispánicos de la UPR, y en participar en tertulias y acalorados debates políticos.
De esa experiencia extrae la base para su obra Isla de Puerto Rico, nostalgia y esperanza de un mundo mejor, donde expresa: “De la isla se espera siempre el prodigio, el prodigio de una vida en paz, de la vida acordada, en una armonía perdida y cuyo lejano eco es capaz de confrontarnos con el corazón”.
También desembarca, en 1943, el poeta Pedro Salinas, otro de los integrantes de la diáspora de intelectuales españoles a causa de la guerra, perteneciente a la Generación del 27, que primero se exilia en EE UU tras pasar por Francia. En la isla encuentra acomodo profesional en el campus de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, época fecunda durante la cual escribe algunas obras inspiradas por la isla.
Podría decirse lo mismo del granadino Francisco Ayala, escritor y sociólogo, que arriba en Puerto Rico en 1950, donde, tras impartir un curso semestral como profesor invitado, el rector Jaime Benítez le encomienda la organización de los estudios de Ciencias Sociales y la dirección de la editorial universitaria.
Funda la revista La Torre y pone en marcha la colección Biblioteca de Cultura Básica. En sus memorias recordaría: “En modo alguno esperaba yo, cuando me incorporé a la Universidad de Puerto Rico, encontrar en ella un foco tan encendido, entusiasta y estimulante como el que allí ardía”.
Otros insignes exiliados siguieron, durante aquellos años, el camino hacia Puerto Rico. Como el compositor y violoncelista Pau Casals, que acabó siendo responsable de la fundación de la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico y del Conservatorio puertorriqueño. Murió y fue enterrado en San Juan, pero restablecida la democracia en España, sus restos fueron trasladados a El Vendrell, su pueblo natal.
Más tardíamente se incorporaría al grupo de exiliados Aurora de Albornoz, poeta, ensayista y profesora de literatura, que fue protagonista, testigo e impulsora del diálogo fructífero entre los españoles de ambos lados del océano, pues era hija y nieta de puertorriqueños. Al llegar a la isla en 1944, estudia en la UPR y conoce la historia y cultura española que entonces, a causa de la censura, no se enseñaba en España (García Lorca, los Machado, etc.)
Por último, para no hacer demasiado extensa la relación, no debemos olvidar a Federico de Onís, filólogo, hispanista y crítico literario que, aunque residía en EE UU como profesor de varias universidades, aceptó la invitación de su amigo Francisco Ayala para impartir clases en el Departamento de Estudios Hispánicos de la UPR, donde fundó y dirigió el Seminario de Estudios Hispánicos, al que donó su biblioteca personal. Este inquieto intelectual fue, como ya hemos dicho, actor fundamental de esa especial relación cultural entre Puerto Rico y los intelectuales españoles exiliados.
Pero más allá de los intelectuales que son objeto de la exposición de la Biblioteca Nacional, cabría añadir a la lista a muchos otros exiliados artistas y científicos españoles que también fueron acogidos cálida y positivamente en esta Perla del Caribe cuya herencia hispana tanto los atraía.
Desde la llegada de Cristóbal Ruiz, en 1938, hasta la de Eugenio Fernández Granell, en 1950, son varios los artistas que llegan a Puerto Rico, cuya participación favorece un rico ambiente cultural en la isla. En 1943, el rector Benítez segrega la Facultad de Artes y Ciencias para crear la de Humanidades, nombrando como primer decano a un exiliado de la Guerra Civil: Sebastián González García, que ya era profesor de Historia del Arte, desde 1939, en la Universidad de Puerto Rico.
Lo mismo puede decirse del exilio de científicos y médicos que, aunque no muy numeroso, fue muy beneficioso para el desarrollo y progreso de las instituciones académicas y de Puerto Rico. Ellos colaboraron con las instituciones receptoras, tanto científicas como médicas y técnicas, para crear laboratorios y otros centros. Se trata de uno de los exilios menos conocido del éxodo republicano hacia Puerto Rico.
Y es que Puerto Rico no solo era un país que atraía a las mentes más preclaras de la diáspora intelectual española, sino que, por su relación singular con EE UU y el entorno americano, también era una vía de proyección para la ingente actividad cultural de estos intelectuales hacia EE UU y otros países hispánicos del continente americano.
La duración del exilio, la enorme calidad intelectual de sus figuras, su compenetración con la cultura hispanoamericana y las oportunidades que brindaba la singularidad geopolítica de la isla (Estado Libre Asociado de EE UU), hicieron que se forjara un legado cultural compartido que se prolonga en el tiempo hasta nuestros días.
La exposición El exilio intelectual español en Puerto Rico, comisariada por Ernesto Estrella Cózar, es un justo y oportuno tributo a tantos ilustres compatriotas que se vieron forzados a huir de su patria, a la par que una muestra de agradecimiento hacia el país que los acogió y les permitió continuar con sus afanes y fatigas.
Con tal propósito, se exhiben más de un centenar de obras, tanto de las colecciones de la Biblioteca Nacional como de otras instituciones españolas y de Puerto Rico, en un intento –conseguido– de reconstruir el contexto de la historia de ese exilio español y expresar el merecido reconocimiento y gratitud a un país tan generoso.
Tanto que, frente al Museo de la Universidad de Puerto Rico, está enclavado el monumento La bóveda del hombre, un legado al país por parte de un grupo de exiliados. En su pedestal puede leerse la siguiente dedicatoria: “A Puerto Rico. Los españoles que aquí encontraron la libertad perdida”.
América, por afinidad cultural e idiomática, fue uno de los destinos preferidos de los españoles a los que la guerra y la posterior represión de la dictadura franquista expulsaron de su país. De entre las naciones hispanoamericanas, en Puerto Rico hallaron refugio hospitalario un grupo muy destacado de esos exiliados forzosos, cuya presencia en la isla causó un impacto significativo que incentivó el ámbito cultural puertorriqueño.
Sobre esta historia del exilio intelectual español y de reconocimiento al país caribeño que los acogió es lo que versa una emotiva exposición que se exhibe, hasta comienzos de septiembre, en la Sala Recoletos de la Biblioteca Nacional de España, en Madrid. Se trata de una muestra de recuerdo, reconocimiento y gratitud muy oportuna en estos tiempos en que tendemos a soslayar la historia.
Para aquellos exiliados, el camino para llegar a Puerto Rico no fue sencillo. Muchos de ellos recalaron en la isla como escala hacia otros destinos, pues venían con un billete gestionado desde Francia por organizaciones creadas por el Gobierno republicano, exiliado en 1939 en París tras perder la guerra, en virtud de acuerdos suscritos con diversos países para recibir refugiados.
De ahí que, en junio de ese mismo año, atracara en Puerto Rico el vapor francés Sinaia, que transportaba exiliados españoles desde los puertos de Setes y Marsella rumbo a México. Muchos de ellos conocían y preferían países de América Latina porque en algunos de esos lugares habían impartido conferencias y cursos con anterioridad. Así fue como comenzó a llegar a Puerto Rico un nutrido y selecto grupo de intelectuales que contribuyeron al desarrollo de la vida cultural de la isla, incluso antes de la derrota republicana en la Guerra Civil española.
Además, Puerto Rico ofrecía una seguridad añadida a la acogida, ya que contaba con el antecedente de las relaciones establecidas en los años veinte entre su Universidad y el Centro de Estudios Históricos de Madrid (CEH), creado en 1910, que permitieron forjar un intercambio cultural y académico que pivotaba entre España, Puerto Rico y Estados Unidos.
Ese tejido cultural fue hilvanado gracias, entre otros, a los esfuerzos de Federico de Onís, que se empeñó desde la Universidad de Columbia (EE UU), donde ocupaba una cátedra en el Departamento de Lenguas Romances, de iniciar aquellos intercambios universitarios entre la Universidad de Puerto Rico (UPR) y el CEH.
Aunque esas relaciones ya eran bastante sólidas cuando estalló la Guerra Civil, otro factor que explica la afluencia de exiliados intelectuales españoles a Puerto Rico fue, por una parte, la ideología progresista de estos y, por otra, la actitud de la persona que gestó, en la década de los cuarenta, la renovación y reforma de la UPR: su rector Jaime Benítez Rexach, quien procuró la continuidad de unas relaciones que descansaban en la universalidad de la cultura y el saber, valores que procuró y consiguió que fueran uno de los puntales del crecimiento de la Universidad que dirigía.
Con estas premisas, la exposición de la Biblioteca Nacional rastrea documentalmente esa historia a través de las vicisitudes y el contexto vital de unas figuras de indudable relieve intelectual y artístico que hicieron de Puerto Rico su segundo hogar, aquel que les permitiría estar activos y participar de la vida sociocultural de la isla.
Esa fecunda participación atrajo la visita de otros españoles, exiliados como ellos en otros países del continente (México, Cuba, Argentina, EE UU, etc.), para impartir charlas y conferencias, contribuyendo a enriquecerla. La relevancia del exilio español en Puerto Rico se constata con los nombres de sus figuras más insignes: Juan Ramón Jiménez, Zenobia Camprubí, Pau Casals, Pedro Salinas, María Zambrano, Jorge Guillén, Francisco Ayala, Aurora de Albornoz o Federico de Onís, entre otros.
Poetas, filósofos, ensayistas, violoncelistas, científicos, artistas… La mejor y más nutrida intelectualidad española expulsada de su país por la brutalidad de los sublevados en armas. Nunca se sintieron completamente desarraigados, pues, como escribió Dos Passos, “podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre”.
La exposición madrileña se configura en torno a la relación sentimental y artística que establecieron el poeta de Moguer, Juan Ramón Jiménez, y su esposa, la también poetisa Zenobia Camprubí, desde que se hicieron novios, en la España anterior a la guerra, hasta la concesión del Premio Nobel a Juan Ramón y la muerte de ambos en San Juan de Puerto Rico.
Siguiendo ese hilo expositivo, la muestra reconstruye, mediante fotografías, documentos, audiovisuales de la época y testimonios de intelectuales y artistas contemporáneos, un período enriquecedor, a pesar de haber sido forzado, de historia compartida entre ambos mundos culturales.
Abarca una historia que se extiende entre las décadas de los años treinta y cincuenta, y que dio lugar a una serie de confluencias que de otro modo serían impensables, al abrigo de una Universidad, bajo el rectorado de Benítez Rexach, admirador y conocedor de las ideas de Ortega y Gasset sobre la misión y función de la Universidad, que se preocupó de atraer al ámbito académico y cultural puertorriqueño a los intelectuales y artistas que huían de España durante la Guerra Civil y posterior dictadura.
Descubrimos, así, que en Puerto Rico recalan, en 1936, Juan Ramón Jiménez y su mujer, Zenobia Camprubí, y que, en 1939, el matrimonio se instala en EE UU, donde Juan Ramón imparte clases y da conferencias. Pero en 1951 retornan a Puerto Rico para no abandonarlo jamás.
El poeta sentía una unión especial con la isla, a la que llamaba “la islita verde” y la “isla de la simpatía”. De hecho, llegó a confesar que: “Yo sé que estoy unido a un destino de Puerto Rico, a un destino ineludible y verdadero”.
Saltando de un destino a otro, en los años cuarenta llega la malagueña María Zambrano, filósofa discípula de Ortega y Gasset, que hace de San Juan de Puerto Rico, durante un lustro, una capital cultural palpitante, pues se vuelca en trabajar en seminarios y conferencias, en impartir lecciones y cursos en el Departamento de Estudios Hispánicos de la UPR, y en participar en tertulias y acalorados debates políticos.
De esa experiencia extrae la base para su obra Isla de Puerto Rico, nostalgia y esperanza de un mundo mejor, donde expresa: “De la isla se espera siempre el prodigio, el prodigio de una vida en paz, de la vida acordada, en una armonía perdida y cuyo lejano eco es capaz de confrontarnos con el corazón”.
También desembarca, en 1943, el poeta Pedro Salinas, otro de los integrantes de la diáspora de intelectuales españoles a causa de la guerra, perteneciente a la Generación del 27, que primero se exilia en EE UU tras pasar por Francia. En la isla encuentra acomodo profesional en el campus de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, época fecunda durante la cual escribe algunas obras inspiradas por la isla.
Podría decirse lo mismo del granadino Francisco Ayala, escritor y sociólogo, que arriba en Puerto Rico en 1950, donde, tras impartir un curso semestral como profesor invitado, el rector Jaime Benítez le encomienda la organización de los estudios de Ciencias Sociales y la dirección de la editorial universitaria.
Funda la revista La Torre y pone en marcha la colección Biblioteca de Cultura Básica. En sus memorias recordaría: “En modo alguno esperaba yo, cuando me incorporé a la Universidad de Puerto Rico, encontrar en ella un foco tan encendido, entusiasta y estimulante como el que allí ardía”.
Otros insignes exiliados siguieron, durante aquellos años, el camino hacia Puerto Rico. Como el compositor y violoncelista Pau Casals, que acabó siendo responsable de la fundación de la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico y del Conservatorio puertorriqueño. Murió y fue enterrado en San Juan, pero restablecida la democracia en España, sus restos fueron trasladados a El Vendrell, su pueblo natal.
Más tardíamente se incorporaría al grupo de exiliados Aurora de Albornoz, poeta, ensayista y profesora de literatura, que fue protagonista, testigo e impulsora del diálogo fructífero entre los españoles de ambos lados del océano, pues era hija y nieta de puertorriqueños. Al llegar a la isla en 1944, estudia en la UPR y conoce la historia y cultura española que entonces, a causa de la censura, no se enseñaba en España (García Lorca, los Machado, etc.)
Por último, para no hacer demasiado extensa la relación, no debemos olvidar a Federico de Onís, filólogo, hispanista y crítico literario que, aunque residía en EE UU como profesor de varias universidades, aceptó la invitación de su amigo Francisco Ayala para impartir clases en el Departamento de Estudios Hispánicos de la UPR, donde fundó y dirigió el Seminario de Estudios Hispánicos, al que donó su biblioteca personal. Este inquieto intelectual fue, como ya hemos dicho, actor fundamental de esa especial relación cultural entre Puerto Rico y los intelectuales españoles exiliados.
Pero más allá de los intelectuales que son objeto de la exposición de la Biblioteca Nacional, cabría añadir a la lista a muchos otros exiliados artistas y científicos españoles que también fueron acogidos cálida y positivamente en esta Perla del Caribe cuya herencia hispana tanto los atraía.
Desde la llegada de Cristóbal Ruiz, en 1938, hasta la de Eugenio Fernández Granell, en 1950, son varios los artistas que llegan a Puerto Rico, cuya participación favorece un rico ambiente cultural en la isla. En 1943, el rector Benítez segrega la Facultad de Artes y Ciencias para crear la de Humanidades, nombrando como primer decano a un exiliado de la Guerra Civil: Sebastián González García, que ya era profesor de Historia del Arte, desde 1939, en la Universidad de Puerto Rico.
Lo mismo puede decirse del exilio de científicos y médicos que, aunque no muy numeroso, fue muy beneficioso para el desarrollo y progreso de las instituciones académicas y de Puerto Rico. Ellos colaboraron con las instituciones receptoras, tanto científicas como médicas y técnicas, para crear laboratorios y otros centros. Se trata de uno de los exilios menos conocido del éxodo republicano hacia Puerto Rico.
Y es que Puerto Rico no solo era un país que atraía a las mentes más preclaras de la diáspora intelectual española, sino que, por su relación singular con EE UU y el entorno americano, también era una vía de proyección para la ingente actividad cultural de estos intelectuales hacia EE UU y otros países hispánicos del continente americano.
La duración del exilio, la enorme calidad intelectual de sus figuras, su compenetración con la cultura hispanoamericana y las oportunidades que brindaba la singularidad geopolítica de la isla (Estado Libre Asociado de EE UU), hicieron que se forjara un legado cultural compartido que se prolonga en el tiempo hasta nuestros días.
La exposición El exilio intelectual español en Puerto Rico, comisariada por Ernesto Estrella Cózar, es un justo y oportuno tributo a tantos ilustres compatriotas que se vieron forzados a huir de su patria, a la par que una muestra de agradecimiento hacia el país que los acogió y les permitió continuar con sus afanes y fatigas.
Con tal propósito, se exhiben más de un centenar de obras, tanto de las colecciones de la Biblioteca Nacional como de otras instituciones españolas y de Puerto Rico, en un intento –conseguido– de reconstruir el contexto de la historia de ese exilio español y expresar el merecido reconocimiento y gratitud a un país tan generoso.
Tanto que, frente al Museo de la Universidad de Puerto Rico, está enclavado el monumento La bóveda del hombre, un legado al país por parte de un grupo de exiliados. En su pedestal puede leerse la siguiente dedicatoria: “A Puerto Rico. Los españoles que aquí encontraron la libertad perdida”.
DANIEL GUERRERO