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Francisco Sierra | Generación Silver

Todo cambio epocal implica una transformación de las formas de vida y la experiencia, cambios en la subjetividad y en la vivencia de eso que Raymond Williams denominaba "estructura del sentimiento". La de nuestro tiempo, la del amor líquido, afecta en especial a la generación Silver, la llamada baby boom o, para algunos, la Generación Meetic.


El nombre, como es lógico, es lo de menos. No somos del gremio académico nominalista. Líbreme yo, además, de defender toda marca o compañía de las big tech en la era del capitalismo de plataformas. Ponga, en fin, el lector el nombre que tenga a bien convenir.

Lo que importa, a todos los efectos, para el caso que nos ocupa, en este tiempo de zozobra o de sexo fluido, es cómo hacer posible lo social, de qué forma se sostienen los vínculos, si es que este deseo es razonablemente viable en las turbulencias impuestas por el turbocapitalismo de la era digital.

Dice la letra de una samba que "la vida es el arte del encuentro" y he aquí que el personal anda en los últimos tiempos disperso y disgregado, con el deseo sin brújula, orientación ni sentido. En su último libro traducido al español, el filósofo italiano Diego Fusaro plantea en El nuevo orden erótico las disfunciones sentimentales de un capitalismo depredador que amenaza toda convivencia.

La propia idea de fratria, de solidaridad y cooperación, por exigencias de una circulación acelerada de mercancías, símbolos y sujetos intercambiables se torna cuasi imposible. Pues la lógica de valorización por desposesión nos despoja de nuestro propio entorno familiar, de la propia idea de intimidad, necesitado por su naturaleza de amores fugaces, sujetos libertinos, nómadas, migrantes, acelerados, sin habitus, deshabituados, sin raíces, encadenados al movimiento perpetuo, como una cinta porno interminable, siempre en acción.

Más allá de las simples críticas de rojipardismo que se suelen atribuir al autor desde la llamada izquierda wok, una lectura de este ensayo exige cuando menos una reflexión serena sobre el erotismo, la disputa del sentido común sobre el amor y la familia, a modo de vindicación, en tiempos de libre comercio.

Más aún cuando la Generación Z asume acríticamente, a veces de forma antagónicamente inconsciente, la imposibilidad de toda relación estable, condicionado como está por un mercado laboral que proyecta narrativas y vidas precarias, formas intermitentes de subsistencia que limitan una visión a medio y largo plazo de las trayectorias personales.

La naturaleza volátil, nómada de los amores y placeres por vivir son, en cierto modo, un trasunto de las condiciones de producción. El problema de ello es que afecta de forma determinante la reproducción misma, incluida la educación, con la imposibilidad de ecologías de vida diseñadas en común.

Cabría plantear en este sentido un contrapunto o una mirada más integral cuando se critica el amor romántico en función de una suerte de algofobia, que en el fondo no es otra cosa que el rechazo pragmático de todo compromiso, la asunción del presente infinito, inmersos como estamos en los avatares de un capitalismo a la deriva en el que no cabe la épica, mucho menos el duelo, la entrega o la pena, de acuerdo al guión prescrito de la disneylandización de las emociones, el amor de consumo rápido e indeleble, en forma de serie o capítulos de corta duración.

Ahora, esta lógica cultural, como podrá colegir el lector, no está exenta de consecuencias nefastas y dolorosas para el sujeto, empezando por la epifanía del propio duelo que se quiere eludir. Una de ellas, diríase que la principal, es la falta de equilibrio, o el desorden y crisis afectiva que se extienden en nuestro tiempo como epidemia social.

En la era de la posdemocracia, los tratamientos psicológicos se multiplican y la salud mental se convierte en un problema de estado en tiempos de silencio y soledad. Al tiempo el mercado del amor tiende, como sector económico, a cotizar al alza: sea en forma de libro de autoayuda, de redes sociales de contacto, incluidas las antiguas agencias matrimoniales, o en los modelos premodernos de las caravanas, los speed dating y cruceros de relación.

Todo vale para cubrir el agujero negro o el vacío existencial del modo de producción dominante que acompañan las relaciones efímeras que se disuelven en el aire como parte de las formas extensivas de la fábrica social característica de un capitalismo depredador que mercantiliza hasta las fantasías de lo íntimo o privado a condición, claro está, de pasar primero por caja, que es tanto como aceptar la conculcación del principio de autonomía, la vulneración de los propios derechos, y asumir, por activa, como con las cookies, la renuncia a todo compromiso con la primera persona del plural.

Así anda el personal, extraviado. Normal en un mundo en el que todo es "pos", pero sin trama ni relato creíble; una vida hipotecada en forma de discurso de la resiliencia que no es sino el envase de una marca de pornofarmacopolítica porque, en este mundo happy, no cabe la tristeza ni la melancolía, no es bien recibida la trascendencia ni la heroica entrega.

Nuestra era es un tiempo sin Antígona. Solo comedia y relaciones esporádicas. Cosas de la vida eventual que impone una forma de eugenesia, productiva y reproductiva, convertidos como estamos en una máquina eficiente siempre, dispuesta a acumular el máximo capital erótico, en tanto que objetos disponibles no para sí sino ensimismados, en función del momento del intercambio.

De modo que, paradójicamente, el placer convierte la complacencia en autoindulgencia, el deseo y la pasión en pura visión, y la experiencia del erotismo en un tipo de narcisismo 2.0 sin futuro, esperanza, ni proyección, más allá de la efímera promesa de un match, de un encuentro que, en realidad, es puro desencuentro como corresponde a una sociabilidad envanecida propia de la cultura de la vanidad banal o vulgar de pasiones tristes más que alegres.

Amor empaquetado de nulos o superficiales sentimientos, amor líquido, en palabras de Bauman, que en la era de Meetic o Tinder reemplaza el azar por el cálculo del algoritmo y el materialismo del encuentro por la programación calculada de los indicadores de compatibilidad: una suerte, según Badiou, de domesticación del amor.

Así que a fuerza de vida artificial y artificiosa nos hemos transformado en mascotas virtuales, una figura patizamba que nos retrotrae a la gloriosa década neoliberal sin tanto brillo ni oropel, sin voluntad ni espíritu, solo simples tamagotchis o complementos de ocasión, a la espera de un uso fugaz y reactivo de nuestros cuerpos y nuestro deseo en función del circuito de retroalimentación y la infinita cadena de intercambios.

Bienvenidos, en fin, al desierto de lo real, al imperio del individualismo posesivo en el que el amor libre es pura figuración imaginaria, un encadenamiento sin sabor a ti ni pasión, reducido a la burda forma mercantil del eterno retorno y el libre flujo.

Nada que ver con la libertad sexual pues, en la raíz de estas lógicas o manifestaciones del eros, no se encuentra el deseo sino la renuncia a toda entrega libidinal radical, el miedo en el fondo al amor y el compromiso que es otra cosa bien distinta a la forma burguesa de la racionalidad instrumental, hoy prácticamente universalizada por exigencias de la producción.

La cuestión es si es posible amar sin pasión o vivir sin voluntad de vincularnos con alguien más allá del presente perpetuo de la pura contingencia. Los rockeros románticos de la Generación Silver pensamos que no. Somos conscientes de que no hay futuro posible sin fraternidad ni cooperación, pero los relatos dominantes cuentan una historia que, básicamente, afirman lo contrario y anulan toda narrativa en común.

Lo hacen, hasta la saciedad y el hartazgo, desde una visión no libertaria sino básicamente liberal y reaccionaria, por feminista que parezca tal vindicación, pues como toda democracia la libertad es correlacional, implica una cuestión de límites y acuerdos, de autodeterminación colectiva, no de ficcionalización a lo Robinson Crusoe. Es hora, pues, de pensar y definir cómo podemos construir otra forma de relacionarnos, sin enredos ni plataformas. La vida nos va en ello. Créanme.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO
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