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Daniel Guerrero | Lo que está en juego en las elecciones (I)

Todas las elecciones son importantes porque permiten que los ciudadanos elijan a quienes los van a representar en su municipio, autonomía o país por un período estipulado de tiempo. No es baladí, por tanto, que los gobernados escojan cada cuatro años a los que van a gobernar en su nombre en los distintos niveles de la Administración.


Solo por eso es imprescindible votar, aunque sintamos cierta desconfianza, frustración e, incluso, rechazo por algunos elegidos o las siglas con que se presentan. Ello sucede cuando percibimos que a quienes votamos no han sabido o podido responder a la confianza depositada o han incumplido las promesas e iniciativas prometidas.

Y es que, a veces, cuesta comprender que no siempre es posible materializar un programa electoral en su totalidad, debido a múltiples circunstancias, tanto propias como ajenas, e incluso a coyunturas nacionales o internacionales.

Tal cúmulo de condicionantes es lo que obliga a definir la política como el arte de lo posible, no de lo seguro. Desde esa perspectiva es como ha de valorarse la gestión de cualquier gobernante, siempre condicionada por el contexto y las circunstancias.

Y las que han rodeado al actual Gobierno han sido sumamente extraordinarias. Basta con recordarlas: una pandemia sanitaria que ha motivado el confinamiento de la población y una vacunación generalizada en sucesivas dosis hasta lograr una inmunización total; la erupción persistente de un volcán que casi sepulta en cenizas a toda una isla canaria; una impensable guerra en Europa y la consiguiente crisis energética e inflacionaria por el veto al gas del país invasor (Rusia) que ha encarecido el gas, los carburantes, la electricidad y hasta el precio de los alimentos hasta cotas insoportables . ¿Es posible lidiar con todo ello a la vez y aplicar un programa elaborado para un contexto más “normal”? Cuanto menos, habría que estimar el esfuerzo antes de cuestionar los resultados.

En cualquier caso, el desinterés y la desconfianza no deberían impedir ejercer un derecho de vital importancia en democracia: votar. Es el único instrumento de control sobre los gobernantes que disponemos los ciudadanos. Tanto es así que los electores son los que determinan la calidad del sistema democrático y su idoneidad para abordar los problemas de toda colectividad plural como es la sociedad española.

Porque no ejercer ese derecho supondría dejarnos vencer por la irresponsabilidad. Y tal desafección provoca anomia social, cuya mayor “virtud” es dejarnos en manos de unos pocos, de una minoría que, con su voto, determina el signo y las políticas a desarrollar por culpa del abandono o abstención de la mayoría social convocada a urnas.

Es lo que tiene la democracia: no satisface completamente a nadie, es bastante aburrida y parece un sistema ineficaz para los impacientes que prefieren soluciones tajantes, inmediatas y simples para los innumerables problemas complejos que amenazan a toda sociedad moderna, formada por grupos o colectivos desiguales y hasta opuestos en sus intereses. No hay, por tanto, que caer en el desánimo o la desidia como gustaría a quienes se quejan o intentan disuadir a los demás de que, en política, “todos son iguales”. Y ello no es así.

No todos los políticos son iguales ni todos los partidos y su ideario comparten el mismo fin. No niego que existan personajes que sólo busquen una mejora laboral o social en lo público que no consiguen, o para la que no están preparados, en lo privado.

Pero son, proporcionalmente, escasos y solo “trepan”, con su ambición y engaños, hasta niveles bajos y de menor repercusión pública, salvo esas “rara avis” excepcionales que todos conocemos. A los líderes y dirigentes de las formaciones políticas los impulsan otras motivaciones porque aspiran a implantar el modelo socioeconómico que propugnan sus ideologías.

¡Ojo!: siguen existiendo las ideologías, aunque algunos lleven anunciando su ocaso desde hace décadas. De ahí que los políticos no sean todos iguales ni se limiten a ser meros administradores o gestores de la “res pública”. Votar, por consiguiente, es la única forma, la palanca más formidable para escoger a nuestros gobernantes en función de nuestras preferencias o conveniencias.

Pero se trata, tampoco hay que negarlo, de una decisión difícil que exige un mínimo de conocimiento y coherencia. Conocimiento sobre lo que representa y persigue cada gobernante, y coherencia con nuestras necesidades, intereses y aspiraciones.

Sobre todo ello decidimos en las próximas elecciones generales, en las que, como en ningunas otras, nos jugamos no pocas conquistas que, como ciudadanos, creemos aseguradas, irrenunciables e inamovibles. Sin embargo, pueden ser puestas en cuestión y, llegado el caso, hasta ser eliminadas o recortadas si no atendemos al ideario del partido al que votamos.

Saber lo que queremos o conviene, como electores, nos enfrenta a una elección que ha de ser fruto del criterio basado en la razón objetiva, alejada en lo posible de todo impulso emocional, y acorde a nuestras convicciones. Como haríamos si nos enfrentásemos a un grave problema de salud: escoger al médico con experiencia contrastada y no a un curandero que, por muchos “milagros” que sus crédulos publiciten a través de las redes sociales, no deja de ser un charlatán y una estafa. En ambas decisiones, tanto para que nos extirpen un tumor como para disponer de educación pública, intentaremos escoger a los que merezcan, por su experiencia y prestigio, nuestra mayor confianza y credibilidad.

Porque votar no es un juego, sino algo muy serio y trascendental para todos, en el que ni todos los políticos son iguales, ni todos los partidos, cuando llegan al poder, implementan las políticas que convienen a nuestros intereses como ciudadanos, seamos o no asalariados, estudiantes, pensionistas, autónomos, agricultores, ganaderos, profesionales, empresarios, mujeres, parados, financieros, inversores, investigadores o cualesquiera actividad que desempeñemos. En todos influye, de una forma u otra, la política que implemente quien gobierne. Y por ello estamos comprometidos.

De ahí que en estas elecciones confluyan tantas cuestiones relevantes que afectarán a nuestra vida cotidiana, pero de las que no nos explicitan apenas nada o, si lo hacen, sólo muy superficialmente. Empecemos por las que, a mi juicio, provocan mayor rechazo social: las coaliciones o alianzas que permiten a una minoría mayoritaria poder gobernar.

Solo dos partidos pueden necesitar alianzas gubernamentales, a causa de nuestro sistema electoral y político: el Partido Popular (conservador) y el PSOE (socialdemócrata) son los que, desde la restauración de la democracia, se han alternado en el poder en los últimos 41 años.

Dada la fragmentación parlamentaria, con formaciones a derecha e izquierda de estos dos grandes partidos, parece improbable que alguno de ellos pueda obtener la mayoría absoluta que le permita gobernar en solitario, como antaño. Precisarán de acuerdos y hasta de coaliciones de gobierno, como la que tuvo de articular el PSOE con Podemos, en la última legislatura, sumando apoyos parlamentarios de otras fuerzas nacionalistas e independentistas.

O como las que está formando el PP con Vox (extrema derecha) en Autonomías y ciudades para disponer de esa mayoría que posibilita gobernar. ¿Son legítimas estas alianzas? Por supuesto que sí, aunque chillen tanto los de un lado como del otro cada vez que se vislumbra tal posibilidad.

Al PP le parece impresentable que el PSOE se alíe, entre otros, con BIldu (independentista vasco) y al PSOE le escandaliza que el PP haga lo mismo con Vox. Ambos potenciales aliados son partidos radicales que comportan “peligros” de diferente naturaleza, del mismo modo que sus “pedigrí” democráticos son distintos. Y eso es lo que no nos aclaran y de lo que hablaremos en otra entrega.

DANIEL GUERRERO
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