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HG Manuel | La fotografía (VI)

–Mejor, se ahorra el absurdo de que todo es nuevo porque hemos confundido la realidad con su apariencia, o nos enredamos con lo que está delante o detrás del mundo, o porque todo podría ser lo que no es; y estas argucias, aunque lo parezca, nada tienen que ver con la doctrina advaita –y solicitaba opinión con la mirada, como si yo supiera de qué iba la tal doctrina, o conociera las opiniones del tal Ilya, o… –depositó la taza en el plato–. Ya ve, se aclama todo eso en un mundo donde la circulación de gente es considerada más importante que la relación entre la gente, la que se despreocupa de su barrio y pretende ocuparse del planeta, y así continuaría, ad nauseam, mezclando problemas, malentendidos y fantasías cotidianos. ¡Y yo, que di de mamar a mi hijo! –suspiró, mientras yo simplemente la oía hablar–. En fin, nada está claro y todo se cuestiona, triste amén al protagonismo de esta banalidad tan dinámica que se ha venido introduciendo en nuestras clases, continuamente interrumpidas por la insoportable realidad virtual, ¡y esa es otra!, que absorbe a estos críos. En definitiva, considero, es una reflexión, tan íntima y si quiere elemental o acobardada por el trajín que auguran los tiempos venideros, lo admito, que filosofía es preguntar en voz alta y con amor, amor total, amor exigente, por la verdad hasta encontrarla, muy serenamente, allá donde se quiera esconder en este juego de distracciones que es la vida –se recogió el rizo, y auguraba mi respuesta en forma de expresión más o menos burlona; pero yo me mantuve aquiescente, me caía bien–. Lo digo de este modo porque cuando buscas la verdad practicas la sabiduría: ahora camino de la mano de Kant, ya le digo. Yo me conformo con la verdad: una pequeñita, cercana, vulgar si quiere, la de a diario, la que explica nuestros actos de cada día de la mejor manera… y se la ofrezco a estos niños para que les sirva y la cuiden. La otra, la que lleva veinticinco siglos rodando de boca en boca, es inalcanzable, no se detiene, y, puede que sean mis pocas luces, me es tan necesaria como inútil –sostuvo la mirada, una pizquita, por si, al fin, en la mía asomaba la burla del asno–. Además, y sume –ahora, inclinada sobre la mesa, se aproximó, y ofrecía media sonrisa al susurrar–, la verdad es el ojo que todo lo ve, por eso se la teme tanto. ¿Cree que me contradigo?

Carreteras azules

Se irguió contra el respaldo de la silla y volvió a recogerse el pelo, que se le reveló indomable, tras de la oreja. Yo, limpio de juicio, me dejé atrapar por el chirrido de una silla que una mujer con bata celeste arrastró para levantarse.

–No lo sé, pero yo me discuto todos los días –deslicé al buen tuntún, sin tener claro si la pregunta era retórica–. Para mí el hombre solo es un animal que se alimenta de una manera muy complicada –zanjé sumando la ocurrencia–. De ahí, sus líos –rematé.

Detuvo el brazo, la profusión de pulseras trenzadas y con abalorios de colores, sobre sus carpetas y me ofreció la perplejidad de su cara amable, tal vez decepcionada por lo vulgar o incongruente de mi respuesta.

–Se prevén tiempos curiosos –anuncié gratuitamente, y desvié la mirada hacia la lejanía, que no era otra que el dichoso parquecito.

–Sí, estoy de acuerdo –admitió al fin, como un eco de tan novedosa profecía–, y será imprescindible conservar los conceptos, al menos los importantes, limpios y desinfectados, que diría Ortega, como instrumental a mano. Si tengo suerte, la novedad de esos cambios, tan rápidos y ya tan próximos –volvió a su tema–, me atropellará sin haber puesto un pie en el gimnasio, ese templo del sudor como lo llamó Castilla, sin ninguna originalidad, cuando en él lo metieron de hoz y coz. Perdone la dispersión; divagaba sobre todo esto, es mi ruido de fondo, cuando usted llegó.

Contemplaba el resto de café, ya frío. Se miró el reloj.

Sí, el tiempo se agotaba y yo quería saber.

–¿Podría hablarme de las amistades del señor Castilla?

–¿Amistades? –alzó la cara, paciente y algo abstraída, neutra–. Si contamos desde siempre, muchas, y no conozco a todas, claro, las tendrá desperdigadas, y por muchos sitios. Recientes… no lo sé.

Asentí con la cabeza y subrayé mi actitud de poner la oreja.

–Su impresión… –repetí.

–Castilla, cómo le diría, no es una persona expansiva, pero tampoco retraída, es… peculiar, eso lo define mejor. ¿Y desde cuándo las amistades nuevas? Seguramente las tendrá, o las ha tenido, como ha rodado tanto… Nosotros nos vemos porque coincidimos, somos profesores en este instituto, muchos días nos tomamos un café aquí… Conoce a mi marido, con mi hijo se lleva fenomenal, y muy muy de vez en cuando, si concierta, pues se viene a comer a casa; a la suya, nunca. Charlamos, discutimos o coincidimos… Con los otros, los que también están en el empeño de encontrarlo, se ve también, ¡claro!, lo supongo, sí….

–¿Por qué pidió la excedencia? ¿No le extrañó? –insistí.

–No, para nada. Creo que ya se lo he dicho, tenía proyectos, fantaseara o no: escribir, viajar… o sencillamente ir a su bola, y quién no –se sonrió–. Propósitos que hablan de una persona con muchas inquietudes, todo lo contrario a mucho simple que circula por aquí. Si piensa en que nos hacemos mayores, que el tiempo se acaba… tal vez ha sentido la necesidad de ampliar horizontes, de realizar uno de sus muchos sueños aplazados; quizás… como hacía yo en Benarés, atreverse al barullo, al calor, al hedor, y callejear en bicicleta, ¡tantos pitidos!, acudir a sentarse en las gradas del Dashashwamedh, mi gaht favorito, ¡cuánta vida!, y ponerse a mirar, o a leer un libro, sin que te abrume el bullicio, ante el Ganges tan sucio, tan apacible, o descender por ellas y vencer la aprensión por mojarse las manos en esas aguas que arrastran inmundicias, los pecados, las cenizas…

–¿Mantenía o mantiene alguna relación? –le estropeé la evocación a la profesora, que ahora se contradecía al imaginar a Castilla rulando por la India.

–¿Sentimental? –se extrañó.

–Ajá.

–Pues… no le llevo la cuenta –le entró la risita–; no sé, es un hombre soltero. La última, supongo otras pero es la única que conozco, claro, me pareció una relación seria y le duró… ¿meses, uno o dos años? Ella era o fue actriz, una mujer guapa… Los invitamos a comer y vinieron a casa. Se les veía bien, aunque ella, en fin, era… diría absorbente, y que me perdone si añado soberbia; se le notaba… debía tener un carácter de aúpa… –me mostró los puñitos–. Se llamaba… no, disculpe, no consigo acordarme. Y cuando lo dejaron… a lo mejor me alegré, por él, claro.

–¿Problemas? ¿Enemistades?

–Si restamos el de su asignatura, ninguno; no, ninguno. Y enemistad, no. Falta de sintonía, simples rencillas por opiniones contrarias, con discusiones más acaloradas si más tontas, pues sí. Indiferencia, por todo en general y por nada en particular, mucha. ¡Vaya!, me ha salido una antítesis. Perdone, haga que no la ha oído; además, no es verdad. Castilla es una persona comprometida con su tiempo. ¡No me lo puedo creer! –se enfadó de mentirijillas–. ¡Ahora, una frase hecha, y de las peores! Pero esta sí es de verdad.

‒Cuídese ‒le deseé, tras darle las gracias por entregarme el nombre y número de teléfono de dos profesores que «congeniaban con Castilla, se trataba más con ellos», y por su amable disposición, cuando el tiempo ya se había agotado y ella tomaba su libro, sus carpetas y se alzaba de la silla, precipitosa, con ruido de dijes y collares.

Aún se retuvo, sonriente.

‒Cuidado deriva de cogitatus, pensar. Ergo sin pensar no hay cuidado. Aplíqueselo y encuentre a ese sinsorgo de Castilla. No lo puedo evitar, y otra vez le ruego que me disculpe, soy profesora. Y, por favor por favor, no pierda mi teléfono, quiero ser el primero de todos los de la pandilla en recibir la buena nueva de que lo ha encontrado y está con salud.

Seguí sentado mientras hacía un par de llamadas. Ninguno de los dos profesores añadió datos nuevos o distintos que merecieran la pena concertar una entrevista. Llamé al camarero para abonar lo consumido. Pensaba que alguien sin parientes, sin obligaciones laborales y con dinero a fin de mes, bien podía darse un baldeo por ahí, a su bola, por curiosidad, por hacer cosas distintas, probar otra manera de vivir, no hundirte en… como hacía el protagonista de Carreteras azules; y reconozco que, según recordaba, su decisión de ahuecar el ala, al buen tuntún –sí, yo también había leído la novela–, me despertó más de una idea. Nada que ver con eso de ir a mojarse las manos en el Ganges. Guardé el trocito de papel térmico (tal vez lo aportara como justificante) y salí.

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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