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Aureliano Sáinz | Mentiras, trampas y redes sociales

Sigo con detenimiento los excelentes artículos que Juan Pablo Bellido viene publicando en este medio sobre las funciones –no declaradas– que ejercen las redes sociales en el mundo actual. A medida que los vamos leyendo asoma el sentimiento de que nos engañan, que hacen trampas con nosotros, que somos unos ingenuos puesto que nos creemos lo que se nos dice en unas redes que casi las reverenciamos como si fueran nuestros propios padres.


Y cuando nos hacemos conscientes de esos engaños nos encontramos tan desolados como el niño que descubre que su madre le ha mentido, tal como recientemente nos aconteció ante un hecho que contemplé en la última visita realizada a Madrid, ciudad a la que acudo con relativa frecuencia dado que mi mujer tiene allí a su familia.

Así, íbamos por una calle peatonal del centro cuando, de pronto, vimos a una madre joven tirando insistentemente del brazo de su hijo pequeño, de unos seis años, quien desconsolado quería deshacerse de la mano que lo atenazaba al tiempo que le decía gritando: “¡¡Mentirosa, que eres una mentirosa!! ¡¡Me has mentido, me has hecho trampas!!”, intercalando estas expresiones con un llanto que encogía el corazón de quienes contemplábamos esta escena.

Lógicamente, no podíamos hacer nada, pues era interferir en algo cuya causa desconocíamos. De todos modos, me hizo pensar en el dolor que supone para un niño saber que su padre o su madre le ha mentido, le ha engañado y no ha cumplido lo que le había prometido con tal de conseguir lo que se proponía.

Comentamos lo sucedido, sintiendo una enorme pena por el pequeño que, roto en sollozos, comprobaba tempranamente que los mayores mienten, engañan y hacen trampas. Sería, posiblemente, el inicio de la toma de conciencia de que la mentira forma parte de la vida.

Este hecho lo tuve muy presente en esos días, de modo que dio lugar a que, en nuestras habituales visitas a las exposiciones y obras de los museos de esta ciudad, me fijara detenidamente en cuadros que mostraban escenas en las que el hacer trampas eran plasmadas en algunos lienzos, tal como observé concretamente en dos de ellos.

El primero, perteneciente al pintor francés Balthus, colgaba en el Museo Thyssen-Bornemisza, que se encuentra frente al Museo del Prado. En él aparecían una niña y un niño jugando a las cartas, de modo que este último le oculta, con aviesas intenciones, la que tiene escondida. De todos modos, hay algo de ingenuidad infantil en esta escena que nos remite a un mundo en el que todavía los niños jugaban directamente unos con otros.


El segundo se encontraba en el Museo del Prado. Pertenecía a uno de los numerosos, sobre tema bíblico o mitológico, en los que se nos muestra que las mentiras, los engaños y las trampas forman parte de la historia de la humanidad. Se trata del que lleva por título Atalanta e Hipómenes, pintado por el italiano Guido Reni (1575-1642), y que hace referencia al mito griego descrito en Metamorfosis del poeta latino Ovidio.

Aunque en otra ocasión ya escribí sobre esta obra, no me importa de nuevo relatar la historia de este mito, pues ejemplifica muy bien cómo a las denominadas ‘fuerzas superiores’, sean dioses del Olimpo o aplicaciones digitales, no les preocupa lo más mínimo engañarnos con todo tipo de artimañas para derrotarnos o manipularnos.

Según se nos cuenta, el padre de Atalanta solo quería tener hijos varones, por lo que al nacer una hija la abandona en el monte Partenio. Para suerte de la pequeña, una osa la cuida y le da de amamantar, hasta que es recogida por unos pastores que se hacen cargo de ella, lo que conduce a que vivir en plena naturaleza y sin estar ligada a ningún hombre serán sus señas de identidad. Con el paso del tiempo, se convierte en una bella y ágil mujer que desea consagrar su vida a Artemisa, diosa de la cacería y de los bosques.

Para mantenerse siempre virgen idea una prueba: solo se casará con el que sea capaz de vencerle en una carrera. La belleza de Atalanta se hace muy popular, por lo que atrae a muchos hombres, pero, cuando saben que pone como condición que en caso de ser derrotados morirán, los hace desistir de competir con tan veloz mujer.

A pesar de ello, un joven llamado Hipómenes queda prendado de su belleza, por lo que decide competir con ella. Pero antes, acude a Afrodita, la diosa del amor de la Grecia clásica, con el fin de que le ayude. Esta le proporciona tres manzanas de oro, para que en la carrera las vaya tirando al suelo con el fin de distraer a su rival en la competición.

Efectivamente, a medida que van corriendo, Hipómenes las va dejando caer para que Atalanta, seducida por el encanto de las manzanas, las vaya recogiendo del suelo. Finalmente, Hipómenes llega el primero a la meta, librándose de la muerte y logrando con trampas que Atalanta tenga que cumplir con su promesa de casamiento.

Han transcurrido siglos desde que los dioses, esos seres mitológicos que portaban también las peores pasiones de los seres humanos, acudían a perversas estrategias para doblegar la voluntad de los infelices mortales. Esos mitos, a fin de cuentas, nos hablaban de los valores y vicios de la sociedad de aquella época, pero que aún continúan en la nuestra.

No nos cabe la menor duda de que el mundo se ha sofisticado tanto que ya no es necesario acudir a invisibles seres poderosos y celestiales para que conozcan nuestras aspiraciones y deseos más ocultos. Ahora tienen nombres y apellidos concretos, sean Bezos, Gates, Musk o Zuckerberg, a los que embobados admiramos como seres grandiosos, los mismos que insistentemente nos invitan a que entremos en sus ‘paraísos tecnológicos’ y le entreguemos todos nuestros datos a cambio de ofrecernos su ‘bisutería digital’ con la que, supuestamente, viviremos en un estado de felicidad perpetua.

AURELIANO SÁINZ
FOTOGRAFÍAS: AURELIANO SÁINZ
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