Estoy sentado en mi escritorio frente al ordenador. Escribo esta columna mientras que escucho en bucle la Sonata para órgano nº4 en E menor, BWV 528 de Johann Sebastian Bach, interpretado por Manuel Tomadin. Una melodía que calma y eleva el espíritu. Giro la mirada hacia la ventana. Un árbol me espía mientras que el viento y las urracas mecen sus ramas acicaladas con su propio verde.
Al pie de una grúa de obra veo pasar a varias personas. Personas que, quizá, buscan amar y ser amadas. Bien pensado, el amor es la única droga con la que no se puede traficar. No te la pueden traer a tu puerta, por mucho que fantasees con la cartera o el butanero.
Quizá, el amor es el único sentimiento que queda incompleto si no se comparte. Por eso, en tiempos de egoísmos y narcisismos, somos más incapaces que nunca de hacer y/o recibir esas inversiones de riesgo, a fondo perdido, que tanto idealizan los poetas y los curas.
Veo pasar a personas que, con toda seguridad, buscan ser felices. Sin embargo, la aspiración a un estado tan efímero me parece ya un deseo lejano. Creo que todos nos conformaríamos con alcanzar cierta serenidad. Empiezo a entender el gran don que supone ser capaz de aceptar lo que no se puede cambiar, tener la energía y el valor para cambiar lo que sí, y gozar de la sabiduría necesaria para poder distinguir entre ambos casos.
Sin embargo, como decía el gran Antonio Gala –que en paz descanse el sabio–, la serenidad requiere sentir que, aunque minúsculo y confuso, estás en tu sitio, como la tesela de un mosaico. ¿Quién puede decir hoy en día que siente tal cosa? ¿Lo pueden decir esas criaturas que, desde mi ventana, veo tan descolocadas como yo mismo?
Estas cuestiones me planteo mientras que me descubro ajeno a mi columna. Vuelvo la mirada a la pantalla del ordenador y me pregunto, como Karmelo G. Iribarren, qué hago mirando la lluvia, si no llueve.
Haereticus dixit
Al pie de una grúa de obra veo pasar a varias personas. Personas que, quizá, buscan amar y ser amadas. Bien pensado, el amor es la única droga con la que no se puede traficar. No te la pueden traer a tu puerta, por mucho que fantasees con la cartera o el butanero.
Quizá, el amor es el único sentimiento que queda incompleto si no se comparte. Por eso, en tiempos de egoísmos y narcisismos, somos más incapaces que nunca de hacer y/o recibir esas inversiones de riesgo, a fondo perdido, que tanto idealizan los poetas y los curas.
Veo pasar a personas que, con toda seguridad, buscan ser felices. Sin embargo, la aspiración a un estado tan efímero me parece ya un deseo lejano. Creo que todos nos conformaríamos con alcanzar cierta serenidad. Empiezo a entender el gran don que supone ser capaz de aceptar lo que no se puede cambiar, tener la energía y el valor para cambiar lo que sí, y gozar de la sabiduría necesaria para poder distinguir entre ambos casos.
Sin embargo, como decía el gran Antonio Gala –que en paz descanse el sabio–, la serenidad requiere sentir que, aunque minúsculo y confuso, estás en tu sitio, como la tesela de un mosaico. ¿Quién puede decir hoy en día que siente tal cosa? ¿Lo pueden decir esas criaturas que, desde mi ventana, veo tan descolocadas como yo mismo?
Estas cuestiones me planteo mientras que me descubro ajeno a mi columna. Vuelvo la mirada a la pantalla del ordenador y me pregunto, como Karmelo G. Iribarren, qué hago mirando la lluvia, si no llueve.
Haereticus dixit
RAFAEL SOTO