Philipp Eduard Fugger (1546-1618) estaba acostumbrado a recibir un número ingente de cartas en su oficina de Augsburgo. Su familia había sido una de las precursoras del capitalismo en Europa y había financiado las políticas de la casa Habsburgo desde los tiempos de Carlos V. Aunque los Fugger –o Fúcar en castellano castizo– habían perdido mucha capacidad económica a causa de tanta bancarrota hispánica, seguían siendo respetados en toda Europa.
Los Fugger tenían toda una red de corresponsales que ofrecían información de diversa naturaleza desde las grandes ciudades europeas: Roma, Madrid, París, Sevilla, Praga, Constantinopla… Los Fugger necesitaban información actualizada y, en muchas ocasiones, confidencial para la consecución de sus objetivos comerciales y financieros: posibles bancarrotas, intentos de asesinato, epidemias… los temas que más podían afectar a sus negocios o que fueran relevantes. Noticias que, en no pocas ocasiones, acababan siendo difundidas a través de la imprenta.
Una de estas cartas conservadas le llega a Philip desde Roma con fecha de 1 de junio de 1596. Es un billete breve que hace referencia a una información inexacta o, si se prefiere, descuidada, pero cierta. Así, el corresponsal informa de que, como consecuencia del aumento de libros “heréticos”, las autoridades papales habían elaborado un índice para recogerlos. La finalidad era que la publicación de estos libros fuera prohibida “definitivamente”.
Como ya hemos dicho, es una información inexacta. En realidad, el agente informa de una actualización del Index Librorum Prohibitorum (disponible aquí), que fue publicado por primera vez en 1559. Es una cuestión que viene de lejos, pues el papado se da cuenta ya a finales del siglo XV de que hay que regular la imprenta para evitar la difusión del pensamiento herético o, dicho de otro modo, de las ideas que atacaban o ponían en duda el pensamiento único impuesto desde los púlpitos.
Llama la atención que, hace justo 427 años, alguien decidió que las novedades vinculadas con la censura papal estaban a la altura de un intento de asesinato a Enrique IV de Francia o de una epidemia de peste en Constantinopla. Sin duda, tenía impacto en el negocio editorial, así como en el mundo de la discusión teológica. Sin embargo, mi interpretación personal va algo más allá: este tipo de noticias también sirve para coger el pulso a una época.
La década de 1590 se caracterizó por un empeoramiento de la economía en casi toda una Europa arrasada por la guerra. Felipe II lograba aguantar el tipo en varios frentes, pero el agotamiento continental era evidente. Hubo un aumento de la producción impresa y, de hecho, asistimos a una explosión informativa.
Como curiosidad, quisiera señalar que el monarca español, martillo de herejes, sí que disfrutó de algunos de esos libros prohibidos en su biblioteca de El Escorial. No era él un borrego al uso y, pese a su innegable catolicismo, siempre usó a las instituciones eclesiásticas en su beneficio. Las cosas del poder.
Quisiera pensar que, más allá de la prohibición de libros –el Index Librorum Prohibitorum había sufrido varias actualizaciones hasta entonces–, el corresponsal se diera cuenta de que esta nueva versión del índice era el síntoma de una época tan enferma como el anciano Rey Prudente. Porque, cuanto mayor es la situación de crisis y agotamiento, mayor es la agresividad de los que intentan imponer un pensamiento único.
En aquel mes de junio de 1596, con mucha probabilidad, el buen Fugger comprendió que las autoridades eclesiásticas estaban nerviosas y haría cálculos para aprovecharse de ello. Entonces era más fácil, claro. Los jueces de la moral tenían el detalle de llevar sotana.
Haereticus dixit
Los Fugger tenían toda una red de corresponsales que ofrecían información de diversa naturaleza desde las grandes ciudades europeas: Roma, Madrid, París, Sevilla, Praga, Constantinopla… Los Fugger necesitaban información actualizada y, en muchas ocasiones, confidencial para la consecución de sus objetivos comerciales y financieros: posibles bancarrotas, intentos de asesinato, epidemias… los temas que más podían afectar a sus negocios o que fueran relevantes. Noticias que, en no pocas ocasiones, acababan siendo difundidas a través de la imprenta.
Una de estas cartas conservadas le llega a Philip desde Roma con fecha de 1 de junio de 1596. Es un billete breve que hace referencia a una información inexacta o, si se prefiere, descuidada, pero cierta. Así, el corresponsal informa de que, como consecuencia del aumento de libros “heréticos”, las autoridades papales habían elaborado un índice para recogerlos. La finalidad era que la publicación de estos libros fuera prohibida “definitivamente”.
Como ya hemos dicho, es una información inexacta. En realidad, el agente informa de una actualización del Index Librorum Prohibitorum (disponible aquí), que fue publicado por primera vez en 1559. Es una cuestión que viene de lejos, pues el papado se da cuenta ya a finales del siglo XV de que hay que regular la imprenta para evitar la difusión del pensamiento herético o, dicho de otro modo, de las ideas que atacaban o ponían en duda el pensamiento único impuesto desde los púlpitos.
Llama la atención que, hace justo 427 años, alguien decidió que las novedades vinculadas con la censura papal estaban a la altura de un intento de asesinato a Enrique IV de Francia o de una epidemia de peste en Constantinopla. Sin duda, tenía impacto en el negocio editorial, así como en el mundo de la discusión teológica. Sin embargo, mi interpretación personal va algo más allá: este tipo de noticias también sirve para coger el pulso a una época.
La década de 1590 se caracterizó por un empeoramiento de la economía en casi toda una Europa arrasada por la guerra. Felipe II lograba aguantar el tipo en varios frentes, pero el agotamiento continental era evidente. Hubo un aumento de la producción impresa y, de hecho, asistimos a una explosión informativa.
Como curiosidad, quisiera señalar que el monarca español, martillo de herejes, sí que disfrutó de algunos de esos libros prohibidos en su biblioteca de El Escorial. No era él un borrego al uso y, pese a su innegable catolicismo, siempre usó a las instituciones eclesiásticas en su beneficio. Las cosas del poder.
Quisiera pensar que, más allá de la prohibición de libros –el Index Librorum Prohibitorum había sufrido varias actualizaciones hasta entonces–, el corresponsal se diera cuenta de que esta nueva versión del índice era el síntoma de una época tan enferma como el anciano Rey Prudente. Porque, cuanto mayor es la situación de crisis y agotamiento, mayor es la agresividad de los que intentan imponer un pensamiento único.
En aquel mes de junio de 1596, con mucha probabilidad, el buen Fugger comprendió que las autoridades eclesiásticas estaban nerviosas y haría cálculos para aprovecharse de ello. Entonces era más fácil, claro. Los jueces de la moral tenían el detalle de llevar sotana.
Haereticus dixit
RAFAEL SOTO