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Carlos Serrano | El viaje

Todo pierde su sentido racional. La lámpara se abre y se cierra como una flor delicada. El cuerpo, simplemente, fluye. Los colores bailan con los ojos cerrados al ritmo de canciones tribales y vikingas. Un frío viento acuna el cuerpo mecido en el colchón. Aunque el frío y el calor ya son relativos, al igual que el tiempo. Únicamente queda como un concepto, está atado en una maleta que espera en algún andén.


El espejo es un poderoso enemigo que distorsiona la imagen a su infantil capricho. Las más simples figuras geométricas, que adornan los azulejos del baño y de la cocina, toman formas hipnóticas. Te secuestran en una vorágine de colores antes de que puedas darte cuenta.

La resistencia es muy difícil, no inútil. Todo es fruto del juego mental, las distancias tampoco están a salvo. Es complicado hallar un modo de contacto con la realidad. El suelo jamás estuvo tan lejos. Sobre las puertas, figuras deformes de varios colores llevan a cabo la labor de vigía. No dicen ni hacen nada. Su labor es, por lo visto, habitar el gran rectángulo de madera con cristal.

Han pasado varias horas y la música no cesa. El agua se hace indispensable compañera. Una pequeña botella de plástico, bebida a cortos sorbos, es el ancla que mantiene hidratada la travesía. Es imposible enumerar qué ocurre mientras tanto en la calle.

Las farolas están encendidas, afuera hay coches aparcados. Al menos, estaban aparcados sobre las seis de la tarde. Más allá de esa hora, todo es claro y difuso al mismo tiempo. La lectura es inútil, pues las letras realizan un ejercicio de escondite sobre el papel.

Intentar evocarlas en voz alta tampoco es una opción viable. La lengua no está conforme con su trabajo y se atraganta. No tienen sentido alguno los amagos de palabras que salen de la boca. Por este mismo motivo, la escritura también es una ardua tarea.

Y poco a poco, las formas vuelven a sus estancias originales. Se hace nítida la luz del salón. La sombra de la lámpara se identifica fácilmente. Comienzan por el suelo a rodar unos dados. Los jugadores no saben exactamente qué función cumple su acción de tirada. Tampoco qué cifra buscan entre las seis caras. Pero repiten una y otra vez. Lanzan, observan y recogen. Lanzan, observan y recogen. Imposible indicar la cantidad de minutos que ha durado esa extraña partida.

Ahora es el turno del estómago. Hace su aparición con una especie de grito felino. El hambre toma posiciones estratégicas. En la cocina, los víveres están estratégicamente colocados para satisfacer a la bestia. Avanzada la tarde, ya es de noche incluso, los viajantes se reúnen en la mesa situada delante de la nevera. Los primeros mordiscos a la cena son grandes y veloces. Luego, el diálogo va tomando forma y sentido. Se mezcla con silencios utilizados para seguir llenando el estómago.

Van regresando los sonidos reconocibles, el tráfico y los vecinos hablando en el portal son algunos ejemplos. Una vez aplacada el hambre, toca la despedida. No es inmediata. La sobremesa se alarga cerca de una hora y media, aproximadamente.

La mente trata de ofrecer respuestas, separar qué ha sido real, qué ha sido pura fantasía. Unos abrazos y unos besos de despedida dan por finalizada la experiencia. Antes de dormir y apagar las luces, se ha recogido el salón. Un escenario cotidiano se ha visto trasformado de los pies a la cabeza en un ámbito indescriptible.

Los sofás vuelven con sus cojines tras habitar el suelo, los colchones vuelven a sus camas. Es imposible no reflexionar sobre el viaje de Alicia y la persecución del conejo blanco. Quizás, el animal sabía demasiado. Guardaba con sumo cuidado su reloj dorado en un bolsillo. Alicia quería robárselo. El tiempo bien aprovechado sigue siendo el bien más preciado. Da igual el plano de la realidad en el que nos movamos.

CARLOS SERRANO MARTÍN
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