Creo que no es necesario decir que cuando el que esto escribe era pequeño, su mundo, al igual que el de los otros muchachos de su edad, difería sustancialmente del que ahora viven los niños y adolescentes del siglo veintiuno. Por aquellos años, a la infancia se la educaba en el constante miedo a los castigos, físicos o imaginarios, pues era el mejor método de lograr que aquellas incontroladas criaturas obedecieran y aprendieran las inapelables órdenes emanadas “de la autoridad” y que, en nuestro caso, se concretaba en los padres, los maestros o los curas.
Pero no era solo el temor a la palmeta, que en el caso de mi maestro la tenía ennegrecida por la parte que correspondía a las pequeñas manos que temerosamente se alargaban para recibir “su merecido”, sino también que en el omnipresente mundo de los cuentos estaban llenos de personajes amenazantes (sacamantecas, brujas, demonios, monstruos…) que pululaban por un etéreo universo que no sabíamos determinar con precisión sus ubicaciones y contornos, pues cuando somos niños el mundo real y el de la ficción están tan unidos que uno no sabe deslindarlos.
Dentro de ese universo de mundos imaginarios, claro está, jugaba un papel de primer orden los relatos que recibíamos en las catequesis y en los que, como es de suponer, el diablo, fuera como Satanás o Belcebú, lo encontrábamos por todos los lados. Ah, y también el infierno al que arrumbaríamos en cualquier momento si moríamos en pecado mortal. Los curas, siempre omnipresentes, con sus tonsuras capilares en las coronillas de sus cabezas y sus negras sotanas, se paseaban por calles y plazas para que les besáramos sus manos que, displicentemente, las extendían como signo de distinción y poder.
Eran los mismos que en las catequesis nos narraban los pasajes de la Biblia, comenzando por aquella pareja primigenia, Adán y Eva, que felizmente vivía en un paraíso en el que todo iba bien, excepto, como bien sabemos, la condición impuesta por el Creador de no comer del árbol de la ciencia o del conocimiento. Pero hete aquí que a la ‘tontaina’ de Eva no se le ocurrió otra cosa que hacerle caso al maligno que se había disfrazado de serpiente para que se deleitara de los frutos del árbol del conocimiento e invitara a Adán a que hiciera lo mismo. Lo que vino detrás ya de algún modo todos lo conocemos: una desgracia total.
Sin darnos cuenta, en esas tiernas y crédulas criaturas, la mujer, la manzana y el diablo empezaron a formar una especie de tríada que la integrábamos en una mezcolanza de héroes, villanos, monstruos y fantasmas de todo pelaje que poblaban unas mentes cargadas de una imaginación desbocada.
Quizás, alguno de los más espabilados pudiera preguntarse, por ejemplo, qué relación tenía la historia de Eva, que con la manzana mordida se la muestra al incauto de Adán, para que fuera cómplice de todas las desgracias que le iban a acarrear a la humanidad, con esa otra figura de la bruja, horrible vieja desdentada y vestida de negro, que a la inocente Blancanieves le ofrecía también una hermosa manzana roja y que, a fin de cuentas, sería su perdición (a menos que viniera un apuesto príncipe a salvarla de su sueño perpetuo).
Además, nos explicaban con todo lujo de detalles, que las brujas tenían el don de volar subidas en una escoba. Años más tarde, cuando ya sentíamos que nuestros cuerpos se agitaban por el exceso de hormonas, nos enterábamos, con cierto horror, que esas brujas tenían relaciones íntimas con los mismos diablos, según nos decían.
Pero, claro, uno va creciendo, se va haciendo mayor y va teniendo otras fuentes de información, sean los libros o algunas películas que explican ese extraño mundo brujeril. Cierto que los historiadores sabían lo que habían sido las brujas especialmente en las áreas rurales: mujeres curanderas, adivinas y hechiceras que les aseguraban a sus clientes y vecinos ser capaces de sanar enfermedades, predecir el futuro, propiciar buenas cosechas, multiplicar los rebaños, traer prosperidad y muchos otros tipos de supuestos beneficios.
Pero esas ‘artes mágicas’ que utilizaban nada tenían que ver con el satanismo con el que se las acusaba y que dio origen a que miles y miles de ellas fueran llevadas a la hoguera, especialmente en los siglos XV, XVI y XVII. A fin de cuentas, sus prácticas eran supervivencias de tiempos paganos, en los que los conjuros, amuletos, pócimas, ritos de fertilidad, augurios y otras viejas tradiciones habían sobrevivido, de manera más o menos oculta, en posteriores siglos de cristianismo.
A pesar de ello, la Iglesia y su brazo armado, la terrible Santa Inquisición, se habían encargado de difundir que, para llevar adelante sus ritos, las brujas se agrupaban en encuentros nocturnos presididos por Satanás en forma de macho cabrío, de modo que era el mismo diablo quien dirigía esas reuniones clandestinas.
La caza de brujas no se hizo esperar, tal como se muestra en numerosos grabados en los que se las ven ardiendo en las hogueras, al tiempo que Satanás sale de sus bocas. También, los supuestos aquelarres aparecieron en los cuadros de Goya en los que vemos a mujeres (y en algunos casos, a hombres) apiñadas en una especie de masa de cuerpos y rostros aborrecibles, siempre presididas por la imagen o la sombra del macho cabrío.
Mientras escribo, me imagino que a estas alturas del texto quien me esté leyendo podría preguntarse: “¿A cuento de qué hablo ahora de las brujas, cuando solo los más ignorantes pueden creer en la existencia de esas horribles mujeres que son guiadas por el demonio para practicar ritos en los que nadie con dos dedos de frente acudiría a ellos?”.
Ciertamente, en los inicios del siglo en el que vivimos podríamos pensar que todo esto ha quedado como restos de un mundo atávico, que el conocimiento, el pensamiento racional y los avances científicos habrían arrinconado para siempre.
Sin embargo, y por desgracia, el mundo no camina en la misma dirección que la razón y el pensamiento crítico. El fanatismo, la irracionalidad y un ancestral odio hacia las mujeres que deciden tomar las riendas de sus vidas llevan unos años desatados, no solo en el país en el que vivimos, sino que se ha extendido por otros como una mancha de aceite a través de los partidos de extrema derecha y de los medios que los apoyan, buscando acabar con todo lo que suponga avances en los derechos humanos.
Como ejemplo de lo que indico puede servir la acusación de ‘bruja’ que recientemente José María Sánchez García, diputado de Vox, le propinó a la socialista Laura Berja, cuando esta se encontraba en el uso de la palabra defendiendo la proposición de ley en la que se pretende penalizar el acoso que actualmente se ejerce contra las mujeres frente a las clínicas privadas que están acreditadas para practicar abortos.
Aunque parezca mentira, no solo en las redes sociales podemos encontrar los improperios más soeces hacia las mujeres. También en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, que debería ser un ejemplo de modelo de confrontación dialéctica, es posible escuchar semejantes mofas y desprecios dirigidos hacia algunas diputadas.
Me imagino, pues, que si Tomás de Torquemada levantara la cabeza y viera lo que acontece en el siglo veintiuno se llevaría una enorme alegría al comprobar que todavía hay gente que sigue al pie de la letra su espíritu inquisitorial; aunque, quizás, lamentara que a aquellas mujeres a las que los nuevos inquisidores acusan de ser ‘brujas’ no se las puedan llevar a la hoguera, como antaño se hacía, y en las que pagarían por sus grandes maldades antes de que sus almas fueran arrojadas definitivamente al infierno.
Pero no era solo el temor a la palmeta, que en el caso de mi maestro la tenía ennegrecida por la parte que correspondía a las pequeñas manos que temerosamente se alargaban para recibir “su merecido”, sino también que en el omnipresente mundo de los cuentos estaban llenos de personajes amenazantes (sacamantecas, brujas, demonios, monstruos…) que pululaban por un etéreo universo que no sabíamos determinar con precisión sus ubicaciones y contornos, pues cuando somos niños el mundo real y el de la ficción están tan unidos que uno no sabe deslindarlos.
Dentro de ese universo de mundos imaginarios, claro está, jugaba un papel de primer orden los relatos que recibíamos en las catequesis y en los que, como es de suponer, el diablo, fuera como Satanás o Belcebú, lo encontrábamos por todos los lados. Ah, y también el infierno al que arrumbaríamos en cualquier momento si moríamos en pecado mortal. Los curas, siempre omnipresentes, con sus tonsuras capilares en las coronillas de sus cabezas y sus negras sotanas, se paseaban por calles y plazas para que les besáramos sus manos que, displicentemente, las extendían como signo de distinción y poder.
Eran los mismos que en las catequesis nos narraban los pasajes de la Biblia, comenzando por aquella pareja primigenia, Adán y Eva, que felizmente vivía en un paraíso en el que todo iba bien, excepto, como bien sabemos, la condición impuesta por el Creador de no comer del árbol de la ciencia o del conocimiento. Pero hete aquí que a la ‘tontaina’ de Eva no se le ocurrió otra cosa que hacerle caso al maligno que se había disfrazado de serpiente para que se deleitara de los frutos del árbol del conocimiento e invitara a Adán a que hiciera lo mismo. Lo que vino detrás ya de algún modo todos lo conocemos: una desgracia total.
Sin darnos cuenta, en esas tiernas y crédulas criaturas, la mujer, la manzana y el diablo empezaron a formar una especie de tríada que la integrábamos en una mezcolanza de héroes, villanos, monstruos y fantasmas de todo pelaje que poblaban unas mentes cargadas de una imaginación desbocada.
Quizás, alguno de los más espabilados pudiera preguntarse, por ejemplo, qué relación tenía la historia de Eva, que con la manzana mordida se la muestra al incauto de Adán, para que fuera cómplice de todas las desgracias que le iban a acarrear a la humanidad, con esa otra figura de la bruja, horrible vieja desdentada y vestida de negro, que a la inocente Blancanieves le ofrecía también una hermosa manzana roja y que, a fin de cuentas, sería su perdición (a menos que viniera un apuesto príncipe a salvarla de su sueño perpetuo).
Además, nos explicaban con todo lujo de detalles, que las brujas tenían el don de volar subidas en una escoba. Años más tarde, cuando ya sentíamos que nuestros cuerpos se agitaban por el exceso de hormonas, nos enterábamos, con cierto horror, que esas brujas tenían relaciones íntimas con los mismos diablos, según nos decían.
Pero, claro, uno va creciendo, se va haciendo mayor y va teniendo otras fuentes de información, sean los libros o algunas películas que explican ese extraño mundo brujeril. Cierto que los historiadores sabían lo que habían sido las brujas especialmente en las áreas rurales: mujeres curanderas, adivinas y hechiceras que les aseguraban a sus clientes y vecinos ser capaces de sanar enfermedades, predecir el futuro, propiciar buenas cosechas, multiplicar los rebaños, traer prosperidad y muchos otros tipos de supuestos beneficios.
Pero esas ‘artes mágicas’ que utilizaban nada tenían que ver con el satanismo con el que se las acusaba y que dio origen a que miles y miles de ellas fueran llevadas a la hoguera, especialmente en los siglos XV, XVI y XVII. A fin de cuentas, sus prácticas eran supervivencias de tiempos paganos, en los que los conjuros, amuletos, pócimas, ritos de fertilidad, augurios y otras viejas tradiciones habían sobrevivido, de manera más o menos oculta, en posteriores siglos de cristianismo.
A pesar de ello, la Iglesia y su brazo armado, la terrible Santa Inquisición, se habían encargado de difundir que, para llevar adelante sus ritos, las brujas se agrupaban en encuentros nocturnos presididos por Satanás en forma de macho cabrío, de modo que era el mismo diablo quien dirigía esas reuniones clandestinas.
La caza de brujas no se hizo esperar, tal como se muestra en numerosos grabados en los que se las ven ardiendo en las hogueras, al tiempo que Satanás sale de sus bocas. También, los supuestos aquelarres aparecieron en los cuadros de Goya en los que vemos a mujeres (y en algunos casos, a hombres) apiñadas en una especie de masa de cuerpos y rostros aborrecibles, siempre presididas por la imagen o la sombra del macho cabrío.
Mientras escribo, me imagino que a estas alturas del texto quien me esté leyendo podría preguntarse: “¿A cuento de qué hablo ahora de las brujas, cuando solo los más ignorantes pueden creer en la existencia de esas horribles mujeres que son guiadas por el demonio para practicar ritos en los que nadie con dos dedos de frente acudiría a ellos?”.
Ciertamente, en los inicios del siglo en el que vivimos podríamos pensar que todo esto ha quedado como restos de un mundo atávico, que el conocimiento, el pensamiento racional y los avances científicos habrían arrinconado para siempre.
Sin embargo, y por desgracia, el mundo no camina en la misma dirección que la razón y el pensamiento crítico. El fanatismo, la irracionalidad y un ancestral odio hacia las mujeres que deciden tomar las riendas de sus vidas llevan unos años desatados, no solo en el país en el que vivimos, sino que se ha extendido por otros como una mancha de aceite a través de los partidos de extrema derecha y de los medios que los apoyan, buscando acabar con todo lo que suponga avances en los derechos humanos.
Como ejemplo de lo que indico puede servir la acusación de ‘bruja’ que recientemente José María Sánchez García, diputado de Vox, le propinó a la socialista Laura Berja, cuando esta se encontraba en el uso de la palabra defendiendo la proposición de ley en la que se pretende penalizar el acoso que actualmente se ejerce contra las mujeres frente a las clínicas privadas que están acreditadas para practicar abortos.
Aunque parezca mentira, no solo en las redes sociales podemos encontrar los improperios más soeces hacia las mujeres. También en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, que debería ser un ejemplo de modelo de confrontación dialéctica, es posible escuchar semejantes mofas y desprecios dirigidos hacia algunas diputadas.
Me imagino, pues, que si Tomás de Torquemada levantara la cabeza y viera lo que acontece en el siglo veintiuno se llevaría una enorme alegría al comprobar que todavía hay gente que sigue al pie de la letra su espíritu inquisitorial; aunque, quizás, lamentara que a aquellas mujeres a las que los nuevos inquisidores acusan de ser ‘brujas’ no se las puedan llevar a la hoguera, como antaño se hacía, y en las que pagarían por sus grandes maldades antes de que sus almas fueran arrojadas definitivamente al infierno.
AURELIANO SÁINZ