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HG Manuel | La fotografía (VII)

No sabía si iba a perder el tiempo, nunca se sabe. Hay que probar. Me detuve delante de la librería Balmis, que desde no sabía cuándo también había sumado el rango menor de papelería. La conocía y le tenía aprecio: yo compraba libros en esa tienda desde niño, aunque no recordaba cuándo fue la última vez. Ocupaba un cantón en lo más concurrido de la céntrica zona comercial y ofrecía sus amplios escaparates a dos calles.

Me detuve delante de la librería Balmis…

En ellos se exponían, por orden de preferencia, rechonchos ejemplares de tapa dura con sobrecubierta: superventas y novedades en expectativa de serlo, libros infantiles con mucho colorido guiados por las tendencias de moda, libros de texto, mochilas y material escolar y de oficina, modestos volúmenes de edición propia algo deslustrados, algún facsímil de historia local y la añorada porción de clásicos (servían los de cualquier época y lugar), combinada con obsoletas guías de viaje, para relleno de fondos y orillas porque se notaba mucho espacio de sobra.

Entretuve la duda, brevemente, leyendo títulos a través de mi transparente silueta y la del movimiento apresurado de los que pasaban, entorpecido por los continuos estallidos del sol en el unte mineral de la cristalera.

Un largo mostrador presidía la amplia y luminosa entrada que se abría hacia la derecha a una gran sala guarnecida de altas estanterías de madera clara y dividida por góndolas y revisteros en cómodos pasillos; por allí cuchicheaban, exasperando la quieta penuria de los libros, un par de adolescentes.

A la izquierda, al final del lado corto de la ele según el trazado del local, con estanterías semivacías en los entrepaños, se encontraba el arranque de la escalera que daba acceso a la planta de arriba. Me atendió, un decir, una mujer joven de cara estudiosa y rubio flequillo desordenado, centrada en la lectura de unos apuntes que subrayaba y de los que tomaba rápidas notas; añoré de inmediato, en la memoria quedaba, a la amable pareja siempre servicial y dispuesta al consejo, que disipaba tus dudas y buscaba contigo cuando yo era un pipiolo. Se ajustó las gafitas redondas, alzó el bolígrafo y me indicó:

‒Suba, por ahí. Don José María habla con cualquiera.

Coronado por luz cenital y arrellenado en su poltrona de cuero verde botella situada bajo la claraboya, un anciano de rostro consumido y abundante pelo blanco muy corto y rizado, gafas de aro grande que le refractaban las finas aristas de las órbitas, y bigote cano bien recortado, realzó las tres arrugas que le cruzaban la amplia frente y demoró en el intruso su sonriente curiosidad, y desde allí me apuntaba con los huesudos vértices de sus largas piernas.

Guardaba su apariencia el vestigio de un hombre grande y vigoroso; quedaba de aquella presencia un cuerpo frágil, consumido por la edad y, era evidente, por los estragos de una enfermedad grave, de esas que embalsaman la vida con paciencia; la camisa blanca y la chaqueta de paño marrón claro y el pantalón burdeos le pingaban muy holgados; completaban su atuendo una corbata de seda estampada, con pasador dorado, calcetines marrón oscuro y unos flamantes zapatones ingleses de color avellana.

Don José María, el antiguo profesor y librero (entre sus múltiples actividades), depositó la revista que estaba leyendo en una bandejita cuadrada sostenida por el brazo del sillón y entrelazó los nudos de los dedos contra el pecho.

–Oh, bienvenido a mi desván. Está usted en uno de los pocos, y acosados, almacenes de la memoria que ya quedan en esta ciudad.

Así me recibió y así comenzó a desovillar la notable madeja de su verbosidad.

–Alumnos míos, sí, todos, creo recordar ‒se refería a los titulares del fondo de ayuda mencionados por mí‒. Alguno de ellos conserva el hábito de la amistad, también la de comprar en esta librería, incluso tiene a bien subir a saludarme cuando coincidimos. Los hubo mejores y peores, o entendí yo a unos mejor que a otros, que todo pudo ser. Se intuye el alcance de cada uno, es inevitable; pero no es mérito, es atención, ¿sabe?, docendo discimus. Ir descubriendo sus aptitudes, el tímido asomo de la vocación, palabra ésta muy bonita: invitación, llamada, y atenderla, con rigor y simpatía, otra palabra hermosa: simpatía, que… Mire, veamos… –se rascó la barbilla–, aquel curso, el de estos de quienes hablo porque usted se interesa, más que ningún otro fue muy especial, yo así lo recuerdo: era joven y congeniamos, la blanca amicĭtas despertó entre nosotros, ¡ah, sí!, con espontánea sencillez… Compartimos excursiones, visitas al jardín botánico, al laboratorio, a los museos… sí… Fueron amables conmigo, sí, aquellos críos… el Célula me llamaban ‒desplegó una sonrisa y la luz de la claraboya resbaló por sus lentes‒. Con muchos mantuve relación, con pocos la mantengo y a otros, los más, los olvidé y es seguro que ellos se olvidaron de mí. Y lo digo con mucha conformidad, porque, al fin y al cabo, la senectud aparta, te aleja de todo, ya ni podría comenzar a estudiar la lira… –como una hojuela de nostalgia, en un soplo se llevó el silencio la frase.

Y el silencio se alargaba; entonces yo carraspeé. Don José María achicó el ojo y descubrió que yo seguía por allí.

–Mire… en un café que había más abajo, en esta calle de aquí al lado, y todos con su flamante título universitario, celebramos tertulia. Disfrutaba el tiroteo entre mentes tan vivas, tan ágiles, tan sabiondas –le crecía la sonrisa–; disparaban la novedad, el concepto recién aprendido con tanta frescura, ¡je, je…! –le desbordó la carcajadita y un barrunto de tos–, y eran tan ingenuos, cada uno llevado por su querencia: ciencia, fotografía: una de mis pasiones, literatura, y luego el cine, la música, pintura, filosofía… y los viajes: otra pasión mía. La política, o lo que se viene dando en llamar política, quedó expulsada por decreto, mío, naturalmente, porque el triunfo en ese arte siempre fue de los sofistas, ni Platón pudo con ellos. La memoria, con todos sus achaques, me trae una ocasión, solo una, pero bastó para cerrar el capítulo: discusión fue con malas voces… –le tiritó el ánimo y se le apagó la voz; luego, creo, necesitó explicarse–: La ideología contiene un efecto devastador: impide elegir con criterio… Si usted la padece, sea cualquiera su doctrina, discúlpeme… –pero enseguida una nueva sonrisa le iluminó la cara–. A veces… montados en mi baqueteado automóvil, trasladábamos el debate a un barecito con vistas a la playa, la Barraquilla, que también cerró, ah, sí… ¡Una delicia aquellos tiempos, tan huidizos! A este sueño mío… la realidad es tan dura, hay ocasiones… –nuevo desconcierto, como si buscara la respuesta a una pregunta olvidada; el trazo de la boca, amplio y delgado, le temblaba en un balbuceo mudo.

Yo aguardaba, con educada atención, sin atreverme a meter baza. Hasta que, seguido, imperturbable, recuperó la palabra.

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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