Montilla Digital se hace eco en su Buzón del Lector de un artículo del escritor y académico José Antonio Ponferrada sobre su tía Carmela Ponferrada Gómez. Si desea participar en esta sección, puede enviar un correo electrónico a la Redacción del periódico exponiendo su queja, comentario, sugerencia o relato. Si quiere, puede acompañar su mensaje de alguna fotografía.
Carmela y Marcos, con sus sobrinos.
Mi tía Carmela Ponferrada Gómez es parte principalísima en la fundación de mi alegría, infantil y juvenil. Fue la mayor de las hermanas de mi padre (Lola, María Luisa): nació y se crio, como todos ellos, en la industriosa calle Córdoba, que con un ojo miraba el trajín de las curtidurías y con el otro el frescor de los huertos a la oración. Y Solano en su centro, niño huertano que en nuestra calle conserva, para siempre, la beatitud de su infancia: santo chiquito, como de barrio castizo (Santico), parece un San Fermín navarro…
Como primer sobrino de la casa que fui (y ella la mayor de las hermanas, aún soltera en aquel momento), Carmen Ponferrada, mi tía Carmela, siempre me tomó bajo su cuidado. Eran los años cincuenta. Igual que su hermano Pepe, ayudó en el estanco de la Administración; pero su principal ocupación fue la costura primorosa, en casa, con la que acabó trasladándose al gran Madrid de los sesenta.
Siempre conservó su limpia habla andaluza, sin afectaciones ni titubeos, con la riqueza de vocabulario y sintaxis perfecta del mejor castellano meridional. Allí permaneció casi hasta el final de su larga vida (lo que, como se expresa en Índices de libros de José Ponferrada Gómez y Apuntes biográficos, es “el sino de nuestra familia”).
De aquellos años es la preciosa evocación que hace mi hermana Isabel en La casa alterada, un delicioso relato familiar con la boda de nuestra tía como “inspiración y motivo”:
“La tía Carmela se ganaba la vida cosiendo para la calle. Ella siempre tenía abalorios, cosas brillantes, objetos inciertos y deslumbrantes que nos regalaba a los niños cuando volvía de Madrid en sus vacaciones. Entonces sabíamos que teníamos una cita ineludible e ilusionante. La tía Carmela nos recibía en la habitación de arriba, donde todo adquiría otro color que la parte inferior de la casa nunca tuvo. Allí, entre costuras, nos acogía nuestra tía, que venía de Madrid y que no estaba casada ni le hacía ninguna falta”.
Y se casó, hacia 1970, con Marcos Jaso, un navarro en Madrid, trabajador en las oficinas de una empresa dedicada a lo que hoy llamamos logística: la del también navarro Ramón Iruretagoyena. Aún recuerdo el ajetreo, la enorme variedad de mercancías, en el patio de operaciones de su sede madrileña, mientras esperábamos que Marcos bajara a vernos con su amplia sonrisa.
Tengo para mí que del mundo variopinto del almacén debió proceder su gusto por ese paraíso de la cacharrería y la almoneda, tan madrileño, tan ramoniano, que desde Embajadores a La Latina recorre el espinazo del viejo Madrid con un estremecimiento de gusto castizo y dominguero. El Rastro, señoras y señores. Afición que, por cierto, supo comunicar a su esposa y sobrinos.
Como buen navarrico (su apellido está en los escritos de don Julio Caro Baroja) no le fueron ajenos los libros de José María Iribarren, ni los discos de jota navarra (“Faico y Josefina”). Gran aficionado al ajedrez, en Montilla se encontraba a su gusto, entre las partidas del casino y el Café 1900, o las del torneo de la vendimia.
Según creo, en sus años jóvenes participó en la producción de aquellas películas que, con Samuel Bronston y los Estudios Chamartín, Orson Wells o Sara Montiel, marcaron una época de oro del cine en España. De ahí la colección de fotografías, autógrafos, facturas impagadas de aquellos monstruos que, de tarde en tarde, Marcos exponía a nuestros asombrados ojos.
El piso en Vicálvaro de Carmela y Marcos, de Marcos y Carmela, como luego el apartamento veraniego de El Palo, en Málaga, vinieron a ser como destacamentos de Ponfelandia en el exterior, muy especialmente para los niños de la familia. Si no tuvieron hijos propios, su cariño, como su hogar, lo repartieron generosamente entre la docena larga de los de Pepe, Manolín, María Luisa y Tomás (que, en realidad, se llamaba Francisco Solano). Vanessa, más tarde, su hija adoptiva, vino a ocupar el lugar que, en un matrimonio profundamente cristiano como el suyo, parece destinado al cuarto de los niños.
La prima Paqui Ponferrada me llamó el 14 de febrero de 2022: según le dijeron, al día siguiente incineraban en Azuqueca (Guadalajara), donde reside su hija, a nuestra tía favorita, Carmela, que nació en Montilla el 23 de septiembre de 1923. Ya viuda, fueron varios los intentos de que en Montilla y entre los suyos se volviera a establecer. Pero su impulso inicial acababa siempre diluyéndose en Madrid, en la costumbre.
¡Que en Gloria esté! No madre, fue como nuestra madrecita. Como cantó Machín, en mi pecho yo llevo una flor…
Mi tía Carmela Ponferrada Gómez es parte principalísima en la fundación de mi alegría, infantil y juvenil. Fue la mayor de las hermanas de mi padre (Lola, María Luisa): nació y se crio, como todos ellos, en la industriosa calle Córdoba, que con un ojo miraba el trajín de las curtidurías y con el otro el frescor de los huertos a la oración. Y Solano en su centro, niño huertano que en nuestra calle conserva, para siempre, la beatitud de su infancia: santo chiquito, como de barrio castizo (Santico), parece un San Fermín navarro…
Como primer sobrino de la casa que fui (y ella la mayor de las hermanas, aún soltera en aquel momento), Carmen Ponferrada, mi tía Carmela, siempre me tomó bajo su cuidado. Eran los años cincuenta. Igual que su hermano Pepe, ayudó en el estanco de la Administración; pero su principal ocupación fue la costura primorosa, en casa, con la que acabó trasladándose al gran Madrid de los sesenta.
Siempre conservó su limpia habla andaluza, sin afectaciones ni titubeos, con la riqueza de vocabulario y sintaxis perfecta del mejor castellano meridional. Allí permaneció casi hasta el final de su larga vida (lo que, como se expresa en Índices de libros de José Ponferrada Gómez y Apuntes biográficos, es “el sino de nuestra familia”).
De aquellos años es la preciosa evocación que hace mi hermana Isabel en La casa alterada, un delicioso relato familiar con la boda de nuestra tía como “inspiración y motivo”:
“La tía Carmela se ganaba la vida cosiendo para la calle. Ella siempre tenía abalorios, cosas brillantes, objetos inciertos y deslumbrantes que nos regalaba a los niños cuando volvía de Madrid en sus vacaciones. Entonces sabíamos que teníamos una cita ineludible e ilusionante. La tía Carmela nos recibía en la habitación de arriba, donde todo adquiría otro color que la parte inferior de la casa nunca tuvo. Allí, entre costuras, nos acogía nuestra tía, que venía de Madrid y que no estaba casada ni le hacía ninguna falta”.
Y se casó, hacia 1970, con Marcos Jaso, un navarro en Madrid, trabajador en las oficinas de una empresa dedicada a lo que hoy llamamos logística: la del también navarro Ramón Iruretagoyena. Aún recuerdo el ajetreo, la enorme variedad de mercancías, en el patio de operaciones de su sede madrileña, mientras esperábamos que Marcos bajara a vernos con su amplia sonrisa.
Tengo para mí que del mundo variopinto del almacén debió proceder su gusto por ese paraíso de la cacharrería y la almoneda, tan madrileño, tan ramoniano, que desde Embajadores a La Latina recorre el espinazo del viejo Madrid con un estremecimiento de gusto castizo y dominguero. El Rastro, señoras y señores. Afición que, por cierto, supo comunicar a su esposa y sobrinos.
Como buen navarrico (su apellido está en los escritos de don Julio Caro Baroja) no le fueron ajenos los libros de José María Iribarren, ni los discos de jota navarra (“Faico y Josefina”). Gran aficionado al ajedrez, en Montilla se encontraba a su gusto, entre las partidas del casino y el Café 1900, o las del torneo de la vendimia.
Según creo, en sus años jóvenes participó en la producción de aquellas películas que, con Samuel Bronston y los Estudios Chamartín, Orson Wells o Sara Montiel, marcaron una época de oro del cine en España. De ahí la colección de fotografías, autógrafos, facturas impagadas de aquellos monstruos que, de tarde en tarde, Marcos exponía a nuestros asombrados ojos.
El piso en Vicálvaro de Carmela y Marcos, de Marcos y Carmela, como luego el apartamento veraniego de El Palo, en Málaga, vinieron a ser como destacamentos de Ponfelandia en el exterior, muy especialmente para los niños de la familia. Si no tuvieron hijos propios, su cariño, como su hogar, lo repartieron generosamente entre la docena larga de los de Pepe, Manolín, María Luisa y Tomás (que, en realidad, se llamaba Francisco Solano). Vanessa, más tarde, su hija adoptiva, vino a ocupar el lugar que, en un matrimonio profundamente cristiano como el suyo, parece destinado al cuarto de los niños.
La prima Paqui Ponferrada me llamó el 14 de febrero de 2022: según le dijeron, al día siguiente incineraban en Azuqueca (Guadalajara), donde reside su hija, a nuestra tía favorita, Carmela, que nació en Montilla el 23 de septiembre de 1923. Ya viuda, fueron varios los intentos de que en Montilla y entre los suyos se volviera a establecer. Pero su impulso inicial acababa siempre diluyéndose en Madrid, en la costumbre.
¡Que en Gloria esté! No madre, fue como nuestra madrecita. Como cantó Machín, en mi pecho yo llevo una flor…
JOSÉ ANTONIO PONFERRADA
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