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Aureliano Sáinz | Pequeños filósofos

“Abuelo, ¿dónde estaba yo antes de nacer?”. La pregunta que me lanzó mi nieto mientras estábamos jugando me dejó un tanto perplejo, pues no me esperaba que un niño de cinco años se interrogara sobre estas cuestiones que los filósofos dirían que son de corte metafísico, dado que no pueden tener una respuesta verificable.


Me tomé una pausa antes de darle una respuesta, comprendiendo que podía tener distintas direcciones, pues con Abel hablo en serio o bromeo según el momento en el que nos encontremos, aparte de que él entiende las bromas que le gasto, sabiendo distinguirlas de las explicaciones razonadas a su nivel a las que acudo habitualmente.

Por otro lado, quisiera apuntar que sus padres también le dan explicaciones a todas las cosas que pasan por su mente y que se atreve a trasladarlas en forma de interrogantes a los mayores.

También me sorprendió ese deseo de averiguar qué había sido de él antes de que viniera a este mundo, dado que ese tipo de preguntas, según el psicólogo suizo Jean Piaget, aparecen en edades más tardías, alrededor de los 12 años, cuando se ingresa en lo que denominaba "período de las operaciones formales", es decir, cuando se tiene capacidad para elaborar pensamientos más complejos.

De todas formas, creo que el razonamiento infantil, en cierto modo, se ha modificado desde que Piaget Jean llevó adelante sus investigaciones, puesto que el mundo digital en el que nos encontramos ha producido grandes cambios. Y es que, actualmente, los niños pueden acceder a todo tipo de imágenes desde sus primeros años, por lo que ahora ya pueden reconocerse en las fotografías y los vídeos que se les hicieron en sus primeros meses.

Sabiendo que Abel es un crío cargado de imaginación y fantasía, con el que suelo charlar teniendo en cuenta que admira a los superhéroes que pueblan el actual mundo de las imágenes –en el que, según él, mandan Spiderman y Batman– improvisé una respuesta en la línea de la broma que se me ocurrió en aquel momento.

“Creo”, le respondo con cara seria y pensativa, como si estuviera transmitiéndole una confidencialidad, “que tú viniste desde otro planeta en una nave espacial que aterrizó en la Plaza de España de Barcelona, cerca de donde vives, y que te llevaron a casa por la noche, entrando por el balcón que da a la calle… Pero esto no se lo digas a nadie”.

Me miró a la cara y soltó una carcajada, al tiempo que me decía: “Abuelo, eso te lo estás inventando, porque ¿cómo iba yo a venir en una nave espacial y no haberme dado cuenta?”. También me río con él, sabiendo que a partir de ese momento tengo dos opciones: o continúo con una especie de relato que será cada vez más absurdo y surrealista, como hago algunas veces, o voy aceptando que me resulta imposible darle una explicación que le satisfaga a la pregunta que me hizo.

En esta ocasión, opté por la segunda alternativa, recordando la frase que nos dijo un año atrás, y que no se me ha olvidado: “A mí lo que me gusta es pasármelo bien”. Frase que bien encajaría en la filosofía del griego Epicuro, quien sostenía que el sentido de la vida está en el disfrute y en el gozar de las cosas que disponemos.

Creo que esto es también lo que podemos hacer quienes tenemos nietos: disfrutar con ellos de su ingenuidad, de su inocencia y de su fantasía desbordante, pues, en medio de los juegos, podemos recibir algunas preguntas que nos dejan verdaderamente pensativos.

Y es que, aunque suene altisonante, ellos también son pequeños filósofos que se van interrogando acerca de sí mismos y del complejo mundo que les rodea. Preguntas que, a fin de cuentas, los acompañarán a lo largo de la vida, tal como nos acontece a nosotros los adultos.

AURELIANO SÁINZ
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