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HG Manuel | La fotografía (XXXIV)


–¿Me conocen? –cesó el palmoteo; esto era peor–. Él nunca me presentó amistad alguna. Miento; sí, a la familia de una profesora, una vez, hace mucho tiempo. Cenamos en su casa. Recuerdo a una mujercita sabionda, con un adolescente muy educadito, le reconozco el mérito, ¿eh?, y un marido hogareño que se empeñó en ser amable; pero de cocinar…

–Es usted muy popular –se me derramó el almíbar.

–¡No me diga! –le faltó reírse–. ¡Y él les presume…! –se alborotó, sumamente incrédula.

–En absoluto. Los han visto juntos, nada más.

–¡Sus amigos, no! ¡Imposible!

–No. Aquí.

–Ya me extrañaba. ¿Aquí? ¿En mi ciudad? ¡Qué va! Tan rápidos y amenos y cargaditos de novedades que corren los días; unos limpian a los otros, como a la mancha de mora. Nadie se acuerda de mí –categórica, sin dolor.

–La admiran –lisonjeé–. Estuve en el hotelito donde se suele alojar el señor Castilla –insistí, por ver a dónde me llevaba.

Ella, incrédula, se admiró a su vez de lo que yo afirmaba.

–Ya, ya… Nos vieron… En el hotelito… –¿me tiraría algo a la cabeza? No, le dio la risa–. Nunca tendré suficiente –la risa mudó en ironía–. La salacidad no se extingue, ¡mal pensados!, aunque el objeto del deseo se haya convertido en saco de huesos reumáticos o bese la tierra en paz. Si usted siente curiosidad y quiere verme el culo y las tetas, con su frescura, en sazón, ¡vaya!, dispone de ocho o nueve películas que yo llamo «de media luz» porque hay mucha alcoba.

–Señora, se confunde. Yo… –era cómoda la indiferencia, pero intenté aclarar el malentendido.

–¡Qué yo ni yo! –me cortó–. Los hombres lo necesitan, vienen con esa carencia, y subsanar el remedio… –agitó revolante la mano– siempre le reporta dinero a alguien; si hay tontos, habrá listos. Nadie me engañó, es verdad, ni dijo que con esas películas hechas a toda prisa yo tocaría las almas; pero es seguro que provoqué otra clase de toques… –me miró con sospecha, mientras se esponjaba con toques ligeros su media melena; poseía la actriz, era innegable, el atractivo de la espontaneidad–. Me ilusioné con alcanzar un nombre, reconocimiento suficiente para elegir no ya mis películas, sino qué tipo de cine haría. Nada más peregrino. Además, se le entrega al físico lo que se le niega al talento. Esto lo comprenderá usted muy bien, ¿no?

Lo comprendí, cómo no.

–El espacio que te dejan es tan pequeño, tan miserable, que asfixia –continuó soltando carrete–. Y tienes que huir. Como sea –se acarició las manos–. Yo me refugié en el teatro. Un refugio maravilloso y… precario. ¿Por qué? Las ciudades crecen y los teatros disminuyen. Curioso, ¿no lo ha pensado? Los cines, también; pero la imagen, codificada y descodificada, es como el fiambre: bien conservada se puede consumir a cualquier hora. Te la sirven a domicilio, divinamente. Eso de abandonar el sofá y ponerte de tiros largos para salir, ¡ja! Entonces, ¿qué está mal? –las manos se abrieron para encauzar la pregunta.

Ni intenté responder. Lo hizo ella:

–Solo para empezar, digo que la cultura –aseveró, apuntándome–. A cualquier cosa, un juego o una costumbre, por estúpidos que sean, se le llama cultura, sépalo usted, señor detective. ¡Cuánto bobo! Y la educación, abandonada; un campo de cebollas. ¡Sin ella, la cultura es un imposible! ¿No lo comprenden? Pues no –y admitía incrédula, negando con la cabeza, lo irremediable–. El teatro –palmadita–. El teatro, a mí me dio pausa y modo y vocabulario –esto me lo ofrecía a dos manos–. De pequeñita, yo leía Platero en voz alta, cuidaba la dicción, entonaba, y a mi madre, que tenía un oído estupendo, le encantaba, después vinieron mis estudios de canto y declamación que conjugué con la universidad porque ella, mi previsora madre, avenida cómplice de mi padre, me quería universitaria. Hoy se farfulla, no se acentúa, no se vo-ca-li-za, se atropellan las palabras, que son nuestro pan. Claro, si… si a la urbanidad, es un ejemplo, se la considera retrógrada y con peligro de carcoma, pues… pues… ¿qué va a quedar en pie? En esto, es cierto, coincidí con aquella chica, la profesora, la colega de Pepín. Yo llamo Pepín a quien usted llama señor Castilla. ¡Ah!, disculpe.

Se giró hacia una licorera de caoba, situada al alcance de la mano. Extrajo una botella y dos vasitos de cristal tallado; los fue depositando sobre la bandeja del mueble y sirvió con generosidad.

«Tengo que conducir», me iba a excusar, pero no me dio tiempo.

–Pedro Ximénez, treinta años –me entregó un vaso–. Si me dice que no le gusta, lo pongo a usted en mitad de la calle.

Ni rechisté.

–Es broma –debió notarme el susto–. Le ofrecería algo más fuerte, más varonil, digno de un resuelto detective: güisqui, gimlet, cualquier combinado, pero no tengo, lo siento, estamos en una mercería, ¡por Dios!

Ni comenté.

Bebimos.

Ella paladeó. Yo paladeé. Ella me escrutó. Yo me relamí, en plan tontuelo.

–También hice dos de vaqueros –prosiguió con el currículum–. Siempre me besa un tipo alto y rubio con sombrero stetson lleno de mugre, que masca tabaco y escupe igual que dispara. Soy una actriz muy completa, ya ve. Nadie me felicitó, pero se alegraban de trabajar conmigo. Debió ser por esto –dijo, y se palmeó los muslos–. ¡Ea, ya le hecho el resumen de mi vida artística! –se lo quitó de en medio con un barrido de mano.

El sarcasmo no me movió a la risa, ella tampoco la esperaba. Volvimos al tiento del Pedro Ximénez, y el olor a pasas bajó el sulfuro, empalagó el ambiente y admitió la confidencia.

–Mire, ahí –hice lo que me indicaba–. En ese armarito guardo mis pocas películas, en formatos que ni existen. Se imaginará la ilusión que me hacen –se mofó.

Me fijé en un curioso certificado testimonial, enmarcado y colgado en la pared, en el que el gremio de periodistas especializados en espectáculos consideraba a la actriz, Encarnita Centelles, Diosa Ausente en el Juicio de Paris. Ella captó mi lectura.

–Una gracia de aquellos idiotas –explicó–, salvo uno, un crítico serio, padecía asma y bufaba: alguna maldición por su afilada lengua, tan categórica; él nunca, ni de broma, otorgaría un diploma a quien no hubiera representado a los clásicos, y la pena era que yo, «una actriz con tan buenas cualidades…». ¡Cretino! Lo conservo porque me recuerda que siempre anduve a la expectativa del qué pasará. Y cuando pasó el «qué pasará» me di cuenta de que solo pasa la vida con sus cositas, todas pequeñas. O no; como que ya no sé si queda convento alguno que le interese a una inmobiliaria –aquí me despisté–. Esta reflexión me la despertó sin querer, en plena función, la Inés desabrochada. «Me estoy haciendo mayor, muy mayor si digo la verdad…», decía ella en plan de broma, un error en la intención y en el tonito, siempre dije porque lo pensé, y así se lo tomaba el público. La concluyó después, a modo de no se consuela el que no quiere, un poema de Amado Nervo, En Paz, muy conocido, muy recitado, como yo también lo he hecho sin otra respuesta que la boca abierta de un bobo que no se entera –me miró, acusadora–. Inicia así –unió las manos, elevó el perfil, solemne, bello, y sonó la voz, clara, acompasada, muy limpia–:

Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida
.

Y termina:

¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

Para mí es casi una oración. Porque después del teatro hubo un tiempo, breve, por supuesto, en que me dediqué al recitado poético: otra loquinaria salida a mi desempleo artístico. Ahora me contento con amenizarles las tardes, cuando puedo y me da la gana, a los ancianos de las monjitas. Se admiraría usted de verlas: cosen sus papeles de colores y confeccionan un vestuario precioso, se aprenden los recitados y saben escuchar. Ellos, uno hay que colabora: toca el piano y la bandurria, es la excepción; los otros se dedican a vegetar mientras se apagan. Vamos, acérqueme el vaso.

HG MANUEL

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