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Carlos Serrano | No den de comer a los gatos

El cartel es feo y da una fea orden. Tiene la razón sanitaria de su parte. Pero eso no le quita fealdad alguna. Fondo blanco y letras negras sobre la verja oxidada. Allí dan sus primeros pasos los felinos. Entre latas aplastadas, un viejo colchón y cascotes pertenecientes a lo que, antaño, fue una vivienda. Parece ser que los viandantes cayeron presos de un alfabetismo selectivo. Lo demuestra el pienso esparcido por el suelo. El más pequeño era de color negro, con ojos amarillos. La madre es blanca, de ojos azules, mientras una raya gris le atraviesa el rostro y cruza su ojo izquierdo.


Aquellos gatos tenían en su hábitat el poder de parar el tiempo. Los niños muestran su interés en aquellas bolas de pelo que asomaban sus temblorosos bigotes a la calle. Sus madres tiran de sus pequeñas manos. Algunas parejas, con toques de queda en su nuca que apagan los fugaces encuentros en los portales, interrumpían su paseo abrazados para observar cuál sería adoptado por ellos. Qué felino llenaría sus redes sociales. Incluso algún vehículo de las fuerzas del orden detiene su patrulla en vehículo para determinar que estuviera todo en orden y se siguiesen las instrucciones dadas en el letrero.

Algún que otro jubilado gastó algún euro de su pensión en humildes juguetes de cuerda que perecían ante las garras de sus destinatarios. Da que pensar cómo unos animales tan pequeños tienen como consecuencia tantas acciones. Llama la atención algunas mascarillas entre tanto felino. Ahí, abandonadas a su suerte. Un humilde trozo de tela con gomas blancas, destinado a salvar vidas, jubilada entre pelos y orines de gato. Ahora, servían de cama a uno de los inquilinos peludos. Duerme plácidamente. No es de extrañar su facilidad de sueño. Su única preocupación es levantarse y comer lo que pueda.

Su plan del día a día es llegar al día siguiente. Aquel gato era muy parecido a muchos de los peatones que se paraban para admirar unos segundos a la camada. Con la suerte de que, a la familia felina, no le afectaban los geles, distancias sociales, los políticos queriendo sacar partido de pandemias mundiales. Sólo el feo cartel sostenido con bridas negras. Y son más de seis hermanos gatunos.

Los maullidos piden compañía en la calle, que va vaciándose poco a poco. Y esperan la siguiente lata con comida húmeda, o un poco de agua. Aunque lo más seguro es que se repitan los carteles. Todos tenemos encima algún cartel en el que se indica que no nos den de comer. Aunque sean más de fiar los gatos de la casa abandonada que muchas personas. Eso seguro. Y ahí siguen. Entre la hierba, cazando moscas, hormigas. Todo lo que se arrastre o vuele ante sus pequeñas pupilas.

Lo que parecía ser un jardín de entrada es su coto de caza particular. Afuera, el caos y el ruido, el miedo. No tiene sentido cruzar la acera, seguir aquel olor de pan recién hecho de la panadería situada a cinco minutos. Cambiar un buen trozo de pan por un atropello no resulta buen negocio. Da igual la raza animal. Es difícil no acordarse de ellos cuando llueve o si el frío pasa tarjeta de visita.

Quizás, se muden mañana. No es problema el aval o la nómina. Es cuestión de llegar e invadir. Y volverán a parar el tiempo. Volverán los carteles feos. En ocasiones, siguen unos pasos detrás de ti esperanzados de que, por arte de desearlo, caiga de la bolsa de la compra algo que llevarse al colmillo. O, simplemente, que te pares a rascar su cansada oreja de ruido urbano: coches, sirenas, radios demasiado altas... Entiendo que gasten tanto tiempo en dormir: tienen siete vidas. Si en una la joden, tienen seis comodines. Así sucesivamente.

Dudo que les preocupe si su labor es indispensable. Por lo tanto, pueden cazar, maullar y lamerse hasta tarde. Es nuestro lujo como especie. Verlos correr por la calle, escondiéndose debajo de algún automóvil mientras nos observan. Luego, volver a casa y tirar las llaves. Abrir una cerveza.

Nosotros, los afortunados, tenemos el techo y la nevera llena. Ellos deben explorar la ciudad cada día y cada noche, adaptarse a ella. A la larga, la conocerán mejor que muchos mapas y guías virtuales. Pues saber en qué rincón no cae agua, ni se abre paso el calor, la comida abunda y nadie moleste, no es fácil de hallar en Google. Son unos supervivientes. 

CARLOS SERRANO
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