Ya habíamos hablado, en una ocasión anterior, del lenguaje como peculiaridad exclusiva del ser humano. Nos referíamos entonces, naturalmente, al lenguaje articulado de signos del que derivan todas las lenguas que han sido y son para que los seres humanos se comuniquen entre sí, a partir del primer gruñido que rasgó, de súbito, las entrañas oscuras de una caverna en tiempos prehistóricos.
Se tardaría poco, en términos históricos, desde aquel momento para que una infinidad de lenguas se extendiera a través del mundo habitado por el más sapiens de los homínidos: el ser humano. Todas esas lenguas han ido evolucionando hasta conformar un complejo y simbólico sistema de significantes y significados que posibilitan a quienes los utilizan articular lo que sienten, piensan o desean, sin apenas margen para el error y los malentendidos.
Es más, tal sistema ha permitido lograr, incluso, que lo que expresado primero oralmente se conserve y perdure, trascendiendo el espacio y el tiempo, gracias a su trascripción dibujada o escrita en paredes de cuevas, en piedras, en tablillas de barro o madera, en pieles de animales y, finalmente, en papiro o papel. Así, podemos “oír” lo expresado por otros en cualquier lugar y época.
Este último, el papel tan denostado hoy en día, ha sido y es el soporte que ha posibilitado transportar o trasmitir las palabras y, con ellas, el conocimiento por todo el ancho mundo durante cientos de años. Como dejó escrito Carlos Fortea en Un papel en el mundo (Trama editorial, 2023), el papel ha sido el eje de la libertad.
Con su apogeo gracias a la imprenta y hasta con el desprecio que le dispensa internet, el papel ha saciado como ningún otro soporte la necesidad de comunicar del ser humano, de entenderse con otros y trasladarle sus pensamientos, emociones o sentimientos.
Comunicar para comprenderse, para comprender a los demás y comprender cuanto le rodea. Pero, sobre todo, para no sentirse solo, incomprendido y vulnerable. Todo ello es posible gracias al lenguaje, a cada una de las lenguas que los pueblos han heredado de sus ancestros y que permiten obrar tal milagro comunicativo y social que caracteriza a la Humanidad entera.
Y, entre ellas, nuestra lengua, una de las más importantes: la hablan más de 500 millones de personas en el mundo. Pero, como todas, ha sufrido a lo largo del tiempo una continua evolución –desde su origen como una forma de hablar el latín hasta la actualidad– que imposibilita que un hablante actual de español pueda entender lo escrito en la misma lengua de centurias pasadas.
Entre otras cosas, porque el español, que empezó siendo el castellano de Castilla y, en el siglo XVI, el castellano de España para acabar siendo el español que se habla en el mundo, es una lengua viva que continuamente evoluciona según dictaminan los cambios lingüísticos que imponen los hablantes. Porque son ellos, los hablantes, los dueños de la lengua y los que hacen que esta pueda cambiar, crecer, generar palabras y arrinconar otras, según su voluntad o modo de usarla.
Y, cómo no, algo también pertenece al esfuerzo de otros muchos enamorados de la lengua que se preocuparon por asentar y cuidar aquel viejo dialecto romance a lo largo de su historia, protagonizando hitos relevantes para su conservación y fortalecimiento.
Como el que hizo el rey Alfonso X el Sabio, allá por el siglo XIII, cuando apoyó decididamente la escritura en castellano de textos científicos, legislativos y administrativos, fomentando el rescate de los clásicos en las escuelas de traductores de Toledo y Tarazona.
O el de aquellos anónimos hablantes que, durante el período conocido como el Siglo de Oro en literatura, hicieron desaparecer sonidos medievales y engendraron otros que estabilizaron o resolvieron procesos lingüísticos, al tiempo que la lengua española se extendía a través de América, Filipinas y la expansión imperial europea.
Y los que motivaron e impulsaron la fundación, en el siglo XVIII, de la Real Academia Española, con la que se intenta por primera vez, desde arriba y no por los hablantes, establecer normas del español y regular su uso, posibilitando que cualquier hablante pueda consultar la etimología y significado de cada palabra, acudiendo a su obra más emblemática e indispensable: el Diccionario.
Es indudable, pues, que el castellano tiene una larga, fecunda y entretenida historia que los filólogos no paran de estudiar e investigar para comprender por qué hablamos como hablamos, usamos los términos y frases que solemos y pronunciamos y escribimos como lo hacemos.
Y es que tenemos una lengua muy muy larga, como precisamente titula su libro Lola Pons, catedrática de Lengua Española en la Universidad de Sevilla e infatigable divulgadora de la historia de la lengua en nuestro país. En esa obra, amena pero en absoluto carente de rigor, Pons explica con erudición y frescura mucho más de lo apuntado aquí, a través de más de cien relatos sobre el pasado y el presente de nuestra lengua.
Y lo hace mediante brevísimas historias que nos cuentan los sonidos que se escuchaban antes y las letras con que se plasmaban; las palabras que constituían esos sonidos y las estructuras en que esas palabras se combinaban en otro tiempo. Es decir, nos explica los fonemas, el léxico y la morfosintaxis del idioma sin que nos percatemos de ello a causa de la amenidad de los relatos.
Cualquiera que se haya detenido a pensar que ya no habla como sus padres ni tampoco como lo hacen sus hijos, que advierte el acento distinto de otro hablante o que le llama la atención las palabras diferentes o sinónimos peculiares que usa otro, incluso cualquier hablante pasivo de nuestra lengua, se sentirá fascinado y podrá disfrutar del conocimiento que sobre el español le aporta el libro Una lengua muy muy larga.
Una obra entretenida y sumamente recomendable en estos tiempos en que, como escribió Luis Vives, “no se puede hablar ni callar sin peligro”. Pero que, puestos a hacer lo uno o lo otro, procuremos hacerlo con propiedad, sabiendo lo que decimos o callamos.
Se tardaría poco, en términos históricos, desde aquel momento para que una infinidad de lenguas se extendiera a través del mundo habitado por el más sapiens de los homínidos: el ser humano. Todas esas lenguas han ido evolucionando hasta conformar un complejo y simbólico sistema de significantes y significados que posibilitan a quienes los utilizan articular lo que sienten, piensan o desean, sin apenas margen para el error y los malentendidos.
Es más, tal sistema ha permitido lograr, incluso, que lo que expresado primero oralmente se conserve y perdure, trascendiendo el espacio y el tiempo, gracias a su trascripción dibujada o escrita en paredes de cuevas, en piedras, en tablillas de barro o madera, en pieles de animales y, finalmente, en papiro o papel. Así, podemos “oír” lo expresado por otros en cualquier lugar y época.
Este último, el papel tan denostado hoy en día, ha sido y es el soporte que ha posibilitado transportar o trasmitir las palabras y, con ellas, el conocimiento por todo el ancho mundo durante cientos de años. Como dejó escrito Carlos Fortea en Un papel en el mundo (Trama editorial, 2023), el papel ha sido el eje de la libertad.
Con su apogeo gracias a la imprenta y hasta con el desprecio que le dispensa internet, el papel ha saciado como ningún otro soporte la necesidad de comunicar del ser humano, de entenderse con otros y trasladarle sus pensamientos, emociones o sentimientos.
Comunicar para comprenderse, para comprender a los demás y comprender cuanto le rodea. Pero, sobre todo, para no sentirse solo, incomprendido y vulnerable. Todo ello es posible gracias al lenguaje, a cada una de las lenguas que los pueblos han heredado de sus ancestros y que permiten obrar tal milagro comunicativo y social que caracteriza a la Humanidad entera.
Y, entre ellas, nuestra lengua, una de las más importantes: la hablan más de 500 millones de personas en el mundo. Pero, como todas, ha sufrido a lo largo del tiempo una continua evolución –desde su origen como una forma de hablar el latín hasta la actualidad– que imposibilita que un hablante actual de español pueda entender lo escrito en la misma lengua de centurias pasadas.
Entre otras cosas, porque el español, que empezó siendo el castellano de Castilla y, en el siglo XVI, el castellano de España para acabar siendo el español que se habla en el mundo, es una lengua viva que continuamente evoluciona según dictaminan los cambios lingüísticos que imponen los hablantes. Porque son ellos, los hablantes, los dueños de la lengua y los que hacen que esta pueda cambiar, crecer, generar palabras y arrinconar otras, según su voluntad o modo de usarla.
Y, cómo no, algo también pertenece al esfuerzo de otros muchos enamorados de la lengua que se preocuparon por asentar y cuidar aquel viejo dialecto romance a lo largo de su historia, protagonizando hitos relevantes para su conservación y fortalecimiento.
Como el que hizo el rey Alfonso X el Sabio, allá por el siglo XIII, cuando apoyó decididamente la escritura en castellano de textos científicos, legislativos y administrativos, fomentando el rescate de los clásicos en las escuelas de traductores de Toledo y Tarazona.
O el de aquellos anónimos hablantes que, durante el período conocido como el Siglo de Oro en literatura, hicieron desaparecer sonidos medievales y engendraron otros que estabilizaron o resolvieron procesos lingüísticos, al tiempo que la lengua española se extendía a través de América, Filipinas y la expansión imperial europea.
Y los que motivaron e impulsaron la fundación, en el siglo XVIII, de la Real Academia Española, con la que se intenta por primera vez, desde arriba y no por los hablantes, establecer normas del español y regular su uso, posibilitando que cualquier hablante pueda consultar la etimología y significado de cada palabra, acudiendo a su obra más emblemática e indispensable: el Diccionario.
Es indudable, pues, que el castellano tiene una larga, fecunda y entretenida historia que los filólogos no paran de estudiar e investigar para comprender por qué hablamos como hablamos, usamos los términos y frases que solemos y pronunciamos y escribimos como lo hacemos.
Y es que tenemos una lengua muy muy larga, como precisamente titula su libro Lola Pons, catedrática de Lengua Española en la Universidad de Sevilla e infatigable divulgadora de la historia de la lengua en nuestro país. En esa obra, amena pero en absoluto carente de rigor, Pons explica con erudición y frescura mucho más de lo apuntado aquí, a través de más de cien relatos sobre el pasado y el presente de nuestra lengua.
Y lo hace mediante brevísimas historias que nos cuentan los sonidos que se escuchaban antes y las letras con que se plasmaban; las palabras que constituían esos sonidos y las estructuras en que esas palabras se combinaban en otro tiempo. Es decir, nos explica los fonemas, el léxico y la morfosintaxis del idioma sin que nos percatemos de ello a causa de la amenidad de los relatos.
Cualquiera que se haya detenido a pensar que ya no habla como sus padres ni tampoco como lo hacen sus hijos, que advierte el acento distinto de otro hablante o que le llama la atención las palabras diferentes o sinónimos peculiares que usa otro, incluso cualquier hablante pasivo de nuestra lengua, se sentirá fascinado y podrá disfrutar del conocimiento que sobre el español le aporta el libro Una lengua muy muy larga.
Una obra entretenida y sumamente recomendable en estos tiempos en que, como escribió Luis Vives, “no se puede hablar ni callar sin peligro”. Pero que, puestos a hacer lo uno o lo otro, procuremos hacerlo con propiedad, sabiendo lo que decimos o callamos.
DANIEL GUERRERO