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Aureliano Sáinz | ¿Es China un país comunista?

El 23 de julio de 1921 –es decir, hace exactamente cien años–, un puñado de militantes creó el Partido Comunista de China (PCCh). Como es de suponer, esta enorme república conmemora con grandes fastos este acontecimiento transformado en un hecho mítico, aunque las ideas que albergaban aquellos iniciadores sobre la sociedad que imaginaban en el futuro difieran de lo que actualmente es este país, que se ha convertido en la segunda (o, quizás, la primera) economía mundial.


Puesto que a todos nos gusta clasificar, la pregunta que preside el artículo queda flotando en el aire: “¿Es China un país comunista o ha mutado hacia una especie de singular capitalismo?”. Por mi parte, prefiero no adelantarme estableciendo categorías definidas y apoyarme en las explicaciones de dos autores franceses: Jérôme Doyon y Jean-Louis Rocca, muy conocedores de la realidad china, que publican con asiduidad en la revista mensual Le Monde diplomatique. Quizás de este modo podamos entender la singularidad de este país.

Según se dice en su Constitución, “la República Popular China es un Estado socialista […] dirigido por la clase obrera y basado en la alianza entre obreros y campesinos”. Pero, como todos sabemos, una cosa son las declaraciones idealizadas que se expresan en documentos y otra la que existe en la propia realidad social, porque, en la actualidad “el 50 por ciento de los afiliados son profesionales frente a menos del 35 por ciento de obreros y campesinos” (J. Doyon). No es, por tanto, una república dirigida por la clase obrera, tal como se dice en la Constitución.

Por otro lado, “la sociedad china tiene ya todos los rasgos de una variante del capitalismo: el trabajo es una mercancía, la sociedad de consumo sirve de garante de la estabilidad social y de motor de crecimiento, y las desigualdades se cristalizan mediante mecanismos de reproducción social basados en el dinero, el capital educativo y la endogamia” (J-L. Rocca). Todo ello muy lejos del socialismo preconizado por Karl Marx y Friedrich Engels, como período de transición a una sociedad comunista o sin clases sociales.

En contra de la opinión expuesta por los dos autores franceses que piensan que la economía y la política chinas configuran una forma de capitalismo de Estado, se encuentra la del prestigioso economista marxista egipcio Samir Amin (1931-2018), quien consideraba que el rumbo que había tomado China, tras las reformas planteadas por Deng Xiaoping hace cuatro décadas, era el de un modelo específicamente chino de socialismo.

Y cuando Doyon y Rocca hablan de capitalismo de Estado no lo hacen de una manera peyorativa, sino de modo descriptivo, pues el primero de ellos reconoce los logros alcanzados en el ámbito económico cuando dice: “Transcurridos cuarenta años desde las reformas de liberalización económica iniciadas por Deng Xiaoping, más de 800 millones de personas han salido de la pobreza, y el Estado-partido lidera ahora la segunda economía del mundo –o incluso la primera si se calcula en paridad de poder adquisitivo–, con el 18 por ciento del producto interior bruto (PIB) global”.


El cambio de rumbo en la planificación económica supuso también una apertura al mundo occidental, de modo que la posibilidad de visitar el país se abrió a los turistas que quisiesen conocerlo. No es de extrañar, pues, que quienes lo hacen se sorprendan al encontrarse con grandes urbes, caso de Pekín (adopto la denominación tradicional, aunque la nueva denominación de Beiging se asemeja más al sonido fonético del idioma chino mandarín) o Shanghái, otra de las ciudades que cuentan con millones de habitantes.

Lo cierto es que asombra que el perfil de ambas metrópolis (y que muestro junto a estas líneas) se parezca tanto al de cualquiera de las grandes urbes estadounidenses. Más aún, cuando se penetra en el corazón comercial de estas ciudades, que forman parte de casi todos los circuitos turísticos, se comprueba que las tiendas de lujo en nada desmerecen a las que se encuentran en el mundo capitalista occidental. Por otro lado, todos los rótulos los vemos escritos en inglés y te atienden en esta lengua sin ningún tipo de problema.


¿Qué ha sucedido, entonces, para que aquel país que Mao Zedong condujo inicialmente hacia un modelo que se asemejaba a la entonces Unión Soviética de Stalin se haya convertido en un país de capitalismo de Estado [Doyon y Rocca] o de singular socialismo [Amin] tras años de dirección férrea del PCCh?

¿Qué ha quedado de la Revolución Cultural, época en la que nos llegaban aquellos carteles de coloristas imágenes protagonizados por esforzados obreros y campesinos y heroicos soldados blandiendo el Libro Rojo como inalterable guía del pensamiento del gran líder, todos juntos caminando directamente al socialismo?

La verdad es que las transformaciones han sido profundas y para entender todos estos cambios hay que conocer bien el pensamiento del pueblo chino, ya que, en el fondo, es una cultura milenaria marcada por las ideas de Confucio, lo que les hace ser bastantes pragmáticos, por lo que no es de extrañar que se haya dado esa metamorfosis que le ha colocado a la cabeza de las economías mundiales.

Cambios muy distintos a los que acontecieron en la extinta Unión Soviética, que condujeron a una Rusia de capitalismo neoliberal en la que la corrupción y el nepotismo campan a sus anchas lideradas por un siniestro personaje llamado Vladimir Putin.

¿Economía capitalista o socialista? Veamos: con el actual presidente chino Xi Jinping, si bien las transformaciones han continuado favoreciendo al sector privado, lo cierto es que el Estado mantiene el control directo sobre gran parte significativa de la economía, dado que el público representa un 30 por ciento, en la que se encuentran sectores fundamentales.

Por otro lado, el PCCh sigue ejerciendo un fuerte control político ya que “desde 2018, las empresas que cotizan en el mercado chino tienen la obligación de abrir una célula del partido. A fecha de hoy, el 92 por ciento de las quinientas mayores empresas cuentan con una. Aunque no se han hecho públicas las cifras precisas, filtraciones periódicas han revelado la importantísima presencia de miembros y células del partido dentro de empresas extranjeras establecidas en China” [J. Doyon].

Comprobamos que el pragmatismo chino ha conducido a que, en vez de entender la sociedad como producto de los conflictos de clases sociales dentro del sistema de producción, se haya basado en potenciar la idea de nación y en la búsqueda de un nacionalismo económico basado en el desarrollo productivo.

Para cerrar esta breve incursión por la compleja realidad china, quisiera apuntar que el PCCh cuenta en la actualidad con la nada desdeñable cifra de 95 millones de afiliados; y aunque pareciera que hay colas para entrar en él, lo cierto es que en el último año solamente se ha aceptado el 12,3 por ciento de las solicitudes.

Así pues, seguimos viendo a China como un país ‘comunista’, lo que no deja de ser una paradoja, cuando compite con Estados Unidos, la gran superpotencia capitalista, para hegemonizar la economía mundial. Meta que, por cierto, está alcanzando en pocas décadas.

AURELIANO SÁINZ
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