El periodista Manuel Bellido Mora, miembro del Consejo Editorial de Montilla Digital, continúa esta semana con la entrevista en profundidad a Miguel Mora Hidalgo (Montilla, 1943), vocal asesor de la Dirección General del Tesoro y Política Financiera del Ministerio de Hacienda y promotor de la cooperativa agrícola La Unión (la primera parte puede leerse en este enlace).
—¿Cuándo se produce tu vinculación a la política y cómo se genera en ti una actitud crítica?
—Hablar de Miguel de Unamuno en público como yo hablé aquel día eso ya tuvo sus consecuencias. Después vinieron a verme unos y otros; unos para bien y otros para decirme que tuviera cuidado. Pero eso fue tomado como lo que era: eso fue una conferencia pública y de política pura y yo lo que hice fue animar a la gente a que siguiera el ejemplo de don Quijote y de don Miguel de Unamuno. Eso es lo que yo hice realmente. Y algunos, como eran de los antiguos antiguos, se retrataron allí. Yo ya había oído hablar por mi padre que algunos eran republicanos…
—Puede decirse entonces que Unamuno te lleva a la política directamente...
—¿Tú te acuerdas de Francisco Carmona, Frasquito Ojos Claros? Pues ese fue de los primeros que vino a verme porque, claro, algo le habían dicho de mí: “ese estudiante revoltosillo” o lo que sea. Ese fue uno de los que después de la conferencia aquella vino para darme un abrazo. Eso sí lo recuerdo yo bien.
— Ya te tanteó pues.
—Joder que si me tanteó. Pero vamos, no se hablaba todavía… Fue ya después en la universidad, en Madrid, cuando yo entré en relación con la actividad política.
—¿Qué te encontraste allí?
—Allí me encontré una cantidad de pardillos… Yo fui a parar, porque a mi me ocurrían cosas un poco raras, a los terrenos que yo quería pisar. Pero el caso es que iba a ir a Valladolid porque mi amigo Juan Leña estaba estudiando allí Derecho, y me animó a que me fuera con él. Y eso es justamente lo que estaba determinado a hacer.
Pero por el camino vi una convocatoria para alumnos que quisieran entrar en una fundación o residencia universitaria: Fundación Universitaria Española. Y me llamó a mí la atención aquello. Escribí y me contestaron muy amablemente diciendo que si tenía interés escribiera un currículum y lo enviara. Lo hice y me llamaron.
—¿Y cómo era la fundación?
—Aquello era un sitio de lujo, pero de lujo de gente selecta... Allí había gente como Pedro Cerezo, profesor de Filosofía de Granada, que ya estará jubilado, entre otros. Eso fue una familia que dejó su dinero para que se apoyase a estudiantes de cierto valor. Pues allí fui yo a parar: me hicieron un examen y salió la cosa bien, y ya desde el primer día entré en contradicción. Porque en los primeros exámenes que me hicieron ya notaron que era pintoncillo: me vieron la pata ya.
Me llevaba bien con ellos, el director me apreciaba mucho. Y un gerente que había se llegó a hacer amigo mío y después los alumnos que había... Éramos nueve: nueve selectos. Ahora me da vergüenza, yo que no tengo ninguna humildad. ¡Tengo mucha soberbia, para que te enteres! ¡Y sin soberbia no se hace nada en la vida! He dicho. Nada, tienes que estar muy seguro de lo que haces y, cuando estás firme, a por todas.
—Los curas nos decían que la soberbia era un pecado capital.
—Sí, y yo también. Pero no me lo creo, claro. Yo estuve allí muy bien tratado, aquello era lo más selecto que uno pueda imaginar. Un piso de lujo en la calle Alcalá, frente al Retiro. Todo pagado, nueve estudiantes. Eso es lo que había allí, ese era el número. Eran de Filosofía y otros éramos de Derecho. Y allí estuve yo un tiempo conviviendo hasta que ya no pude más porque, para que la cosa fuera más pesada todavía, hasta teníamos una capilla dentro, y te llevaban a misa todos los días. Y yo veía los disparates, porque ya allí no creía nadie en nada... ¡Los tíos listos qué van a creer en nada! Era gente pensante. Había de todo pero, normalmente, lo que hacían era el hipócrita, y eso a mí no me gustaba nada, eso empezó a cargarme.
—¿Y qué ocurrió?
—Aguanté un año, me quise ir, se lo dije a mi padre y él me dijo que si yo era tonto. Yo le dije que tonto todavía no, pero… “que si te parece que tengo que aguantar esto”… “Pues naturalmente que hay que aguantar”, me dijo. “¿Tú sabes lo que tú tienes ahí? ¡Si eso es un tesoro! Tú puedes hacer la carrera entera y después te colocas de catedrático... ¿Tú sabes lo que tú tienes a tu alcance?”. Y yo le dije: “Por mucho que tenga a mi alcance, no me agrada”. No le dije nada más a mi padre, sino al director, ya en Madrid. Le dije: “que me voy, don Luis”. “¿Cómo? ¡Qué disgusto tan grande!”. Porque me tenía aprecio. Pero yo no podía seguir. Ya estaba en primero de Derecho.
—Después de esa decisión es cuando te abres a otro tipo de compañeros y de ideas más concretas, supongo. ¿A quién te lleva el siguiente paso?
—Pues a los principales los conocí muy pronto. Uno era Rodrigo Bercovitz, catedrático de Derecho Civil, en Madrid. Era el principal. Me quiso meter en el Partido Comunista y yo le dije entonces que no me metía en una cosa de esas. Y otro que recuerdo, que era mejor todavía, era Antonio Esteban Drake, profesor de Derecho Administrativo. Un tipo de categoría, de verdad.
—¿Y Almeida, Mohedano y otros dirigentes cuándo aparecen?
—Esos eran posteriores a mí. Mohedano incluso fue alumno mío. Con esos primeros, Bercovitz, Esteban y otros ya empecé a tener relaciones desde primero de carrera y ya iba mucho a sus reuniones. Me interesaba mucho por las cosas que hacían… A mí me consideraban un alumno selecto del grupo de la fundación, decían.
El caso es que aquello me fue bien, los profesores me trataron bien, sacaba buenas notas y aunque, como te estaba diciendo, mi padre no estaba de acuerdo con que me fuera, cuando se lo dije finalmente es cuando ya me había despedido del director. ¡Qué disgusto se llevó! Pero me despedí y me fui. Fue al segundo año cuando ya no pude más y lo dejé.
—¿Cuándo empiezas a militar?
—Militar, militar…Yo he hecho más cosas que los que dicen que tiene carné y todo eso. Pero yo no empecé a militar realmente hasta que acabé la carrera, cuando estaba de profesor ayudante. Durante la carrera iba a conferencias a cada momento y otras actividades de oposición al franquismo. Me tenían allí bien utilizado. Pero en aquel tiempo no vi yo la oportunidad: fíjate tú lo que son las cosas.
—También tuviste ocasión de salir fuera de España...
—Sí, cuando acabé la carrera estuve de lector de Español en Francia un año y, después, estuve otro año más en Inglaterra. En Inglaterra dos años. Daba clases y así me ganaba la vida, en un buen centro que había en Londres. Y cuando regresé, hablé con mi profesor preferido entonces, que era don Eduardo García de Enterría. Le pregunté si me podía acoger en su grupo y entré de inmediato. Me hizo ayudante suyo y, al mismo tiempo, como yo tenía que tener dinero por mi cuenta, pues escribí a un sitio que ofrecían empleos y me metí en Mapfre, en la compañía de seguros, pero es que me fue muy bien. Me hicieron un examen, no lo haría mal y me llamó el director. En el examen escrito me preguntaron sobre la China actual, la China comunista, y yo sabía un poco de aquello y me entretuve en escribir cuarenta hojas… Cuarenta, no. Pero por lo menos quince, sí.
El director, don Ignacio Fernando de Larramendi, un vasco carlista, interesante fulano, liberal, aunque no era de los reaccionarios, me llamó, me citó en su despacho y allí estuvimos hablando. Y va y me dice: “Usted esas cosas de China, ¿dónde las aprende?”. “¿Es que ha notado usted que lo que he escrito es algo incoherente, contradictorio en algo?”, le pregunté. “Qué va, qué va. Lo veo muy bien y por eso lo he llamado, y usted puede quedarse aquí cuando quiera”. Fue una enorme satisfacción. Cuando yo le conté esto a mi padre, me dice: “Has tenido suerte, porque después de ser un cacho bobo menos mal que ahora te recogen”.
—¿Tu padre estaba al corriente de la evolución ideológica? ¿Se lo contabas? ¿Llegaron a molestarlo alguna vez por tu actividad política?
—Sí, pero no mucho, porque él era más bien del orden establecido. No es que fuera un beato ni nada de eso, pero a él no llegaron a preguntarle, aunque sí le dijeron: “Es una pena que tu hijo ande por ahí, porque eso le puede causar muchos trastornos”. Así sucedieron las cosas.
—¿Y por qué dejaste Mapfre?
—Allí me fue muy bien pero, al cabo de un tiempo, también estaba yo cansado. ¿No tengo yo derecho a cansarme? Yo podía estar cansado desde el día siguiente, y se lo dije a algunos amigos, Paco Muñoz, entre otros: “esto no lo puedo soportar. Mira que me tratan bien, pero yo no vivo para ganar dinero al capital. Tengo que hacer cosas diferentes”.
Me animó y me salí sin decir nada de lo que iba a hacer, pero ya estaba preparando, que me salió bien, la oposición al Ministerio de Hacienda. “Cuerpo Superior de Administraciones Civiles del Estado” se llamaba aquello. Me presenté y lo saqué. Y ya he sido un hombre del Estado durante cuarenta años, que eso no lo puede decir cualquiera. Ya no me cansé, sino que me trituré.
—Eran años de actividad política clandestina. ¿La Policía sabía que eras un rojo o cómo se os tildaba en la época?
—Sí, lo sabían. Pero la actividad de cara al público que se podía hacer era mediana, los más decididos se metían en el partido, iban a reuniones clandestinas... Eso sí era un riesgo. Pero otros no llegábamos a esos niveles. Íbamos a reuniones, pero no llegábamos a tener un compromiso de esa naturaleza.
—¿Y durante la época que estuviste fuera de España?
—En el extranjero no tuve actividad política apenas, pero sí es verdad que conocí a gente progresista tanto en Francia como en Inglaterra. Pero no tuve una militancia expresa. Y fue ya aquí cuando volví e ingresé de profesor, primero en Administrativo, que no me interesó, y después en lo que ha sido mi vida, Hacienda Pública, con otro gran profesor que yo apreciaba mucho: Sainz de Bujanda.
—¿Y cómo fue el cambio de departamento?
—Le pedí a don Eduardo García de Enterría que me recomendara para que permitieran el traslado y lo hicieron en dos días. Y ya estuve ahí todo el tiempo. Pero yo no quería dejar nunca la Administración, porque me sentía mucho más libre e independiente, como se demostró. A mí no me perseguían por conocer a tal o a cual o por tener determinada actividad, hasta ahí no llegaron. Solamente me investigaban.
Una cosa en concreto que ocurrió una vez es que el policía de la Secreta que estaba en Derecho quería incordiarme un poco. Se enteró que yo era funcionario, preguntó y fue a hablar con el director que yo tenía en el departamento de Política Financiera, José Vilarasau Salat, que fue después director de la caja de ahorros catalana, de la Caixa.
Vilarasau recibió al policía y después me contó lo que había sucedido. Era director general en el Ministerio, un importante cargo, pero eso no quería decir que fuera de ellos. Entonces esas cosas ya ocurrían, estamos hablando del año 1975 o por ahí. El inspector le dijo que qué hacía yo allí, que cómo podía permitir que un fulano... Le diría de todo.
Le contó a Vilarasau que yo estaba en el Partido Comunista, que estaba siempre revolucionando la universidad y tal y que eso no podía ser, a lo que Vilarasau le contestó: “este señor cumple aquí y bastante bien y eso es todo lo que yo tengo que hablar”. Me preguntó si le creía y le dije que no tenía motivo para lo contrario, así que le di las gracias.
—Todo esto te va curtiendo, se habla de tu predicamento, de tu capacidad de comunicación, pero pese a todas estas cualidades parece que hay dificultades para verte en el cartel. Tienes esa capacidad de conectar con la gente, es evidente, y dispones de carisma para el liderazgo pero, sin embargo, pese a que parecías predestinado a ser diputado, esto nunca llega a producirse. ¿Por qué? ¿Qué es lo que lo impide? ¿Se puede hablar de frustración en este aspecto de tu vida pública?
—En política he visto a los más cretinos que he conocido en mi vida, y también a los más buenos. De los más buenos, Antonio Carpio: siempre estuvimos juntos. Y él me consideraba a mí, un poco, su maestro. Estudió Derecho y yo le ayudé bastante, y fuimos siempre amigos. Siempre.
Después entró Anguita, al que yo ya conocía. Me llamaron para que colaborara y yo colaboré bastante. Hice informes y fue varias veces al Ministerio de Hacienda, a Madrid, a pedirme algunas cosas, y estuvimos, entonces, en muy buena relación, sobre todo porque Anguita tenía en aquel momento un secretario, que era Antonio Luque Naranjo, de la familia montillana de los Luque, hermano de Pepe Luque Naranjo.
El caso es que las cosas vinieron de tal forma que yo tuve necesidad de preguntar y aclarar algunos temas. A mí me dijeron: “Ándate con cuidado porque te vamos a coger”. Y un día me cogieron. Y me llevaron a Yagüe, el coronel jefe de la Policía franquista, un torturador peligroso. Y ese es uno de los discursos más claros que yo me he marcado en mi vida. Esto lo puedo decir con orgullo.
—¿Qué ocurrió?
—Él estuvo hablando todo el tiempo que le pareció oportuno, se expresó con suavidad, tratándome como un superior: “Usted, con la carrera que lleva, parece mentira los riesgos que está usted corriendo, eso no puede ser. Usted tiene que cambiar y tal”. Y ya, cuando él acabó, yo le dije: “¿Usted me permite a mí que yo hable?”. Y me dijo que sí: “Para que vea usted que no es verdad todo lo que dicen de mí”. Me metió un rollo...
“Pues si me lo permite, yo le digo que voy a seguir haciendo lo que hago hasta que muera y la amenaza que usted me lanza me trae sin cuidado, porque aquí no se trata de amenazas, ni de creer en esto o creer en lo otro. Aquí se trata de que este país está mal gobernado, y los que son como usted hacen mal, no los que hacen como yo. Los que hacen como yo lo que intentamos es que mejore España en todos los sentidos y que aquí haya libertad. Y aquí cada uno puede decir lo que quiera. Eso es lo que yo quiero, y por eso voy a seguir luchando me pase lo que me pase”. Me mira y me dice: “Eso está bien dicho, ya lo pagará usted”. Y poco después me dice: “Ya puede usted retirarse”. ¿“No me va a tomar medidas ninguna?”. “Ninguna”. “Es que me habían dicho que, normalmente, el que entraba aquí no salía”.
Él conmigo no se portó mal desde el punto de vista humano. No me trató mal. Lo que vino a decirme fue: “Joder, con un bicho como usted hay que conducirse con cuidado”. “Si te agarro en un rincón ya veríamos a ver lo que pasaba”, pensé yo.
—Hasta Yagüe se dio cuenta de tus posibilidades, de tu entereza, por eso digo, volviendo a lo que antes hablamos... ¿Qué frenó tu carrera política cuando tan a favor parecía todo?
—Pues que he tenido la mala suerte, lo puedo decir así, de coincidir en momentos cruciales con compañeros de partido que no me han apoyado nada, por envidia, por recelos, por no querer darme a mí oportunidades... Cosas por el estilo. Y la causante principal se llama Rosa Aguilar. Tiene nombre y apellido: esa es la culpable principal. Si estuviera aquí delante lo diría del mismo modo.
—¿Y eso cómo fue?
—Me animaron unos cuantos amigos, y el principal fue Antonio Luque, que me obligaron casi a que me metiera en la organización de Córdoba. Yo seguía en Madrid, pero así estaría en el partido en Córdoba. Y así fue, me hicieron miembro del Comité Provincial y ya está. Estuve muy unidos a ellos. Anguita también me apoyó mucho…
Total, que la cosa iba para adelante y yo me creía que querían contar conmigo. “Tú tienes que dar un paso adelante y te vamos a hacer diputado”, decían. “¿Tú quieres?”. “Yo sí”. Porque esto, poder ser diputado, sí me gustaba a mí. “Yo sí que quiero”. “Pues entonces”, me dice Rosa, “te ofrezco lo siguiente: en las próximas elecciones generales –que eran poco después– yo me sigo presentando, encabezando la lista, y tú vienes de segundo. Previsiblemente yo saldré y puede que tú también salgas de segundo, pero que yo salga es casi seguro”. Estaba eso calculado bien, y de hecho ella ya era diputada en aquel instante.
“Entonces, lo más probable es que salga y yo lo que hago en cuanto salga de diputada es que cedo el puesto para poder presentarme para alcaldesa de Córdoba –las elecciones locales eran poco después– y tú te quedas de primero de la lista, eres diputado por Córdoba. ¿Te gusta el plan?”. “Contigo sí”. Y me engañó. Cuando se hicieron las elecciones, que yo no salí por chiripa, ella sí fue elegida, pero no dimitió. Ni me dio ninguna explicación ni volvió a hablar conmigo.
—Y en Madrid, dentro de la organización central, ¿nunca tuviste posibilidad?
—No, en Madrid no. Aquello era una escuela de maestrillos y quien no estuviera en el orden establecido… El partido tenía cosas fenomenales, como era la dedicación y la entrega. Yo la mejor gente que he conocido en mi vida ha sido en el Partido Comunista. Pero después tenía también unos verracos en la dirección, que eran monstruos que se habían degenerado con el paso del tiempo. Y esos no admitían contrincantes ni nadie que le hiciera sombra. Nada.
Si tenías una intervención, cuanto mejor fuera las consecuencias eran peores: te podría traer serios trastornos y te llamaban la atención. A mí el que me estimaba más era Carrillo y con ese me hubiera entendido. Pero Carrillo no mandaba nada. Tenía que haber pasado que yo hubiera sido de su absoluta confianza para ser el elegido... Pero no, yo no saldría por Madrid en ningún caso.
Continuará...
—¿Cuándo se produce tu vinculación a la política y cómo se genera en ti una actitud crítica?
—Hablar de Miguel de Unamuno en público como yo hablé aquel día eso ya tuvo sus consecuencias. Después vinieron a verme unos y otros; unos para bien y otros para decirme que tuviera cuidado. Pero eso fue tomado como lo que era: eso fue una conferencia pública y de política pura y yo lo que hice fue animar a la gente a que siguiera el ejemplo de don Quijote y de don Miguel de Unamuno. Eso es lo que yo hice realmente. Y algunos, como eran de los antiguos antiguos, se retrataron allí. Yo ya había oído hablar por mi padre que algunos eran republicanos…
—Puede decirse entonces que Unamuno te lleva a la política directamente...
—¿Tú te acuerdas de Francisco Carmona, Frasquito Ojos Claros? Pues ese fue de los primeros que vino a verme porque, claro, algo le habían dicho de mí: “ese estudiante revoltosillo” o lo que sea. Ese fue uno de los que después de la conferencia aquella vino para darme un abrazo. Eso sí lo recuerdo yo bien.
— Ya te tanteó pues.
—Joder que si me tanteó. Pero vamos, no se hablaba todavía… Fue ya después en la universidad, en Madrid, cuando yo entré en relación con la actividad política.
—¿Qué te encontraste allí?
—Allí me encontré una cantidad de pardillos… Yo fui a parar, porque a mi me ocurrían cosas un poco raras, a los terrenos que yo quería pisar. Pero el caso es que iba a ir a Valladolid porque mi amigo Juan Leña estaba estudiando allí Derecho, y me animó a que me fuera con él. Y eso es justamente lo que estaba determinado a hacer.
Pero por el camino vi una convocatoria para alumnos que quisieran entrar en una fundación o residencia universitaria: Fundación Universitaria Española. Y me llamó a mí la atención aquello. Escribí y me contestaron muy amablemente diciendo que si tenía interés escribiera un currículum y lo enviara. Lo hice y me llamaron.
—¿Y cómo era la fundación?
—Aquello era un sitio de lujo, pero de lujo de gente selecta... Allí había gente como Pedro Cerezo, profesor de Filosofía de Granada, que ya estará jubilado, entre otros. Eso fue una familia que dejó su dinero para que se apoyase a estudiantes de cierto valor. Pues allí fui yo a parar: me hicieron un examen y salió la cosa bien, y ya desde el primer día entré en contradicción. Porque en los primeros exámenes que me hicieron ya notaron que era pintoncillo: me vieron la pata ya.
Me llevaba bien con ellos, el director me apreciaba mucho. Y un gerente que había se llegó a hacer amigo mío y después los alumnos que había... Éramos nueve: nueve selectos. Ahora me da vergüenza, yo que no tengo ninguna humildad. ¡Tengo mucha soberbia, para que te enteres! ¡Y sin soberbia no se hace nada en la vida! He dicho. Nada, tienes que estar muy seguro de lo que haces y, cuando estás firme, a por todas.
—Los curas nos decían que la soberbia era un pecado capital.
—Sí, y yo también. Pero no me lo creo, claro. Yo estuve allí muy bien tratado, aquello era lo más selecto que uno pueda imaginar. Un piso de lujo en la calle Alcalá, frente al Retiro. Todo pagado, nueve estudiantes. Eso es lo que había allí, ese era el número. Eran de Filosofía y otros éramos de Derecho. Y allí estuve yo un tiempo conviviendo hasta que ya no pude más porque, para que la cosa fuera más pesada todavía, hasta teníamos una capilla dentro, y te llevaban a misa todos los días. Y yo veía los disparates, porque ya allí no creía nadie en nada... ¡Los tíos listos qué van a creer en nada! Era gente pensante. Había de todo pero, normalmente, lo que hacían era el hipócrita, y eso a mí no me gustaba nada, eso empezó a cargarme.
—¿Y qué ocurrió?
—Aguanté un año, me quise ir, se lo dije a mi padre y él me dijo que si yo era tonto. Yo le dije que tonto todavía no, pero… “que si te parece que tengo que aguantar esto”… “Pues naturalmente que hay que aguantar”, me dijo. “¿Tú sabes lo que tú tienes ahí? ¡Si eso es un tesoro! Tú puedes hacer la carrera entera y después te colocas de catedrático... ¿Tú sabes lo que tú tienes a tu alcance?”. Y yo le dije: “Por mucho que tenga a mi alcance, no me agrada”. No le dije nada más a mi padre, sino al director, ya en Madrid. Le dije: “que me voy, don Luis”. “¿Cómo? ¡Qué disgusto tan grande!”. Porque me tenía aprecio. Pero yo no podía seguir. Ya estaba en primero de Derecho.
—Después de esa decisión es cuando te abres a otro tipo de compañeros y de ideas más concretas, supongo. ¿A quién te lleva el siguiente paso?
—Pues a los principales los conocí muy pronto. Uno era Rodrigo Bercovitz, catedrático de Derecho Civil, en Madrid. Era el principal. Me quiso meter en el Partido Comunista y yo le dije entonces que no me metía en una cosa de esas. Y otro que recuerdo, que era mejor todavía, era Antonio Esteban Drake, profesor de Derecho Administrativo. Un tipo de categoría, de verdad.
—¿Y Almeida, Mohedano y otros dirigentes cuándo aparecen?
—Esos eran posteriores a mí. Mohedano incluso fue alumno mío. Con esos primeros, Bercovitz, Esteban y otros ya empecé a tener relaciones desde primero de carrera y ya iba mucho a sus reuniones. Me interesaba mucho por las cosas que hacían… A mí me consideraban un alumno selecto del grupo de la fundación, decían.
El caso es que aquello me fue bien, los profesores me trataron bien, sacaba buenas notas y aunque, como te estaba diciendo, mi padre no estaba de acuerdo con que me fuera, cuando se lo dije finalmente es cuando ya me había despedido del director. ¡Qué disgusto se llevó! Pero me despedí y me fui. Fue al segundo año cuando ya no pude más y lo dejé.
—¿Cuándo empiezas a militar?
—Militar, militar…Yo he hecho más cosas que los que dicen que tiene carné y todo eso. Pero yo no empecé a militar realmente hasta que acabé la carrera, cuando estaba de profesor ayudante. Durante la carrera iba a conferencias a cada momento y otras actividades de oposición al franquismo. Me tenían allí bien utilizado. Pero en aquel tiempo no vi yo la oportunidad: fíjate tú lo que son las cosas.
—También tuviste ocasión de salir fuera de España...
—Sí, cuando acabé la carrera estuve de lector de Español en Francia un año y, después, estuve otro año más en Inglaterra. En Inglaterra dos años. Daba clases y así me ganaba la vida, en un buen centro que había en Londres. Y cuando regresé, hablé con mi profesor preferido entonces, que era don Eduardo García de Enterría. Le pregunté si me podía acoger en su grupo y entré de inmediato. Me hizo ayudante suyo y, al mismo tiempo, como yo tenía que tener dinero por mi cuenta, pues escribí a un sitio que ofrecían empleos y me metí en Mapfre, en la compañía de seguros, pero es que me fue muy bien. Me hicieron un examen, no lo haría mal y me llamó el director. En el examen escrito me preguntaron sobre la China actual, la China comunista, y yo sabía un poco de aquello y me entretuve en escribir cuarenta hojas… Cuarenta, no. Pero por lo menos quince, sí.
El director, don Ignacio Fernando de Larramendi, un vasco carlista, interesante fulano, liberal, aunque no era de los reaccionarios, me llamó, me citó en su despacho y allí estuvimos hablando. Y va y me dice: “Usted esas cosas de China, ¿dónde las aprende?”. “¿Es que ha notado usted que lo que he escrito es algo incoherente, contradictorio en algo?”, le pregunté. “Qué va, qué va. Lo veo muy bien y por eso lo he llamado, y usted puede quedarse aquí cuando quiera”. Fue una enorme satisfacción. Cuando yo le conté esto a mi padre, me dice: “Has tenido suerte, porque después de ser un cacho bobo menos mal que ahora te recogen”.
—¿Tu padre estaba al corriente de la evolución ideológica? ¿Se lo contabas? ¿Llegaron a molestarlo alguna vez por tu actividad política?
—Sí, pero no mucho, porque él era más bien del orden establecido. No es que fuera un beato ni nada de eso, pero a él no llegaron a preguntarle, aunque sí le dijeron: “Es una pena que tu hijo ande por ahí, porque eso le puede causar muchos trastornos”. Así sucedieron las cosas.
—¿Y por qué dejaste Mapfre?
—Allí me fue muy bien pero, al cabo de un tiempo, también estaba yo cansado. ¿No tengo yo derecho a cansarme? Yo podía estar cansado desde el día siguiente, y se lo dije a algunos amigos, Paco Muñoz, entre otros: “esto no lo puedo soportar. Mira que me tratan bien, pero yo no vivo para ganar dinero al capital. Tengo que hacer cosas diferentes”.
Me animó y me salí sin decir nada de lo que iba a hacer, pero ya estaba preparando, que me salió bien, la oposición al Ministerio de Hacienda. “Cuerpo Superior de Administraciones Civiles del Estado” se llamaba aquello. Me presenté y lo saqué. Y ya he sido un hombre del Estado durante cuarenta años, que eso no lo puede decir cualquiera. Ya no me cansé, sino que me trituré.
—Eran años de actividad política clandestina. ¿La Policía sabía que eras un rojo o cómo se os tildaba en la época?
—Sí, lo sabían. Pero la actividad de cara al público que se podía hacer era mediana, los más decididos se metían en el partido, iban a reuniones clandestinas... Eso sí era un riesgo. Pero otros no llegábamos a esos niveles. Íbamos a reuniones, pero no llegábamos a tener un compromiso de esa naturaleza.
—¿Y durante la época que estuviste fuera de España?
—En el extranjero no tuve actividad política apenas, pero sí es verdad que conocí a gente progresista tanto en Francia como en Inglaterra. Pero no tuve una militancia expresa. Y fue ya aquí cuando volví e ingresé de profesor, primero en Administrativo, que no me interesó, y después en lo que ha sido mi vida, Hacienda Pública, con otro gran profesor que yo apreciaba mucho: Sainz de Bujanda.
—¿Y cómo fue el cambio de departamento?
—Le pedí a don Eduardo García de Enterría que me recomendara para que permitieran el traslado y lo hicieron en dos días. Y ya estuve ahí todo el tiempo. Pero yo no quería dejar nunca la Administración, porque me sentía mucho más libre e independiente, como se demostró. A mí no me perseguían por conocer a tal o a cual o por tener determinada actividad, hasta ahí no llegaron. Solamente me investigaban.
Una cosa en concreto que ocurrió una vez es que el policía de la Secreta que estaba en Derecho quería incordiarme un poco. Se enteró que yo era funcionario, preguntó y fue a hablar con el director que yo tenía en el departamento de Política Financiera, José Vilarasau Salat, que fue después director de la caja de ahorros catalana, de la Caixa.
Vilarasau recibió al policía y después me contó lo que había sucedido. Era director general en el Ministerio, un importante cargo, pero eso no quería decir que fuera de ellos. Entonces esas cosas ya ocurrían, estamos hablando del año 1975 o por ahí. El inspector le dijo que qué hacía yo allí, que cómo podía permitir que un fulano... Le diría de todo.
Le contó a Vilarasau que yo estaba en el Partido Comunista, que estaba siempre revolucionando la universidad y tal y que eso no podía ser, a lo que Vilarasau le contestó: “este señor cumple aquí y bastante bien y eso es todo lo que yo tengo que hablar”. Me preguntó si le creía y le dije que no tenía motivo para lo contrario, así que le di las gracias.
—Todo esto te va curtiendo, se habla de tu predicamento, de tu capacidad de comunicación, pero pese a todas estas cualidades parece que hay dificultades para verte en el cartel. Tienes esa capacidad de conectar con la gente, es evidente, y dispones de carisma para el liderazgo pero, sin embargo, pese a que parecías predestinado a ser diputado, esto nunca llega a producirse. ¿Por qué? ¿Qué es lo que lo impide? ¿Se puede hablar de frustración en este aspecto de tu vida pública?
—En política he visto a los más cretinos que he conocido en mi vida, y también a los más buenos. De los más buenos, Antonio Carpio: siempre estuvimos juntos. Y él me consideraba a mí, un poco, su maestro. Estudió Derecho y yo le ayudé bastante, y fuimos siempre amigos. Siempre.
Después entró Anguita, al que yo ya conocía. Me llamaron para que colaborara y yo colaboré bastante. Hice informes y fue varias veces al Ministerio de Hacienda, a Madrid, a pedirme algunas cosas, y estuvimos, entonces, en muy buena relación, sobre todo porque Anguita tenía en aquel momento un secretario, que era Antonio Luque Naranjo, de la familia montillana de los Luque, hermano de Pepe Luque Naranjo.
El caso es que las cosas vinieron de tal forma que yo tuve necesidad de preguntar y aclarar algunos temas. A mí me dijeron: “Ándate con cuidado porque te vamos a coger”. Y un día me cogieron. Y me llevaron a Yagüe, el coronel jefe de la Policía franquista, un torturador peligroso. Y ese es uno de los discursos más claros que yo me he marcado en mi vida. Esto lo puedo decir con orgullo.
—¿Qué ocurrió?
—Él estuvo hablando todo el tiempo que le pareció oportuno, se expresó con suavidad, tratándome como un superior: “Usted, con la carrera que lleva, parece mentira los riesgos que está usted corriendo, eso no puede ser. Usted tiene que cambiar y tal”. Y ya, cuando él acabó, yo le dije: “¿Usted me permite a mí que yo hable?”. Y me dijo que sí: “Para que vea usted que no es verdad todo lo que dicen de mí”. Me metió un rollo...
“Pues si me lo permite, yo le digo que voy a seguir haciendo lo que hago hasta que muera y la amenaza que usted me lanza me trae sin cuidado, porque aquí no se trata de amenazas, ni de creer en esto o creer en lo otro. Aquí se trata de que este país está mal gobernado, y los que son como usted hacen mal, no los que hacen como yo. Los que hacen como yo lo que intentamos es que mejore España en todos los sentidos y que aquí haya libertad. Y aquí cada uno puede decir lo que quiera. Eso es lo que yo quiero, y por eso voy a seguir luchando me pase lo que me pase”. Me mira y me dice: “Eso está bien dicho, ya lo pagará usted”. Y poco después me dice: “Ya puede usted retirarse”. ¿“No me va a tomar medidas ninguna?”. “Ninguna”. “Es que me habían dicho que, normalmente, el que entraba aquí no salía”.
Él conmigo no se portó mal desde el punto de vista humano. No me trató mal. Lo que vino a decirme fue: “Joder, con un bicho como usted hay que conducirse con cuidado”. “Si te agarro en un rincón ya veríamos a ver lo que pasaba”, pensé yo.
—Hasta Yagüe se dio cuenta de tus posibilidades, de tu entereza, por eso digo, volviendo a lo que antes hablamos... ¿Qué frenó tu carrera política cuando tan a favor parecía todo?
—Pues que he tenido la mala suerte, lo puedo decir así, de coincidir en momentos cruciales con compañeros de partido que no me han apoyado nada, por envidia, por recelos, por no querer darme a mí oportunidades... Cosas por el estilo. Y la causante principal se llama Rosa Aguilar. Tiene nombre y apellido: esa es la culpable principal. Si estuviera aquí delante lo diría del mismo modo.
—¿Y eso cómo fue?
—Me animaron unos cuantos amigos, y el principal fue Antonio Luque, que me obligaron casi a que me metiera en la organización de Córdoba. Yo seguía en Madrid, pero así estaría en el partido en Córdoba. Y así fue, me hicieron miembro del Comité Provincial y ya está. Estuve muy unidos a ellos. Anguita también me apoyó mucho…
Total, que la cosa iba para adelante y yo me creía que querían contar conmigo. “Tú tienes que dar un paso adelante y te vamos a hacer diputado”, decían. “¿Tú quieres?”. “Yo sí”. Porque esto, poder ser diputado, sí me gustaba a mí. “Yo sí que quiero”. “Pues entonces”, me dice Rosa, “te ofrezco lo siguiente: en las próximas elecciones generales –que eran poco después– yo me sigo presentando, encabezando la lista, y tú vienes de segundo. Previsiblemente yo saldré y puede que tú también salgas de segundo, pero que yo salga es casi seguro”. Estaba eso calculado bien, y de hecho ella ya era diputada en aquel instante.
“Entonces, lo más probable es que salga y yo lo que hago en cuanto salga de diputada es que cedo el puesto para poder presentarme para alcaldesa de Córdoba –las elecciones locales eran poco después– y tú te quedas de primero de la lista, eres diputado por Córdoba. ¿Te gusta el plan?”. “Contigo sí”. Y me engañó. Cuando se hicieron las elecciones, que yo no salí por chiripa, ella sí fue elegida, pero no dimitió. Ni me dio ninguna explicación ni volvió a hablar conmigo.
—Y en Madrid, dentro de la organización central, ¿nunca tuviste posibilidad?
—No, en Madrid no. Aquello era una escuela de maestrillos y quien no estuviera en el orden establecido… El partido tenía cosas fenomenales, como era la dedicación y la entrega. Yo la mejor gente que he conocido en mi vida ha sido en el Partido Comunista. Pero después tenía también unos verracos en la dirección, que eran monstruos que se habían degenerado con el paso del tiempo. Y esos no admitían contrincantes ni nadie que le hiciera sombra. Nada.
Si tenías una intervención, cuanto mejor fuera las consecuencias eran peores: te podría traer serios trastornos y te llamaban la atención. A mí el que me estimaba más era Carrillo y con ese me hubiera entendido. Pero Carrillo no mandaba nada. Tenía que haber pasado que yo hubiera sido de su absoluta confianza para ser el elegido... Pero no, yo no saldría por Madrid en ningún caso.
Continuará...
MANUEL BELLIDO MORA
FOTOGRAFÍAS: MANUEL BELLIDO MORA
FOTOGRAFÍAS: MANUEL BELLIDO MORA