Ejercer el periodismo en Huelva puede acarrear pena de cárcel. Es lo que se colige de una sentencia de la Audiencia de aquella provincia que condena a dos años de cárcel e inhabilitación para el ejercicio de su profesión a la periodista encargada de tribunales de un diario onubense por “revelación de secretos” relacionados con el caso del brutal asesinato de Laura Luelmo, una joven maestra que al poco de instalarse en El Campillo fue violada y asesinada por Bernardo Montoya, autor confeso del crimen y agresor reincidente, castigado con prisión permanente en 2018.
Según la sentencia, la periodista obtuvo información del sumario del caso y la difundió a través de los artículos que elaboraba para el periódico en el que trabajaba. Los jueces consideran que algunos de los detalles revelados eran “innecesarios e irrelevantes” para el interés público y afectaban “a la intimidad de la víctima y su familia”. Por tal motivo, no la condenan por atentar contra la intimidad de la víctima o el honor de la familia, sino por “revelación de secretos” contenidos en un sumario que, paradójicamente, no estaba declarado secreto.
En virtud del artículo 197.3 del Código Penal, que castiga la revelación de secretos que vulneren la intimidad de las personas y obtengan esa información de manera ilícita, la periodista va a pagar por un delito que se supone cometen quienes tienen la obligación de guardar o custodiar tales secretos.
Pero, que se sepa, hasta la fecha no se ha hallado ni ha sido condenado ningún juez, funcionario judicial o profesional del Derecho personado en la causa, único personal capaz de filtrar o revelar datos e información de los sumarios que manejan, sean secretos o no.
Por otra parte, en el ordenamiento jurídico español no se contempla el castigo a periodistas por revelar informaciones de sumarios judiciales, ya que, por definición, la justicia es pública y la publicidad de los actos procesales está reconocida por la Constitución.
De hecho, existen sentencias del Tribunal Constitucional que se fundamentan en la conveniencia y la necesidad de que la sociedad sea informada sobre sucesos de relevancia penal, con independencia del sujeto privado o personas afectadas por la noticia. Un derecho a la información que ha de prevalecer cuando los delitos cometidos comportan cierta gravedad o han causado un impacto considerable en la opinión pública. Como es el caso.
Causa estupor, por tanto, que una periodista pueda quebrar el secreto de un sumario que, para colmo de contradicciones, ni siquiera era secreto. O que pudiera extraer la información de manera ilícita por cuanto del sumario, al no ser secreto, cualquier implicado podría habérsela facilitado.
O que lo difundido a través de sus artículos periodísticos pudiera afectar a la intimidad de la víctima o sus familiares cuando se trata de un suceso que ha causado una fuerte conmoción en la sociedad y cuyas pesquisas policiales (la propia Guardia Civil ofreció numerosos detalles en una rueda de prensa), desarrollo sumarial y la práctica de algunas providencias ya habían sido dadas a conocer con anterioridad a lo publicado por la periodista.
¿Quién violó qué secreto entonces? Es práctica habitual del periodismo que alguna fuente hubiese facilitado a la periodista los pormenores del caso que sirvieron para confeccionar los artículos periodísticos. Valerse de “fuentes” es, como digo, un método común no solo en periodismo de tribunales, sino también en cuestiones de política, economía, finanzas, cultura o sociedad.
Y en cualquiera de estos ámbitos, corresponde a la diligencia periodística valorar qué es relevante para la opinión pública, asegurándose antes de nada de comprobar la veracidad, importancia y trascendencia de la información recabada.
Siempre que tenga ese carácter de interés general y se ajuste a la verdad de los hechos, la información prevalece sobre el derecho a la intimidad. En eso consiste, justamente, la función del periodismo: en descubrir y revelar lo que se pretende mantener oculto y es relevante para conocer lo que sucede en realidad. Solo así, con información veraz, contrastada y plural, se conforma una opinión pública fundada.
Y no es ningún juez quien determina qué tiene relevancia pública o no la tiene. Su labor, en todo caso, se circunscribe a ponderar cuál derecho en conflicto ha de prevalecer. Y en este caso, tal ponderación jurídica no se ha efectuado con rigor, pues los magistrados que han instruido el sumario han preferido recurrir al supuesto delito de revelación de secretos para poder condenar a la periodista.
Ello es, precisamente, lo más chocante de esta resolución sin precedentes: el proceso que realiza el tribunal para extraer de los artículos elaborados por la periodista qué información debió omitirse y no hacerse público. En otras palabras, el sumario practica un auténtico acto de censura al estimar, a tenor del criterio de los magistrados, qué información es relevante y cuál no lo es.
Aunque sean datos veraces y legítimamente obtenidos, el juez se arroga la facultad, como en tiempos pretéritos, de establecer lo que el ciudadano puede conocer o ignorar sobre hechos que le incumben como miembro de una sociedad democrática al que le asiste el derecho a estar informado.
Si el contenido de un reportaje sobre un asunto judicial no aborda las declaraciones contradictorias del acusado, omite la existencia de pruebas inculpatorias, elude los datos aportados por la autopsia que corroboran la violencia del crimen y no detalla las diversas providencias practicadas para esclarecer, sin lugar a dudas, la autoría del delito, el resultado será cualquier cosa menos un trabajo de información periodística.
Si eso es lo que esperaban los magistrados que condenaron a la periodista, no se entiende tampoco cuál es su conocimiento del periodismo de tribunales. Máxime cuando esos artículos, objetos de censura por la Audiencia de Huelva, habían sido premiados por la Asociación de la Prensa de Huelva y por la Diputación onubense.
Y aunque es obvio que no siempre se practica una buena praxis en la labor periodística, fundamentalmente en la prensa que alimenta el amarillismo y el espectáculo, la deontología profesional de la inmensa mayoría de los periodistas sabe distinguir qué es relevante y pertinente de cualquier información que caiga en sus manos.
Otra cosa es la judicialización de la labor periodística como método espurio para evitar u obstaculizar sus pesquisas en pos de cualquier información de interés general, tanto judicial como empresarial, política, deportiva o social.
La sentencia de Huelva no es la primera imputación a un periodista, pero sí la primera condena basada en la revelación de secretos que, por su gravedad, extiende entre los periodistas la sensación cautelar de la autocensura. Lo que es aún más peligroso para una sociedad informada.
Los jueces no pueden encarnar una nueva inquisición para el periodismo responsable, riguroso y veraz, por lo que esta sentencia deberá ser recurrida y archivada en la instancia que corresponda. Entre otras cosas porque en su resolución ningún párrafo responde quién violó qué secreto.
Según la sentencia, la periodista obtuvo información del sumario del caso y la difundió a través de los artículos que elaboraba para el periódico en el que trabajaba. Los jueces consideran que algunos de los detalles revelados eran “innecesarios e irrelevantes” para el interés público y afectaban “a la intimidad de la víctima y su familia”. Por tal motivo, no la condenan por atentar contra la intimidad de la víctima o el honor de la familia, sino por “revelación de secretos” contenidos en un sumario que, paradójicamente, no estaba declarado secreto.
En virtud del artículo 197.3 del Código Penal, que castiga la revelación de secretos que vulneren la intimidad de las personas y obtengan esa información de manera ilícita, la periodista va a pagar por un delito que se supone cometen quienes tienen la obligación de guardar o custodiar tales secretos.
Pero, que se sepa, hasta la fecha no se ha hallado ni ha sido condenado ningún juez, funcionario judicial o profesional del Derecho personado en la causa, único personal capaz de filtrar o revelar datos e información de los sumarios que manejan, sean secretos o no.
Por otra parte, en el ordenamiento jurídico español no se contempla el castigo a periodistas por revelar informaciones de sumarios judiciales, ya que, por definición, la justicia es pública y la publicidad de los actos procesales está reconocida por la Constitución.
De hecho, existen sentencias del Tribunal Constitucional que se fundamentan en la conveniencia y la necesidad de que la sociedad sea informada sobre sucesos de relevancia penal, con independencia del sujeto privado o personas afectadas por la noticia. Un derecho a la información que ha de prevalecer cuando los delitos cometidos comportan cierta gravedad o han causado un impacto considerable en la opinión pública. Como es el caso.
Causa estupor, por tanto, que una periodista pueda quebrar el secreto de un sumario que, para colmo de contradicciones, ni siquiera era secreto. O que pudiera extraer la información de manera ilícita por cuanto del sumario, al no ser secreto, cualquier implicado podría habérsela facilitado.
O que lo difundido a través de sus artículos periodísticos pudiera afectar a la intimidad de la víctima o sus familiares cuando se trata de un suceso que ha causado una fuerte conmoción en la sociedad y cuyas pesquisas policiales (la propia Guardia Civil ofreció numerosos detalles en una rueda de prensa), desarrollo sumarial y la práctica de algunas providencias ya habían sido dadas a conocer con anterioridad a lo publicado por la periodista.
¿Quién violó qué secreto entonces? Es práctica habitual del periodismo que alguna fuente hubiese facilitado a la periodista los pormenores del caso que sirvieron para confeccionar los artículos periodísticos. Valerse de “fuentes” es, como digo, un método común no solo en periodismo de tribunales, sino también en cuestiones de política, economía, finanzas, cultura o sociedad.
Y en cualquiera de estos ámbitos, corresponde a la diligencia periodística valorar qué es relevante para la opinión pública, asegurándose antes de nada de comprobar la veracidad, importancia y trascendencia de la información recabada.
Siempre que tenga ese carácter de interés general y se ajuste a la verdad de los hechos, la información prevalece sobre el derecho a la intimidad. En eso consiste, justamente, la función del periodismo: en descubrir y revelar lo que se pretende mantener oculto y es relevante para conocer lo que sucede en realidad. Solo así, con información veraz, contrastada y plural, se conforma una opinión pública fundada.
Y no es ningún juez quien determina qué tiene relevancia pública o no la tiene. Su labor, en todo caso, se circunscribe a ponderar cuál derecho en conflicto ha de prevalecer. Y en este caso, tal ponderación jurídica no se ha efectuado con rigor, pues los magistrados que han instruido el sumario han preferido recurrir al supuesto delito de revelación de secretos para poder condenar a la periodista.
Ello es, precisamente, lo más chocante de esta resolución sin precedentes: el proceso que realiza el tribunal para extraer de los artículos elaborados por la periodista qué información debió omitirse y no hacerse público. En otras palabras, el sumario practica un auténtico acto de censura al estimar, a tenor del criterio de los magistrados, qué información es relevante y cuál no lo es.
Aunque sean datos veraces y legítimamente obtenidos, el juez se arroga la facultad, como en tiempos pretéritos, de establecer lo que el ciudadano puede conocer o ignorar sobre hechos que le incumben como miembro de una sociedad democrática al que le asiste el derecho a estar informado.
Si el contenido de un reportaje sobre un asunto judicial no aborda las declaraciones contradictorias del acusado, omite la existencia de pruebas inculpatorias, elude los datos aportados por la autopsia que corroboran la violencia del crimen y no detalla las diversas providencias practicadas para esclarecer, sin lugar a dudas, la autoría del delito, el resultado será cualquier cosa menos un trabajo de información periodística.
Si eso es lo que esperaban los magistrados que condenaron a la periodista, no se entiende tampoco cuál es su conocimiento del periodismo de tribunales. Máxime cuando esos artículos, objetos de censura por la Audiencia de Huelva, habían sido premiados por la Asociación de la Prensa de Huelva y por la Diputación onubense.
Y aunque es obvio que no siempre se practica una buena praxis en la labor periodística, fundamentalmente en la prensa que alimenta el amarillismo y el espectáculo, la deontología profesional de la inmensa mayoría de los periodistas sabe distinguir qué es relevante y pertinente de cualquier información que caiga en sus manos.
Otra cosa es la judicialización de la labor periodística como método espurio para evitar u obstaculizar sus pesquisas en pos de cualquier información de interés general, tanto judicial como empresarial, política, deportiva o social.
La sentencia de Huelva no es la primera imputación a un periodista, pero sí la primera condena basada en la revelación de secretos que, por su gravedad, extiende entre los periodistas la sensación cautelar de la autocensura. Lo que es aún más peligroso para una sociedad informada.
Los jueces no pueden encarnar una nueva inquisición para el periodismo responsable, riguroso y veraz, por lo que esta sentencia deberá ser recurrida y archivada en la instancia que corresponda. Entre otras cosas porque en su resolución ningún párrafo responde quién violó qué secreto.
DANIEL GUERRERO