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Rafael Soto | Mundanal ruido

Observo una pseudoacacia desde la ventana de mi estudio. Rondan las once de la mañana y, aunque trabajo en el turno de tarde, lo cierto es que ya llevo bastante adelantado: tareas domésticas, lecturas, etcétera. Ya hace meses que el árbol se engalanó con hojas verdes y con racimos de flores de color crema. En este entorno, una pareja de urracas instaló su nido, cuya construcción tuve el privilegio de contemplar desde la distancia.


Rama en pico, las aves montaron su vivienda sin que se les pidiera tasa alguna. Por su parte, las tórtolas engulleron las flores con la misma voracidad con la que la tierra absorbe el agua brindada por el cielo. Por suerte, la naturaleza no entiende de impuestos indirectos, y los animales pueden disfrutar de este ecosistema urbano, sí, pero donde la vida sabe abrirse paso sin miedo a Hacienda.

Reconozco que asomarme a la ventana era una oportunidad de reposo, que derramaba sobre mi memoria, siempre frágil, los manidos versos de Fray Luis de León: “Vivir quiero conmigo, / gozar quiero del bien que debo al cielo, / a solas sin testigo / libre de amor, de celo, / de odio, de esperanzas, de recelo”.

La naturaleza siguió su curso en el nido, regalando al mundo nuevas aves que, quizá, acaben recorriendo la ciudad para recordarnos que no podemos vivir ajenos a la vida. Las hojas del árbol disfrutan del sol de las mañanas y las flores han compartido el destino de todo lo bello, que es desaparecer sin dejar rastro.

Por desgracia, un alcalde ha decidido montarme una obra a pocos metros del árbol. Un espacio público que, si no fuera por un accidente en Semana Santa, hubiera estado listo para antes de las elecciones. Y como buen político postmoderno –llamémoslo así, por no llamarlo de otra manera–, ni siquiera hoy sabe explicar para qué va a servir este lugar, más allá de un par de balbuceos preparados por su gabinete de comunicación. Hasta los sábados llegaron a trabajar los obreros…

Cada vez tengo menos pájaros a la vista y el ruido ha llegado a afectar a los nervios de algún vecino, que ha gritado desde su ventana a unos señores que no tienen culpa ni posibilidad alguna de escucharlos con tanta maquinaria en marcha.

Me esfuerzo en mantener la serenidad. No es un día demasiado ruidoso, dentro de lo que cabe. Escribo en mi cuaderno de notas mientras que, detrás de la ventana, el árbol me observa agazapado. Con el bolígrafo azul en la mano, busco alguna cita ingeniosa para lamentar mi paz frustrada. Sin embargo, no hay Bukowski para tanto hijo de puta suelto. Así que me conformo con una queja mediocre y sigo escribiendo unas reflexiones que, quizá, nunca lleguen a nadie. Y mejor que así sea.

Haereticus dixit

RAFAEL SOTO
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