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Antonio López Hidalgo | Otoño

El otoño anticipa siempre sueños denostados y su paso amasa sensaciones que creíamos almacenadas en otro ámbito donde la memoria no suele merodear con inconfesables intenciones. Es éste un tiempo de despropósitos y de propuestas acumuladas que siempre identificamos como nuevas pero que nos persiguen a cada instante sin que seamos conscientes de que ya son parte nuestra identidad.


Los días de estío quedan atrás como si pertenecieran a otra existencia que nunca habitamos. Esa luz portentosa de las mañanas de verano y esa aire liviano que todo lo transforma. Las tardes de lluvia inesperada que traen un remanso de paz a nuestra mirada.

El mar está en calma. Es un colchón de agua, pensará alguien. O una alfombra de transparencias sinuosas, dirá otro. Buscamos el mar porque en su presencia poderosa extraviamos más esperanzas de las que logramos contabilizar en las noches de insomnio.

Después siempre queda esa sensación inacabada de los excesos premeditados. El verano se despide siempre a la francesa, sin un adiós que confirme un posterior encuentro. Viene el otoño laminando los días de una luz lánguida y con un presupuesto ajustado a estos tiempos de austeridad que despreciamos.

Las calles cobran un ritmo inhabitual que el verano nos hizo olvidar y la vendimia es ya una estación de nuestras vidas que apenas apercibimos en el tráfico urbano. El olor a mosto en el ambiente y el asfalto pegajoso de nuestra adolescencia apenas son perceptibles por nuestros sentidos. Hay ahora otra vida que apenas se parece a aquellos otros años en que creíamos que era posible el cambio y que el cambio siempre sería el vino de otras fiestas por inaugurar.

Pero el verano siempre deja víctimas en los andenes y a su paso, como quien no quiere, miramos de soslayo aquellos sueños desvencijados que nos hacían felices de uno a otro verano. Ahora, sin embargo, observamos el almanaque con los días tachados y son esos grafismos los que anuncian un otoño fabricado con dudas solventes y sin proyectos concretos que nos ayuden a olvidar los paisajes vivos de agosto.

El otoño siempre trae en su mochila las tareas inacabadas de ayer y las horas por vencer al tiempo que se nos escapa, como si fuese un globo lleno de aire pronto a reventar.

Este tiempo es otra vuelta de tuerca a un horizonte que nunca acabamos de dibujar con precisión y cuyos contornos se van diluyendo con las horas que no logramos controlar en nuestras manos, pájaros de vuelo inseguro que nos persiguen sin sueños y sin insinuaciones. Como si así fuese posible llenar la vida que nos tiene sumidos en otra vida que no alcanzamos a conquistar.

Queremos ahora más que nunca entender que el aire es un presente intoxicado de sinrazón, que las volutas del destino son escamas de un pez invisible que navega todos los vientos y que en estos huracanes improvisados que voltean nuestros esqueletos es posible construir los deseos más descabellados y romper las fronteras más infranqueables.

El verano siempre deja esa sensación vacía que no se puede acumular en tanto trecho por andar cuando apenas hemos salido de casa y andado varias manzanas. El mapa de nuestra existencia es tan impreciso como la hora que viviremos en seguida, y en ese breve lapso de tiempo caben más vivencias descorazonadoras que las que esconden las páginas de muchos libros.

Quiero ahora que es otoño reducir los días a las horas de luz, desprenderme de las noches como quien se quita corbata y la cuelga hasta la próxima fiesta, y esperar otro verano lleno de luz que espero próximo para mirar el mar cara a cara, a veces alborotado y otras plano como un papel, desconcertado siempre con su presencia grande y su olor de graves insinuaciones.

Miro el mar desde la ventana y la vida me parece más próxima y acogedora. Ya no es verano, pero el mar me hace comprender que la luz que nos habita nos conduce siempre al tiempo que deseamos vivir.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 1 de octubre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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