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Dany Ruz | El perdón impuesto

Cuánto ha cambiado el amor. Recuerdo cuando era pequeño una escena un tanto dantesca, aunque este adjetivo se lo atribuyo ahora, ya que cuando me ocurrió no era más que una situación “normal” desde mi punto de vista. De algún modo viví aquello como un making off del amor. 


El asunto giraba en torno a una pareja de novios, una chica y un chico, que entra en crisis tras una gran temporada juntos que, desde fuera, permitía predecir que se jurarían amor eterno en un altar. Sinceramente, no recuerdo el motivo real que les hizo desembocar en aquella situación pero puedo intuir que podría haber habido otras personas de por medio. Pero el motivo real de aquella crisis de pareja no es relevante en este momento: lo que importa es qué hicieron para solucionar de forma misericordiosa aquel conflicto.

Ellos estaban en la calle, mirándose como si con los ojos se pudiera empuñar una espada y batirse en duelo. El silencio, marcado por el ritmo del corazón, fue cortado en seco por una mujer mayor. Ellos estaban en plena disputa y sin intención alguna de enmendarla. De hecho, las gasas que utilizaban no curaban, sino que hacían mas grande la herida.

Vi cómo la señora mayor les quitó de un puñado las espadas de los ojos y ellos enfocaron sus pupilas hacia el suelo, por si fueran a encontrar allí alguna forma, aunque fuera inexcusable, de que la tierra se los terminara tragando.

Aquella señora les invitó a entrar en su coche. La dueña del vehículo entró primero, después la chica y, por último, el chico. Sin que nadie me impidiera mirar, me quedé expectante fuera. Entendía que no era asunto mío conocer las palabras que allí se iban a cruzar, aunque sí entendía que de allí iba a salir un conflicto solucionado a la fuerza. Y sí, reconozco que sentía curiosidad por saber cómo solucionar conflictos en la vida real.

Desde fuera vi cómo la señora mayor, sentada en la parte delantera del coche, les hacía ver que el uno estaba hecho para el otro, que la tradición familiar, social e individual les empujaba a perdonarse en todo aquello que hubieran hecho y en todo lo que hubieran de hacer en adelante para estar juntos. Casi como una condena por no haber hecho del cuerpo un alma.

Seguro que el chico vio en ella un fin, no un medio para llenar el alma. La chica seguro que vio un fin en él, la estabilidad social para cumplir con las obligaciones que marcaban a la mujer en la época. La señora mayor, en aquella conversación, puso sobre la mesa su experiencia matrimonial y sentimental. Al menos, eso creí ver en su cara cuando salió del coche.

Casi les ordenó a vivir a través de esa decisión que tomaron de estar juntos, porque una vez que tomas esa decisión, las consecuencias que se derivan de ella tienes que tragártelas y convivir para siempre con la misma. Esa era la experiencia de aquella mujer mayor: que una pareja no se elige; una pareja se impone por lo que te marcan las normas no escritas de la sociedad.

Vi cómo se empañaban los cristales del coche, supongo que por la aceleración de los corazones de los tres cuerpos que había presentes en su interior. Me imagino a la señora mayor diciéndoles: “vosotros estáis juntos y eso conlleva unas obligaciones. Tenéis que cuidar de la otra persona llegando a perdonar lo imperdonable, porque vosotros habéis hecho el uno al otro y el otro al uno”.

Lo que se le olvidó decir a la señora mayor fue que el amor tiene obligaciones, pero también tiene derechos: el derecho a renunciar a redimirse ante el pecado del otro; el derecho de poder basar el perdón en uno mismo y no en la persona que has ofendido...

Porque aquella situación no era más que pedirse perdón entre los dos para poder llevar la culpa a medias, sin darse cuenta de que cuando llevas la culpa de otra persona a cuestas, esa culpa será eterna, mientras que la otra culpa, la tuya, podría ser perenne y desaparecer en algún momento.

No habrá un instante de amaine entre las dos culpas porque ninguna ha obtenido el perdón original. Porque si existe un pecado original, debe haber un perdón original y es el de Eva perdonándose a sí misma sin la necesidad del perdón de Dios ni de Adán.

La señora mayor salió primera del coche, con el sentimiento de haber hecho bien los deberes. Ellos, cabizbajos, con lágrimas en los ojos pero aguantándolas en los lagrimales como el que agarra a un hermano colgando sobre el vacío, miraban al suelo.

Y como si yo no estuviera presente, la señora mayor les dijo: “Venga, daos un beso que yo lo vea”, como si el hecho de que ella lo viese dotara de más emoción y sentimiento ese beso; como si el beso visto por ella valiera como un juramente ante el juez de que vas a decir la verdad y solamente la verdad.

Y yo entendía que aquello eran los entresijos del amor, el making off, el cómo se construye una pareja a base de ahínco y de perdón misericordioso. No recuerdo la edad exacta de mi concupiscente cuerpo, pero podría tener yo por aquel entonces unos ocho años.

Ahora, veinte años después, creo ver la cara de aquel chico y de aquella chica y encuentro en sus ojos aún empuñada aquella espada, a punto de batirse en duelo al más mínimo tropezón del otro. Porque aquel perdón impuesto, sin sentir ni abrir de par en par la puerta de ese sentimiento exacto, les condenó como pareja a vivir hasta su muerte; a tener dos hijos que no entenderán nada hasta que su alma se desquite de los problemas heredados de aquella conversación en aquel coche.

Una charla que les condenó a vivir el amor como obligación y no como un derecho. Una charla que les condenó a vivir juntos como compañeros de celda y no como compañeros de viaje.

DANY RUZ
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