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Antonio López Hidalgo | Esos estragos de un instante

Cuándo fue el último día, quién anunció la despedida si ninguno sabía que el final tenía fecha fijada, si ninguno tenía billete de partida y mucho menos pasaje de vuelta. Lo supieron en ese mismo instante inevitable, ese instante en que los tragos y los estragos amenazan sin titubeos. Era un día cualquiera con sus horarios preestablecidos, su monotonía de mañana limpia y frágil, con su lentitud de piedra inamovible.


Nada había en el ambiente que delatara una conspiración contra los sentidos, no había ni una sinuosa sospecha de que sus ojos ya miraban hacia la otra vía del tren. Ella lo supo en ese mismo instante. Se trataba solo de una décima de segundo, de una porción de tiempo incontable, intangible a simple vista, pero que escondía toda una secuencia de aconteceres posibles.

Ella no dijo nada, porque ignoraba que cuando los ojos han dejado de mirar ya llevan tiempo observando otro paisaje y que cuando las manos no buscan las tuyas es porque ya llevan tiempo abrazando otro cuerpo y que cuando esperas una llamada telefónica que no suena es porque la palabra se apagó muchas madrugadas atrás.

Ella no lo sabía. Lo intuía, por supuesto, porque la intuición es la sospecha certera de la catástrofe. Después, sin que ella se dé cuenta del paso del tiempo, todo se confirma en un instante. Se trata de un momento intrascendente en el que nada sucede pero en el que todo puede ocurrir. Ocurre, por supuesto, también con la fortuna, pero sobre todo con el infortunio. Uno lo adivina antes de que acontezca y, cuando se materializa, ya es tarde para rebobinar los días masticados de la vida.

Cualquiera se puede equivocar, pero más que nadie incurren en este error aquellos que no dejan un lugar a la duda, que no abren el abanico a los vientos encontrados del azar. En ocasiones, nadie es culpable y nadie es la víctima. Solo se abre la ventana y por allá a lo lejos entra un aire fresco que anuncia un día azul.

Ella no sabía nada de cuanto le iba a ocurrir pero cuando el viento comenzó a soplar los cabellos le dejaron el rostro desnudo y para ella fue como un espejo que se apagó en ese mismo instante. Ella no sabe si fue un segundo o tal vez menos, pero se vio reflejada en otro cuerpo y postergada en un tiempo futuro que no reconoció como propio. En cualquier caso, era ella. Lo sabía, y no dudó en aceptar los estragos del instante y las secuelas de su desconsuelo.

Después lo vio a él como a un desconocido viviendo una vida que no le cuadraba. Hasta que lo recordó joven y lo identificó como el hombre que siempre quiso ser: liviano, discreto, invisible. Lo vio cruzar la casa de esquina a esquina sin hacer ruido, sin manchar las baldosas con sus botas embarradas de montar, lo vio abrir la cerradura sin llave y cerrar la puerta como quien atraviesa las paredes de un sepulcro.

Apenas le sobró tiempo para confirmar que desde hacía mucho tiempo había construido otra vida ajena a la suya y que, aunque estaba a su lado, en realidad navegaba por otros mares y conquistaba otras arenas.

Más tarde volvió a mirarse en el espejo y vio su belleza intacta de mujer madura, su felicidad compacta de no haberla usado, se buscó las arrugas que no había y las posibilidades prematuras de los desencantos desflorecidos. Pero solo halló un rostro deshabitado, una mirada huida, unas manos que nunca apretaron sus manos y, sobre todo, la certeza de que ya era tarde para decirle cuanto había callado hasta entonces.

Se recostó en el sofá compartido de sus soledades efervescentes y descubrió media vida trastocada por los estragos del amor, pero en realidad se trataba de media vida vivida sin amor, y eso la perdió en el desasosiego. Le quedaba todavía otra media vida para usar a su antojo, pero ya era tarde para arrastrar tantos años inútiles y sin uso. Podía más la propia inercia del miedo que los vendavales inmisericordes de una pasión mancillada.

Ella ya no podía componer media vida con proyectos legítimos cuando tanto pesaban las ilusiones marchitas. Se sentó a la mesa para cenar, sola, como tantas noches, pero ahora con la clarividencia aterradora de que así sería para siempre. Antes rompió el espejo y quiso pensar que no era bella y que la belleza que su imagen le ofrecía sólo eran rastrojos del pasado.

Sabía que se equivocaba, pero tanta tierra quemada es mucha tierra para cruzarla de nuevo en otra dirección. De pronto dejó de pensar en él. No sabe cómo sucedió. Después se tocó la prolongación de los párpados y percibió en sus dedos las primeras huellas de una vejez enamorada y atenazadora.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 7 de febrero de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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