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HG Manuel | La fotografía (XLIII)


Pronto, la mañana del día siguiente, que comenzaba fresca: un airecillo norteño paseaba la ciudad, la dediqué a comprobar que en el informe, a falta de conclusión, recogía debidamente todos mis movimientos, averiguaciones y consideraciones, amén de los detalles, siempre tan importantes. Hasta que recibí la visita de un colega; trabajaba en una agencia «de referencia en el sector» que abarcaba «todas las ramas del Derecho», etcétera. Habíamos colaborado en más de una ocasión y perduraba entre nosotros una buena amistad. Lo convidé a un aguardiente en la pequeña bodega de Cuco, un semisótano con olor a madera podrida, regaliz y mistela, situado en la cresta de una callejuela con ondulación de cuesta. En la tenuidad del local Cuco y su esposa servían vinos y licores de barrica, y allí gustamos el chisme del día –solo accesible a nuestro mundillo de enterados–. Dos senadoras que ignoraban compartir amante, un antiguo y laureado atleta que rodaba por la vida alegre, habían sufrido el despiste de ser citadas por el fenómeno (en plena juerga de «humo y alcohol» con los “colegas”) en un exclusivo restaurante, lugar donde: fatídico momento, el marido de una de ellas (afamado empresario) agasajaba al más estimado entre sus socios.

–¡Y en el centro del comedor se admiraron los cuatro! –las carcajadas de mi colega, y el coro de las mías, soliviantaron la seriedad de la pareja Cuco, a los que salieron y a los que entraban. Luego nos despedimos.

A las doce del mediodía alarmó el timbre de la puerta. Puntualidad exquisita.

–¡Aléjese! –me ordenó doña Elvira–. Soy peligrosa: contagio –y la acometió un ¡achís! por triplicado seguido de tos aguda–. Qué día ha elegido para sacarme a la calle –se lamentó.

Bufanda multicolor plagada de mariposas enrollada en el cuello, entró embozada en la vivienda de Castilla como Carter en la tumba de Tutankamon; con los ojos redonditos muy abiertos y un bordado pañuelito apuñado contra la enrojecida nariz, haldeó frente a la intimidad gris del espejo seguida por mis disculpas, abandonó la bolsa de croché sobre una de las sillas del salón y, entre tos y tos, fue de aquí para allá remirando esto y aquello.

–¿Dónde están esas cajas de las que me habló? –me requería, brazos en jarras, sin más ni más.

La conduje al cuarto, fui abriendo cada una y le entregaba el libro correspondiente. Comenzó a hojearlos, hasta que la llamé al orden y le impuse la lectura de los folios.

Regresamos al salón, me devolvió la brazada de libros –«Los quiero», ordenó o pidió o me informó– y se fue acomodando ante el escritorio para aplicarse con mucho interés; leía despacio y repasaba las líneas, los párrafos, entre tos y tos sofocada por el embozo y el pañuelín; solo le faltó subrayar y tomar notas, cosa que no dudo hizo mentalmente. Volteó el último de los folios y los emparejó, cuidadosa, perfilando unos sobre otros con las palmas de las manos. Se echó hacia atrás, giró el sillón y observó la ventana, el contorno de la habitación y luego a mí; tenía los ojos vidriosos.

–¿Se ha fijado en la fecha que finaliza el escrito? –le pregunté, mientras apilaba mi carga en la silla libre.

–Sí, quince de abril – y me interrogaba con el frunce de las cejas.

–Ustedes hablaron ese día –le recordé.

–¡Ah, sí, qué tonta! –cayó en la cuenta–. ¡Fue la última vez! –volvió la vista hacia la delgada rima de folios y posó la mano sobre ellos con delicadeza.

Repasaba morosa los renglones con los dedos y me acerqué para proponerle que utilizara la cámara de su teléfono con la fotografía que tenía al lado y que previamente le había rogado que ignorara.

–Esta fotografía es…

–Sí, la misma.

Estiró el brazo para mantenerme alejado y se levantó; fue hasta la silla, hurgó en su bolsa y al fin sacó una cajita.

–¡Estoy de propóleos…! –rezongó.

Regresó al escritorio chupando una pastilla y se aplicó con mucha curiosidad. A continuación, le alcancé mi teléfono para que comparara su fotografía con la que había tomado yo.

–¿Ve alguna diferencia? –le pregunté.

–Parecen idénticas –respondió, muy interesada en conocer mi propósito.

Le recogí mi teléfono, seleccioné la foto que me había enviado el profesor Segura y se la mostré.

–Ahora compare la fotografía que usted ha hecho con esta otra.

Ella, con suspirosa paciencia, obedeció.

–Es igual que la suya y la mía, pero mejor encuadrada. ¡Achís! –concluyó.

–Estoy de acuerdo –repuse–. Ahora le voy a explicar lo que estamos haciendo.

–Pues empiece.

–Usted ha tomado una fotografía, la ha comparado con otra que antes he sacado yo y resultan idénticas.

–Así es –me observaba como a un prestidigitador de pega.

–Después, ha comparado su fotografía con la otra que también tengo en mi teléfono. ¿Y…?

–Es la misma, sí. ¿Por qué se repite?

–No, no es la misma. Es la original y me la ha enviado el profesor Segura. También lo he citado aquí.

Me miró sin comprender.

–El amigo del señor Castilla, ya sabe. El autor de las fotos, usted me habló de él.

–¡Ah sí! No sabía que se llamara Segura.

–Creo que nos ayudará. Ahora fíjese bien. Para concluir, compare la fotografía que usted ha hecho con su modelo, la que tiene delante.

Se puso a ello, intrigada, con mucha atención. Giraba la cabeza desde el teléfono a la foto, aguzaba la vista, repetía, y en su rostro perplejo la sorpresa mudaba en incredulidad.

–¡Dios mío! –exclamó–. Pero, si son todas iguales. ¿Cómo es posible…? ¿El profesor previamente no…?

Sonó, largo y repetido, un timbrazo que ya me era familiar.

–Disculpe, es él –informé a la profesora.

No tardo en abrirse la puerta del ascensor y enmarcó a un hombre alto, de pelo espeso y gris, bien cortado, y cuidada barba rizosa, que pisó el rellano y quedó plantado ante mí.

–Señor Segura, soy el detective inoportuno –le tendí la mano.

–Celebro conocerle –respondió al saludo con franqueza–. Y no diga eso, por favor. Usted busca a mi amigo.

Estirado, como si olisqueara un tufillo desagradable, vestía una chaqueta de espiga en tonos paja y verdoso, camisa asalmonada y pantalones de color hierba con abombamiento por las rodillas; calzaba mocasines de color coñac y calcetines amarillos. Le hice pasar, nuestras siluetas se deslizaron por el iris neutro del espejo, y le presenté a doña Elvira.

–Disculpe si no me acerco –le avisó–. Estoy acatarrada.

El paso de avance lo convirtió el profesor en zancada lateral.

–¡Ah!, ya veo. Pues entonces me mantendré alejado, soy muy propenso a las infecciones de las vías respiratorias.

–Mejor me aparto yo. Me quedaré ahí, en ese rincón, castigada –y se llevó consigo un par de toses.

HG MANUEL

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