Isidoro de Sevilla, santo para la Iglesia Católica, fue un visigodo cuyos restos se encuentran, en la actualidad, en San Isidoro de León –un edificio hermosísimo, he de añadir, con unos frescos magníficos que justifican la visita. Sin embargo, se cree que nació en Cartagena y que el apodo Hispalensis le viene de haber sido, en efecto, arzobispo de la actual capital andaluza. Fue hermano de Leandro, otro santo para los católicos, y predecesor de Isidoro en el Arzobispado.
Isidoro es una de las grandes figuras intelectuales del siglo VI, si no la mayor, y la prueba de que los años góticos hispanos no fueron tan oscuros. Gran cronista de la épica visigoda y divulgador por excelencia del saber de su época, una de las obras por las que se le recuerda son las Etimologías, escritas en latín. En ellas, señala un hecho curioso.
Como sabemos, en el Antiguo Testamento, aparte de encontrarnos exabruptos divinos y castigados a mansalva, se narra la historia de Noé. Lo que todos sabemos: hubo un diluvio porque los humanos eran todos muy malos y, en Su omnipotencia, en vez de cambiar los caracteres de la gente, a Yavhé Elohim le da por ahogarlos a todos. Menos a Noé y su familia, que eran buena gente y contaban con información de las altas esferas.
En lo que respecta a Noé, se cuenta que tuvo tres hijos: Sem, Cam y Jafet. De cada uno de ellos desciende un cachito del mundo conocido. De Sem descienden los asiáticos, de Cam, los africanos, y de Jafet, los europeos.
Un día, a Noé le dio por la juerga y se tiró desnudo en el campo para dormir la borrachera. Cam lo vio y fue corriendo a contárselo a sus hermanos para que disfrutaran del espectáculo. Sem y Jafet, que eran buenos hijos, se escandalizaron, miraron para otro lado, y cubrieron el cuerpo de su padre.
Cuando al buen señor se le pasó la resaca y se enteró de lo que había hecho su hijo, maldijo a Cam y a su hijo Canaán. No es tontería. La maldición del patriarca de los africanos justificó durante siglos la esclavitud y el sometimiento de las personas de raza negra. Seamos conscientes de las graves implicaciones de lo que estamos hablando.
De acuerdo con el Génesis, Jafet tuvo siete hijos: Gomer, Magog, Madai, Javán, Tubal, Mesec y Tiras. Una genealogía que San Isidoro de donde sea mantiene para señalar que, cada uno de ellos, fue padre de un gran pueblo. En las citadas Etimologías, en su libro noveno, señala: “Thubal, antepasado de los iberos, denominados también hispanos; no obstante, hay quienes sospechan que de él tuvieron asimismo origen los italianos”.
San Isidoro no se lo sacó de la nada. Con casi toda probabilidad, esa idea provenía de una tradición anterior. Sin embargo, ahí quedó el origen histórico de Hispania para la propaganda castellana primero, y española después.
Del mismo modo que, en el mundo grecolatino, los pueblos buscaban fundadores heroicos, la lógica judeocristiana hizo buscar en la Biblia a los fundadores de los pueblos altomedievales. Cuando menos, es curioso que el pueblo hispánico, al igual que el itálico, provengan de Tubal, mientras que los godos provenían de Magog y los galos, de Gomer.
El lector de esta columna puede plantearse, con toda lógica, qué sentido tiene escribir –o quizá, incluso leer– sobre todas estas cuestiones. Y es cierto: no tiene ninguna. Porque ningún nacionalismo tiene sentido. Sin embargo, es algo que está ahí, que ha estado durante siglos.
Hace unos días, se ha celebrado el Día de la Hispanidad. Se celebra el 12 de octubre, como todos sabemos, por el descubrimiento de América por los europeos o, si lo prefieren, por el encuentro entre dos culturas.
Todos los años se produce la misma polémica absurda sobre si hay algo que celebrar o no, y qué es lo celebrable. Lo cierto es que se rememora que unos que se creían descendientes de Jafet y Tubal se encontraron con los que ellos creían descendientes de Sem, y que resultaron ser otras personas que no existían en las Sagradas Escrituras.
Hay que celebrar que, desde entonces, la lógica teocéntrica perdió todo su sentido de manera gradual, y que un grupo de personas, financiadas por la Corona de Castilla, fueron los que llevaron a cabo ese acto revolucionario que nos llevó al mundo moderno.
En un momento en el que Chile está llevando a cabo acciones represivas contra los mapuches y en el que el género western –relatos basados en un genocidio en toda regla– es considerado como un clásico sin discusión, digno de amenizar la hora de la siesta en la televisión, quizá sea momento de quitarnos de encima ese sambenito tan hispano de creernos los peores del universo –o los mejores, según extremos–.
Sí hay algo que celebrar en el Día de la Hispanidad: la llegada del mundo moderno. Y a mí sí me enorgullece que el primero que viera tierra y conectara esas dos culturas fuera un tal Rodrigo de Triana, andaluz humilde y sin más aspiración que la de buscarse la vida, como otros tantos a día de hoy, y no un miembro más de la estirpe de Jafet y Tubal.
Haereticus dixit.
Isidoro es una de las grandes figuras intelectuales del siglo VI, si no la mayor, y la prueba de que los años góticos hispanos no fueron tan oscuros. Gran cronista de la épica visigoda y divulgador por excelencia del saber de su época, una de las obras por las que se le recuerda son las Etimologías, escritas en latín. En ellas, señala un hecho curioso.
Como sabemos, en el Antiguo Testamento, aparte de encontrarnos exabruptos divinos y castigados a mansalva, se narra la historia de Noé. Lo que todos sabemos: hubo un diluvio porque los humanos eran todos muy malos y, en Su omnipotencia, en vez de cambiar los caracteres de la gente, a Yavhé Elohim le da por ahogarlos a todos. Menos a Noé y su familia, que eran buena gente y contaban con información de las altas esferas.
En lo que respecta a Noé, se cuenta que tuvo tres hijos: Sem, Cam y Jafet. De cada uno de ellos desciende un cachito del mundo conocido. De Sem descienden los asiáticos, de Cam, los africanos, y de Jafet, los europeos.
Un día, a Noé le dio por la juerga y se tiró desnudo en el campo para dormir la borrachera. Cam lo vio y fue corriendo a contárselo a sus hermanos para que disfrutaran del espectáculo. Sem y Jafet, que eran buenos hijos, se escandalizaron, miraron para otro lado, y cubrieron el cuerpo de su padre.
Cuando al buen señor se le pasó la resaca y se enteró de lo que había hecho su hijo, maldijo a Cam y a su hijo Canaán. No es tontería. La maldición del patriarca de los africanos justificó durante siglos la esclavitud y el sometimiento de las personas de raza negra. Seamos conscientes de las graves implicaciones de lo que estamos hablando.
De acuerdo con el Génesis, Jafet tuvo siete hijos: Gomer, Magog, Madai, Javán, Tubal, Mesec y Tiras. Una genealogía que San Isidoro de donde sea mantiene para señalar que, cada uno de ellos, fue padre de un gran pueblo. En las citadas Etimologías, en su libro noveno, señala: “Thubal, antepasado de los iberos, denominados también hispanos; no obstante, hay quienes sospechan que de él tuvieron asimismo origen los italianos”.
San Isidoro no se lo sacó de la nada. Con casi toda probabilidad, esa idea provenía de una tradición anterior. Sin embargo, ahí quedó el origen histórico de Hispania para la propaganda castellana primero, y española después.
Del mismo modo que, en el mundo grecolatino, los pueblos buscaban fundadores heroicos, la lógica judeocristiana hizo buscar en la Biblia a los fundadores de los pueblos altomedievales. Cuando menos, es curioso que el pueblo hispánico, al igual que el itálico, provengan de Tubal, mientras que los godos provenían de Magog y los galos, de Gomer.
El lector de esta columna puede plantearse, con toda lógica, qué sentido tiene escribir –o quizá, incluso leer– sobre todas estas cuestiones. Y es cierto: no tiene ninguna. Porque ningún nacionalismo tiene sentido. Sin embargo, es algo que está ahí, que ha estado durante siglos.
Hace unos días, se ha celebrado el Día de la Hispanidad. Se celebra el 12 de octubre, como todos sabemos, por el descubrimiento de América por los europeos o, si lo prefieren, por el encuentro entre dos culturas.
Todos los años se produce la misma polémica absurda sobre si hay algo que celebrar o no, y qué es lo celebrable. Lo cierto es que se rememora que unos que se creían descendientes de Jafet y Tubal se encontraron con los que ellos creían descendientes de Sem, y que resultaron ser otras personas que no existían en las Sagradas Escrituras.
Hay que celebrar que, desde entonces, la lógica teocéntrica perdió todo su sentido de manera gradual, y que un grupo de personas, financiadas por la Corona de Castilla, fueron los que llevaron a cabo ese acto revolucionario que nos llevó al mundo moderno.
En un momento en el que Chile está llevando a cabo acciones represivas contra los mapuches y en el que el género western –relatos basados en un genocidio en toda regla– es considerado como un clásico sin discusión, digno de amenizar la hora de la siesta en la televisión, quizá sea momento de quitarnos de encima ese sambenito tan hispano de creernos los peores del universo –o los mejores, según extremos–.
Sí hay algo que celebrar en el Día de la Hispanidad: la llegada del mundo moderno. Y a mí sí me enorgullece que el primero que viera tierra y conectara esas dos culturas fuera un tal Rodrigo de Triana, andaluz humilde y sin más aspiración que la de buscarse la vida, como otros tantos a día de hoy, y no un miembro más de la estirpe de Jafet y Tubal.
Haereticus dixit.
RAFAEL SOTO