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Rafael Soto | Elogio a Antonio López Hidalgo

Contemplo una pseudoacacia a través de la ventana de mi estudio. Pronto no le quedará ni una sola hoja pero, en el momento presente, se esfuerza en ofrecer un lienzo de hojas verdosas y amarillentas. Es curioso, pero mi infancia en la Ciudad del Betis no me concede recuerdos de naranjos amarillentos bajo la lluvia.


Sí, es cierto, no es una cuestión relevante. Si bien, admito que la imagen me genera cierta nostalgia. Al fin y al cabo, pocas realidades son tan naturales como que cada lugar y cada objeto tengan su propio comportamiento, así como el paso del tiempo.

Una vez, Antonio López Hidalgo escribió: “Todas las ciudades del mundo se parecen cada vez más, como si los mismos arquitectos, ingenieros y urbanistas hubiesen delineado cada calle, comunicado con puentes las orillas de todos los ríos. En cambio, la naturaleza, aunque también el hombre la ha doblegado a su antojo, mantiene en cada lugar su sello propio”. Y es cierto. Quizá no haya sido la más profunda de las afirmaciones de Antonio. Ofreció reflexiones mucho mejores. Si bien, es difícil negar que aquel gran hombre dejó citas casi para cualquier ocasión.

En Alcalá de Henares, observo con profunda tristeza cómo una lluvia desganada azota las hojas de la pseudoacacia. En estos momentos en los que escribo, Antonio está siendo homenajeado en la Facultad de Comunicación de Sevilla, su hogar académico. Y lo merece.

Montillano universal, académico insigne, maestro de periodistas, hombre de mundo... Se ha dicho ya tanto de él que es difícil ofrecer algo original. Fue un profesor relevante durante mi licenciatura, director de mi Trabajo Fin de Master y codirector de mi Tesis Doctoral. Y, sin embargo, lo que más echo de menos de este maestro son las conversaciones privadas que mantuvimos con una copa o un café en la mano.

Siempre dispuesto a verme cuando visitaba a mi familia en Sevilla, Antonio y yo conversábamos sobre cualquier cosa, y casi siempre en compañía de nuestro querido amigo Carlos Serrano.

Albert Camus, George Orwell, el periodismo y su historia, la política... Hablábamos de cualquier asunto humano con esa pasión que solo reflejan aquellos que aman la vida. Su ingenio parecía infinito, era generoso en su juicio y entrañable en sus escasos defectos. Puedo afirmar que es una de las mejores personas a las que he conocido.

Admito que todavía siento un pinchazo en el estómago cada vez que las redes sociales me sorprenden con una foto suya. Cuando falleció, dejé escrito en mi cuaderno de notas una expresión que he usado en varias ocasiones: “No hay palabras, todas sobran”. Sigo pensando que es imposible escribir o decir algo que esté a la altura de su figura académica, profesional o personal.

Tuve el honor de ser de los últimos en verlo con vida y, por encima de todo, de poder disfrutar de su cariño y sabiduría durante años. Y eso me vale. Sin embargo, veo caer las hojas de la pseudoacacia en Alcalá de Henares, Antonio está siendo homenajeado en la Facultad de Comunicación de Sevilla, y siento que el mundo es un laberinto sin el más mínimo romanticismo.

Sin embargo, me doy cuenta de que debo ser fiel a ese amor a la vida que él me transmitió. Quiero dejar por escrito que volverán a crecerle las hojas al árbol, que los hombres y las mujeres seguirán jugando en los enrevesados callejones de la existencia y que, dentro de unos años, seguiremos encontrando citas de Antonio para todas las ocasiones que se nos presenten. Y, quizá, tal vez ese sea uno de los mayores elogios que le hubiera gustado recibir.

Haereticus dixit

RAFAEL SOTO ESCOBAR
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