Mi amigo Juan, para valorar los discursos de los políticos, emplea tres procedimientos que él también aplica a las relaciones cotidianas con sus amigos: se fija en las maneras que cada uno tiene de conversar, de utilizar el humor y de interpretar la música.
Hablando, dice él, se entiende la gente, pero añade que, para hablar, debemos escuchar, pensar y actuar. Por esta razón, sus palabras son respuestas, reflexiones y hechos. Ha llegado a la conclusión de que solo atendemos y entendemos aquellos discursos que responden a nuestras cuestiones personales: esas que afectan a nuestro cuerpo o a nuestro espíritu, a nuestra familia o a nuestros amigos, a nuestro pasado, a nuestro presente y a nuestro futuro inmediato.
Por eso evita aquellos temas que, por estar situados lejos de nuestros intereses, no despiertan interés. Por eso le aburren esas elucubraciones filosóficas que, cuanto más profundas o elevadas pretenden ser, más se alejan de esta tierra árida, de este mar movido y de este cielo amenazante.
La fina ironía de Juan es su forma peculiar de mostrar con amabilidad su disconformidad y de responder con cortesía a aquellas propuestas que contradicen sus propias experiencias. Él está convencido de que los mensajes importantes se transmiten con la expresión del rostro, con los gestos de las manos y con los movimientos de los brazos. Estoy de acuerdo contigo –querido amigo– en que cualquier palabra, como, por ejemplo, “gordo”, “bonito”, “abuelo” o “parienta” puede sonar a piropo o a injuria, dependiendo del tono con el que la pronunciemos.
Por esta razón, Juan evita el tono irritado, las miradas violentas y las muecas crispadas; por esta razón suaviza sus palabras; por eso, quizás, le fastidian tanto los sermones de los sacerdotes, de los maestros, de los profesores y, sobre todo, las fervorosas declaraciones de los políticos, de los periodistas, de los comunicadores y de los demás ciudadanos que, en cualquier profesión, se sienten inflamados por un irresistible celo, se esfuerzan de manera permanente para que todos los demás nos convirtamos a su manera personal de pensar y de vivir. Pero, además, Juan huye sin disimulo de todos aquellos que, con tono vehemente y con rostro crispado, se lamentan de lo mal que va el mundo y de los peligros que, por todas partes, nos acechan.
Hablando, dice él, se entiende la gente, pero añade que, para hablar, debemos escuchar, pensar y actuar. Por esta razón, sus palabras son respuestas, reflexiones y hechos. Ha llegado a la conclusión de que solo atendemos y entendemos aquellos discursos que responden a nuestras cuestiones personales: esas que afectan a nuestro cuerpo o a nuestro espíritu, a nuestra familia o a nuestros amigos, a nuestro pasado, a nuestro presente y a nuestro futuro inmediato.
Por eso evita aquellos temas que, por estar situados lejos de nuestros intereses, no despiertan interés. Por eso le aburren esas elucubraciones filosóficas que, cuanto más profundas o elevadas pretenden ser, más se alejan de esta tierra árida, de este mar movido y de este cielo amenazante.
La fina ironía de Juan es su forma peculiar de mostrar con amabilidad su disconformidad y de responder con cortesía a aquellas propuestas que contradicen sus propias experiencias. Él está convencido de que los mensajes importantes se transmiten con la expresión del rostro, con los gestos de las manos y con los movimientos de los brazos. Estoy de acuerdo contigo –querido amigo– en que cualquier palabra, como, por ejemplo, “gordo”, “bonito”, “abuelo” o “parienta” puede sonar a piropo o a injuria, dependiendo del tono con el que la pronunciemos.
Por esta razón, Juan evita el tono irritado, las miradas violentas y las muecas crispadas; por esta razón suaviza sus palabras; por eso, quizás, le fastidian tanto los sermones de los sacerdotes, de los maestros, de los profesores y, sobre todo, las fervorosas declaraciones de los políticos, de los periodistas, de los comunicadores y de los demás ciudadanos que, en cualquier profesión, se sienten inflamados por un irresistible celo, se esfuerzan de manera permanente para que todos los demás nos convirtamos a su manera personal de pensar y de vivir. Pero, además, Juan huye sin disimulo de todos aquellos que, con tono vehemente y con rostro crispado, se lamentan de lo mal que va el mundo y de los peligros que, por todas partes, nos acechan.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO