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Daniel Guerrero | Perder para aprender

Las elecciones locales y autonómicas del pasado mes de mayo han supuesto una derrota sin paliativos para el Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos en particular y, en general, para el conjunto de la izquierda. Entre otras cosas, porque es más fácil perder que ganar, aunque los datos macroeconómicos de los que podía presumir la coalición gubernamental eran –y son– realmente impresionantes. Y las medidas sociales impulsadas, que ampliaban derechos y aumentaban prestaciones y otras ayudas, también eran indiscutibles. ¿Qué pasó entonces?


Pues, precisamente, que de eso no se trataba. No se estaban eligiendo cuestiones de política nacional, sino local y territorial. Y de ellas no se discutió ni se valoró nada o muy poco. No se cuestionaban las pensiones, sino las residencias de ancianos y las guarderías; no se discernía sobre el déficit público, sino de movilidad urbana y planes de viviendas protegidas.

Tampoco se examinaba la política exterior de España, sino la capacidad de municipios y comunidades para atraer recursos y fomentar el establecimiento de empresas locales que creasen empleo. Incluso no se validaba la gestión de las crisis sanitaria y energéticas últimas, sino simplemente las carencias que hacen de los centros de salud y los ambulatorios un motivo de queja permanente para sus usuarios y los propios profesionales. Por no hablar, no se habló ni se confrontó ningún programa de política municipal o autonómica que pudiera convenir a los vecinos.

En estas elecciones, lo que se ventilaba era la política local, la más cotidiana y cercana a los ciudadanos, y la regional, la que vertebra los distintos territorios para que participen y compartan de manera solidaria del progreso del país y de la gestión de la riqueza nacional que entre todos se genera.

Pero de ello no se habló. Se prefirió plantear estas elecciones como un plebiscito previo a las generales, previstas para finales de año. Por eso se habló de Bildu y los terroristas; de “compra” de votos y presuntos amaños electorales; de racismo y xenofobia; de partidos ilegítimos y de Vox como peligros para la democracia.

También se habló de bulos y fake news que interesaban a la derecha y que se empeñó en propalar como solo ella sabe. Por ello, se perdieron las elecciones para la izquierda y se han adelantado las generales para cuanto antes, en julio próximo, como un remedio inmediato que pueda resarcir de la derrota.

Las últimas elecciones las perdió la izquierda y las ganó la derecha. Sobre todo, ganó el PP, que recuperó a sus votantes idos a Ciudadanos, al que dejaron sin representación en alcaldías y cámaras autonómicas. Y también ganó Vox, las siglas de la extrema derecha que sigue acumulando poder para decidir en los gobiernos de municipios y comunidades.

Nunca es fácil ganar, pero a la derecha no le fue difícil hacerlo, esta vez, porque solo tenía que dejar que la izquierda perdiera ella sola, con su sopa de letras y sus trifulcas nominativas. Con todo, la manera más fácil de perder es quedándose en casa y desentendiéndose de todo.

Los votantes de izquierda, en su conjunto, no se han sentido involucrados en estos comicios, en parte, por lo descrito más arriba. Salvo los del PSOE, partido que mantiene el mismo porcentaje de votos que obtuvo en las elecciones generales de 2019.

Pero los que preferían a las formaciones del ala izquierda del PSOE (Podemos, Izquierda Unida, Más País, Compromís, Comunes...) han comprometido, con su abstención, no solo la existencia de sus formaciones, sino la constitución de gobiernos de izquierda en pueblos y comunidades y, lo que es más grave, la continuidad del Ejecutivo de España.

Las luchas entre ellas, más tácticas que ideológicas, y los desencuentros frecuentes entre los socios de la coalición gubernamental han sido determinantes para esta indiscutible derrota de la izquierda en su conjunto. Si a ello se añade el cambio de ciclo que se está extendiendo por todo el continente a favor de partidos conservadores apoyados por populistas de extrema derecha, se podría explicar y hasta prevenir lo que ha sucedido en España. Pero nadie, ninguna encuesta ni ningún experto tertuliano, lo previó en las magnitudes con que se ha producido.

Solo queda aprender de la derrota para no cometer los mismos o semejantes errores. De ahí la apuesta –sumamente arriesgada– del presidente del Gobierno, de adelantar a julio las elecciones generales, con la intención de impedir que la derecha pueda afrontarlas con los instrumentos institucionales de los poderes locales y regionales que acaba de conquistar.

Y para que las formaciones a la izquierda del PSOE decidan concentrar sus fuerzas en la plataforma Sumar, que promueve su líder, Yolanda Díaz, vicepresidenta del Gobierno y ministra de Trabajo. Ello no exime al propio PSOE de presentarse como partido de mayorías dispuesto a ganar, movilizando aun más a su electorado socialista y centrista, y no contentándose con resultados previos.

Se busca, también, obligar al PP, partido vencedor de las últimas elecciones, a clarificar sus alianzas. Es decir, evidenciar si está dispuesto a gobernar con el ariete de la extrema derecha de Vox, como ya ha hecho en Castilla y León, o busca pactos con partidos nacionalistas, allí donde su falta de mayoría absoluta lo requiera.

Si estos efectos perseguidos con adelanto electoral se materializan, es decir, si Sumar logra integrar a la izquierda del PSOE en un proyecto unitario y el PP no tiene más remedio que visibilizar y admitir su abrazo con la extrema derecha, es posible que la pérdida actual no sea completa y permita la continuidad de un Gobierno progresista en la nación.

Siempre y cuando, ante el vértigo de una derrota aún mayor, los votantes se sientan impelidos inexcusablemente a acudir a las urnas. No es imposible, pero es sumamente difícil, aunque sea julio, haga calor y muchos disfruten de vacaciones. El reto es mayúsculo y digno de estudio.

DANIEL GUERRERO
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