Miguel Mora Hidalgo se refugia en la lectura y en su familia. Está releyendo Cien años de soledad en un gastado volumen de Editorial Sudamericana, de 1967, la primera que se atrevió a publicar esta obra capital de Gabriel García Márquez. Lo sostiene con orgullo entre las manos. Es la versión, ahora objeto de colección, que tiene la letra E invertida en la palabra soledad del título de este clásico de la literatura contemporánea, lo que, en su momento, causó no poca extrañeza y algunas devoluciones por creerla una anomalía o, peor aún, una errata. Es la edición, segunda reimpresión, con un diseño de portada del mexicano Vicente Rojo, basado en un juego de dados llamado Macondo. Todos los caminos llevan hasta allí. Así, Miguel, se ha reencontrado este verano con su viejo amigo Aureliano Buendía.
Después de unos días en Asturias, donde trabaja una de su dos hijas, en agosto se desplazó hasta Córdoba buscando el sosiego de Trassierra. Lo encontré allí en un lugar apacible, una especie de altozano en la sierra desde el que solo se contempla una gratificante cubierta vegetal verde mires a donde mires. Cerca están los Baños de Popea, un paraje muy ligado al grupo Cántico.
Aquí, rodeado de árboles, el calor aprieta menos. Parece increíble que a solo unos cuantos kilómetros, al sur del Guadalquivir, se extienda un secarral en el que hasta los pajaritos se asan por la insufrible temperatura. Es un sitio precioso, un cobijo en plena naturaleza para él y su gente más próxima.
Bajo un porche se desarrolla la entrevista, que es más larga de lo habitual. Miguel, tan cercano y rotundo, se expresa con toda libertad. Lo escucho atentamente y, como yo, también lo hace un puñado de sobrinos y nietos que no se pierde detalle.
Unos días antes de la cita me confesó el duro trance de la pérdida de su hermano José Antonio, del que se repone acompañado del cariño de los suyos. Le invito a repasar algunos aspectos de su vida, la educación que recibió, su actividad pública como profesor y alto funcionario, la faceta política tan importante para él y, por supuesto, la fundación de la cooperativa La Unión, de la que es presidente de honor, la obra de la que está más orgulloso y que le sirve de vínculo permanente con su pueblo. Una empresa en la que, con tesón, pudo concretar una cierta aproximación al ideal de igualdad social. Es la cooperativa más grande y de mayor capacidad en el sector de los vinos en Andalucía.
—Miguel, quiero retroceder a tus años mozos en Montilla. ¿Dónde estudiaste?
—Yo estudié con los curas salesianos, toda mi vida. Soy antiguo alumno salesiano, además, de esos con historia. Primero, cuando era muy niño, nos llevaron a mi hermano José Antonio y a mí al colegio de Montilla, para hacer los seis años de Primaria, y ya más tarde continué en el de los Padres Salesianos en Córdoba, donde estuve como alumno interno para hacer todo el Bachillerato. Allí estuve hasta el final de esta etapa y me fue bien. Yo siempre me he entendido bien con ellos, a mi manera, porque pronto empecé con un enfoque distinto a ver las cosas, aunque dieron muestra, en el curso preuniversitario, de tener una visión amplia.
—¿En qué lo notabas?
—Lo notaba en hechos fundamentales. Ya estaba yo señalado y, sin embargo, me siguieron encargando el discurso de fin de año académico. Y me respetaron hasta el final, que eso fue un detalle que yo aprecié mucho, y que tengo en gran consideración.
—¿Cuántos años en total estuviste con los padres salesianos?
—Diez o doce años. Por ahí.
—Y todo este amplio periodo de tiempo, ¿dejó en ti alguna impronta?
—Quizá y sobre todo, aparte de que era gente buena y amable, algo muy importante era que allí había disciplina firme. No dura de pegar, era raro que eso ocurriese. Hombre, si había alguien que se pasaba, recibía reprimenda, pero entendíamos que la disciplina era algo que se apreciaba y que se valoraba a la gente que cumplía. Era un sitio muy serio, muy serio… Eso era lo importante. Y se trabajaba mucho. Yo ahí aprendí bastante: tuve muy buenos profesores, de modo que mi recuerdo de aquellos años es superior.
—¿Recuerdas a algún maestro en particular?
—Muchos, en particular a un cura, había algunos seglares también, pero predominaban los sacerdotes. Había uno sobre todo, don Juan Vicente, que le tenía yo un gran aprecio. Ese fue realmente el que a mí me aficionó de verdad a la literatura, a la que yo he sido siempre muy dado desde pequeño. Me orientaba, le gustaba leer las cosas que yo escribía, incluso, ya después en el preuniversitario –eso fue una suerte–, se elegía un tema singular en la asignatura de Literatura. Además de todas las otras materias, en Literatura, ese año, se escogió como tema Cervantes y, en particular, El Quijote. Yo me leí todo aquello de parte a parte de maravilla y, en esa tarea, me orientó mucho don Juan Vicente.
—¿Siempre sentiste predilección por la literatura?
—Siempre. Es una primera y permanente vocación: es lo que a mi me gusta de verdad. Y a veces echo de menos el no haberme dedicado a ella mucho más de lleno. La echo de menos, pero no lamentándolo, porque el que no hace una cosa es porque no puede. No se puede echar la culpa a quien sea. Si no se hace algo es mi culpa y nada más. La culpa la tiene uno por no haberse dedicado de lleno a algo. Quiero decir que yo, ahora mismo, no descarto dedicar más tiempo a la escritura…
—¿Estás pensando en escribir tus memorias?
—No, memorias no. Si hago algo es literatura, relatos, ficción o recuerdos… Lo que me saliera.
—¿Tienes avanzado algo?
—Tengo muchas cosas escritas. He publicado accidentalmente, pero no una cosa seguida. Saqué, ya lo sabes, un librillo sobre economía montillana (La economía montillana y sus perspectivas de futuro, 1991) y alguna otra cosa. También he participado en libros conjuntos de diversa índole, políticos y de economía. De economía es de lo que yo he practicado más. Participé en el primer ciclo de conferencias sobre historia de Montilla: eso no se me olvida.
—Antes has hablado de la disciplina. ¿Consideras que la disciplina es un valor fundamental en la vida de las personas?
—Es sustancial. El que no tiene disciplina no sirve para nada. Y el pueblo que carece de ella no sirve para nada. O sirve poco. Sin disciplina no hay nada que hacer. Disciplina quiere decir todo, es constancia, es sobre todo tener ideas claras y, después, practicarlas. Practicarlas y llevarlas a efecto. Esto es fundamental. Sin disciplina, constancia, orden y todo esto no hay nada que hacer. Esto es, un poquito, lo que nos falta a los españoles.
—¿Crees, por lo que dices, que somos un país poco dado a la autocrítica?
—Somos muy poco dados a esto, y recibimos las críticas, normalmente, mal. Siempre estamos diciendo que ese fulano ataca mucho… ¡Tonterías! Lo que pasa es que son inútiles, y un inútil siempre se queja de los demás.
—Volviendo a tus años infantiles y juveniles. ¿Siempre pasabas los veranos en Montilla?
—Siempre, en vacaciones siempre. En verano, Semana Santa y Navidad siempre volvía a Montilla. En mi casa había negocio de panadería. Y aquello, todo lo relacionado con el horno, forma parte de mi vida. Iba con los que trabajaban allí al campo, repartíamos en la Sierra, yo he hecho un poco de todo, pero nunca he sabido hacer pan. No llegué a aprenderlo.
—En aquella Montilla de entonces, ¿cómo vas encauzando tus inquietudes? ¿Cómo vas dando salida a tus ideas y pensamientos?
—Yo siempre idealizaba, y sigo idealizando, pero después he tenido un aprendizaje en política muy fuerte y muy importante, muy duradero. Y entre otras cosas, todo esto me ha servido para poner las cosas en su sitio. Por ejemplo el idealismo no me sirve. Me sirve, simplemente, para seguir apreciando ideas nobles. Si a esto se le llama idealismo… pues muy bien.
Pero no, el idealismo, tal como se suele decir, es banalizar. O decir los sueños que pude tener… Y eso no me atrae mucho. Todo esto se ha ido superando con el tiempo. Para mí ha sido una escuela muy seria el decantarme por la economía, que yo estudié mucho. Y ya cuando verdaderamente yo cambié el modo de ver las cosas fue cuando empecé a leer cosas de Marx con muy poca edad, y toda la escuela de pensamiento común a él. Eso lo conocía yo muy bien.
—Y la formación religiosa que habías recibido, ¿te creó algún conflicto con estas nuevas ideas?
—Sí, por supuesto, tanto que me separé de ese ámbito. Yo desde el preuniversitario ya no tenía nada que ver con esa historia. Respeto mucho todo ese mundo, pero cada cosa en su sitio. Me gusta que se haga uso de la religión para fines terrenales, pero cada cosa en su sitio. Desde entonces, yo he estado separado de ese mundo para siempre.
—¿Cómo afecta esta incipiente posición crítica a tu vida cotidiana? ¿Cómo reaccionan, por ejemplo, tus amigos ante este giro?
—Algunos ya nos conocíamos, pero rápidamente empezamos a hablar. Yo estuve en un grupo que se reunía en la Casa del Inca; allí es donde teníamos nuestra tertulia y era un grupo de gente magnífica. Este grupo era de estudiantes, como yo, de mi misma edad aproximadamente, y eran tipos aficionados a la literatura y a la historia y también a la política. Ahí estaban Manolo César, Rafael Ramírez, Manolo Luque Moreno… Arturo Ramírez también colaboraba mucho y otros cuantos más.
Recuerdo ahora la primera intervención mía en público... Mi primera intervención, si se me permite recordar ya, fue el discurso de fin de año que antes mencioné de despedida del colegio de los curas. Se hacía ya al final del curso, se entregaban los premios y todo este tipo de cosas. Intervenía el director del centro, el obispo que también estaba por allí, y a un alumno se le encargaba un discurso de adiós, y es lo que hice yo: me marqué un discursillo.
Después ya, fuera del colegio, tuve mi primera intervención en público ese mismo año, en el verano de 1960. El grupo del que te hablo que funcionó en la Casa del Inca organizó allí un acto cultural, y me pidieron que me encargara de la conferencia. En el colegio ya me había aficionado a Miguel de Unamuno por medio de un compañero, fíjate si era raro esto. Pero ¿quién era esta persona que me puso en este camino? Pues fue un gran amigo de Cabra, alumno como yo en los Salesianos, Juan Leña, del que muchos habrán oído hablar por su dedicación posterior a la carrera diplomática.
—Coincidiste entonces con Juan Leña...
—Sí, él es muy amigo mío, aunque no nos vemos desde hace mucho tiempo. Estaba un año por encima de mí, pero me hice muy amigo suyo. Me dejaba libros y me recomendaba otras lecturas. Y, sobre todo, me recomendó a Unamuno, al que me aficioné ya en en colegio. Fui a pedirle permiso a mi profesor de Literatura, don Juan Vicente, porque yo ya sabía a lo que me exponía. El propio Juan Leña me advirtió: “¡ándate con cuidado, que a los curas no les gusta demasiado este asunto!”. “Vale, pero yo no tengo que ocultar nada a nadie, me parece que es un autor que merece la pena leer y además tú me estás diciendo que es de lo mejor que se ha escrito en en este país, de las mejores personas que han existido en España”.
Así que fui a don Juan Vicente, que se escandalizó, pero no así de una manera agobiante, sino que me dijo: “Niño, ¿tú no tienes otra cosa mejor? Lee 'El Quijote', que lo tienes ahí. Ya sé que te lo has leído, pero ¡hazlo otra vez! No pasa nada, pero Unamuno es una persona muy seria que a lo mejor a ti, con tu edad, no te viene muy bien. Pero, bueno, déjame que lo piense”.
Pasó un tiempo y yo volví: “Don Juan, ¿usted qué ha pensado de esto?”. Y le enseñé el libro de Unamuno que era el que primero me leí, Vida de don Quijote y Sancho, que es un libro del que yo digo, para el que no lo conozca, que es un prodigio de la literatura universal y que, sin embargo, se conoce poco. Está por encima de El Quijote o igual: es de ese nivel. Y habla de don Quijote y Sancho y de las cosas que pasaban en aquel mundo.
Y don Juan Vicente, que era salmantino y era muy fino para esta tierra, me dice: “A este libro yo le he echado una ojeada y me he enterado que ha estado en el índice de libros prohibidos por la Iglesia”. “Bueno –le dije– no pasa nada. Lo leo y cuando me surja alguna duda, lo consulto con usted”. “¡Niño, haz lo que quieras!”, me respondió. Era un cura de aquel tiempo, conservador, pero viendo mi insistencia y lo entusiasmado que yo estaba me dijo: “¡Haz lo que quieras!”. El libro me gustó muchísimo, lo leí siete u ocho veces en aquel curso y, cada cierto tiempo, don Juan me iba preguntando por la lectura.
—Imagino que ese interés por Unamuno trascendería del colegio.
—Claro. Volviendo al círculo de amigos que teníamos en Montilla, me propusieron que diera una conferencia. Y yo dije que la podía dar, precisamente, sobre don Miguel de Unamuno. Alguno que era más o menos dudosillo me dice: “Joder, ¿no puedes elegir algo mejor? ¿No puedes elegir otra cosa? ¿Tiene que ser un conflictivo?”. Y yo le dije: “Pues ese va a ser, porque no vas a ser tú quien lo prohíba”. “¿Yo qué te voy a prohibir a ti? Hazlo como tú entiendas, como tú sabes hacer las cosas”.
Me marqué una conferencia buena, hubo cantidad de gente, todos los políticos antiguos que habían estado en la cárcel –a algunos no los conocía nadie– y mucha gente joven. Aquello estaba lleno de gente. Y la Guardia Civil en la puerta. Pero esa vez no me trincaron. Le debieron decir que no me tocaran y no me tocaron. Aquello estuvo bien y hubo un coloquio fenomenal…
—¿Cuántos años tenías entonces?
—Diecisiete. Era el mismo verano del preuniversitario, justo antes de iniciar la carrera, que empecé en octubre de 1960.
—¿Qué más cosas puedes decirme de aquel grupo de amigos que se propuso mover un poco la actividad cultural en Montilla?
—En Montilla no había nada. Los dos únicos que había, intelectuales de primera fila, de los que luego me hice buen amigo, eran Pepe Cobos y Paco Muñoz, el de la botica: ese murió y está en el infierno, ponlo. Aunque en el infierno estamos ya asignados más de uno. Me refiero a Paco Muñoz, el hijo de Paco El de la botica de la parada, la farmacia de Cabello, en la que estaba de mancebo, como más tarde Antonio Carpio.
Hicimos montones de actos culturales y sobre temas de Montilla también tocamos muchas cosas. Nosotros nos preocupamos por algunos paisanos que estaban por ahí: el médico pulsista famoso, que era una eminencia para su época y en Montilla no se sabía quién era, y así mismo otros. Hablamos de El Gran Capitán, pero de otra manera. Y creo que yo fui el primero que me permití decir “menos capitanes”. Dije esa frase en un momento determinado y se cabrearon algunos. Era normal que se cabrearan: era un gili, el Gran Capitán era un gili… Yo lo he estudiado y como asesor de Isabel la Católica tenía que decir que era otra gili. Esa gente no ha aportado a la Historia de España nada.
San Francisco Solano sí aportó, porque aunque tuviera una doctrina que a mí no me podía interesar, sí educó a las gentes. Y yo he estado en Perú varias veces y he hablado con muchos allí y me han dicho que el gran montillano ese lo es, pero el que nosotros mejor conocemos, ese no lo menciona usted, el Inca Garcilaso. ¡Oh, qué fallo he cometido! El mejor escritor que tenemos en Montilla y no lo mencionamos, ni lo conoce nadie: el Inca Garcilaso.
¿Quién es el Inca Garcilaso de la Vega? Hijo de un capitán que pasó por Montilla y que después se fue al Perú y se casó allí o se juntó con una princesa incaica. Y este escritor tiene un libro que nada más que por ese libro merece ya pasar a la historia: se llama Los Comentarios Reales. Portentoso. Bueno, pues todo eso lo prediqué yo en aquel tiempo.
Yo me documentaba mucho con lo que me pasaba el mejor escritor que ha habido en Montilla, que es Pepe Cobos, el bodeguero. Era amigo de mi padre y cuando fui a dar mi primer discurso le pregunté a mi padre: “¿Yo puedo ir a hablar con don José Cobos?”. “¿Y tú que tienes que hablar con ese señor?”, me dijo. “¿Que qué tengo que hablar? Pues ya lo veré. Tengo que comentar cosas con él”, le respondí. Y apostillé: “Tengo que pedirle documentación”. “Que lo llames y le digas que vas de mi parte”, me animó mi padre.
Mi padre se lo comentó a Pepe y le dijo que podía ir a verlo. Y así lo hice. Fue muy amable, como siempre, y fue él quien me dejó varios libros de Unamuno que me sirvieron a mí. Pepe Cobos también me dijo: “Niño, eres muy tempranero para dedicarte ya a don Miguel de Unamuno”.
—Háblame más de Pepe Cobos.
—Pepe Cobos era una persona infrautilizada como lo somos muchos. Lo decimos externamente, porque yo, ahora mismo, podría decir “si no hubiera hecho esto; si no hubiera hecho lo otro... Yo qué me voy a meter”. Le gustaba mucho el vino, ¿y qué? A otros le pueden gustar otras cosas peores…
Era magnífico, era soberbio. Se alteraba. Cuando bebía sí se alteraba. Conmigo nunca y, si me veía, siempre acudía a saludarme. Magnífico. Y a mí sus libros me gustaban y me gustan. Yo, de vez en cuando, me leo todos sus libros. Menos que nube se llamaba uno de ellos. Él no escribió libros compactos, eran más bien artículos en los periódicos, en las revistas. Era un señor muy bien considerado por toda la gente lista que había por allí, entre los cuales los más distinguidos eran este amigo mío, Paco Muñoz, y Manolo Gómez Puig, que era profesor y que ya ha muerto y está, no en el infierno, porque a éste le dieron una cátedra celestial. Y era muy amigo mío.
—¿Cómo recibía la sociedad montillana estas opiniones vuestras, digamos, tan contrarias a las suyas, a las que entonces imperaban?
—Estaban escandalizados y atacaban todo lo que podían. Y como éramos gente bien considerada y familias más o menos bien conocidas se andaban con cuidado. En mi caso, por ejemplo, como un alumno distinguido de los Salesianos, no iban a decir que yo era un fulano... Tenían que andarse con cuidado. Es decir, me respetaban y también a los demás, que eran más o menos de la misma corriente. Pero es que tampoco se podía decir que fuéramos gente que estuviera provocando, ni mucho menos, aunque hacíamos intervenciones públicas con frecuencia. Así es como vivimos durante un tiempo hasta que después ya nos metimos en política.
—¿Os amparaba el Ayuntamiento en las actividades de la Casa del Inca?
—Dejaban la Casa del Inca sin problemas. Pero, en aquel tiempo, el Ayuntamiento no participaba.
—¿Fue entonces, en aquellos años, cuando hiciste de actor en el grupo de teatro formado alrededor de la emisora de los Jesuitas?
—Sí, se hizo de todo. Preparamos obrillas y a mí me daban algún papel. Me acuerdo que una vez recité el Piyayo... ¿Tú sabes quién es el Piyayo? El caso es que me movía por todas partes, me informaba bien y estaba predicando. Yo tenía afán predicador. Y eso se lo debo a los curas. Siempre fui predicador, lo contrario que mi padre o que mi hermano… Esos no salieron predicadores. Eran magníficos, mejores que yo, pero no eran predicadores. Yo sí era predicador, siempre me ha gustado mucho hablar.
—Es verdad esto que dices. Y, además, conectas mucho con el público...
—Sí, sí. Conecto.
—Creo que tienes el don de la comunicación. Cuando yo te vi por primera vez ya me di cuenta de esta característica tuya.
—Sí, es cierto.
—Hombre, los Mora tienen gusto por lo discursivo…
—¿Tú sabes qué Mora era de esa estirpe más clara? Tu abuelo, Miguel Mora Repiso. Yo era de su corriente, ¡cuánto me gustaba! ¡Cuánto me gustaba ir a hablar con él! Siempre iba a verlo. Cuando venía del colegio siempre me llegaba a saludarlo, y a él le agradaba mucho que fuera a visitarlo. Echábamos unas parrafadas…
—¿Y en el grupo de teatro coincidiste con Julio Anguita?
—No, con Julio no.
—Él ha comentado en alguna ocasión que había estado en un grupo teatral a su paso por Montilla, donde también coincidió como maestro de escuela con Herminio Trigo y Agustín Gómez...
—Yo estaría también por allí. Julio estuvo de maestro en Montilla cuando empezó. Él era maestro de carrera. Y en Montilla estuvo varios años. Se hizo muy amigo de mi hermano y de otros. Yo allí ya lo trataba, no tanto como ellos, porque yo solo regresaba a Montilla de vacaciones. Allí lo conocí y fuimos amigos desde entonces. Él tenía dos años más que yo. En aquella época no tendría más de 20 años cuando estaba allí de maestro.
A Agustín Gómez sí lo traté mucho, además su padre era muy amigo del mío. Y más de una vez fui con mi padre a las fiestas y tertulias que organizaban en las que cantaban. El padre de Agustín, El Lucero, era un fenómeno cantando flamenco. No se dedicó profesionalmente, pero podía haber sido de lo mejor. Yo desde entonces estuve muy pegado a Agustín.
—¿Y también te relacionaste con el grupo que constituyó la Peña Flamenca?
—Con todos ellos, sobre todo con Agustín. Con él era con el que hablaba más.
—¿Con Enrique Garramiola también trataste?
—También. Enrique era un poco diferente, pero éramos amigos y hablábamos.
—¿Aquel grupo de amigos de juventud con el que quisisteis dinamizar la cultura en Montilla llegó a adoptar algún nombre?
—No, no le dimos nombre ninguno, lo que pasa es que nos movíamos mucho, organizábamos muchas cosillas...
—¿Tu colaboración con la radio consistió en algo más?
—Me llamaban de vez en cuando e intervine en varios momentos. También entonces conocí a Paco Solano Márquez Cruz, Paquito el de la sal. Era muy listo… muy listo. Era diferente, de una familia muy cercana a la mía. Yo conocía a toda su familia, y fuimos amigos, pero…
Continuará...
Después de unos días en Asturias, donde trabaja una de su dos hijas, en agosto se desplazó hasta Córdoba buscando el sosiego de Trassierra. Lo encontré allí en un lugar apacible, una especie de altozano en la sierra desde el que solo se contempla una gratificante cubierta vegetal verde mires a donde mires. Cerca están los Baños de Popea, un paraje muy ligado al grupo Cántico.
Aquí, rodeado de árboles, el calor aprieta menos. Parece increíble que a solo unos cuantos kilómetros, al sur del Guadalquivir, se extienda un secarral en el que hasta los pajaritos se asan por la insufrible temperatura. Es un sitio precioso, un cobijo en plena naturaleza para él y su gente más próxima.
Bajo un porche se desarrolla la entrevista, que es más larga de lo habitual. Miguel, tan cercano y rotundo, se expresa con toda libertad. Lo escucho atentamente y, como yo, también lo hace un puñado de sobrinos y nietos que no se pierde detalle.
Unos días antes de la cita me confesó el duro trance de la pérdida de su hermano José Antonio, del que se repone acompañado del cariño de los suyos. Le invito a repasar algunos aspectos de su vida, la educación que recibió, su actividad pública como profesor y alto funcionario, la faceta política tan importante para él y, por supuesto, la fundación de la cooperativa La Unión, de la que es presidente de honor, la obra de la que está más orgulloso y que le sirve de vínculo permanente con su pueblo. Una empresa en la que, con tesón, pudo concretar una cierta aproximación al ideal de igualdad social. Es la cooperativa más grande y de mayor capacidad en el sector de los vinos en Andalucía.
—Miguel, quiero retroceder a tus años mozos en Montilla. ¿Dónde estudiaste?
—Yo estudié con los curas salesianos, toda mi vida. Soy antiguo alumno salesiano, además, de esos con historia. Primero, cuando era muy niño, nos llevaron a mi hermano José Antonio y a mí al colegio de Montilla, para hacer los seis años de Primaria, y ya más tarde continué en el de los Padres Salesianos en Córdoba, donde estuve como alumno interno para hacer todo el Bachillerato. Allí estuve hasta el final de esta etapa y me fue bien. Yo siempre me he entendido bien con ellos, a mi manera, porque pronto empecé con un enfoque distinto a ver las cosas, aunque dieron muestra, en el curso preuniversitario, de tener una visión amplia.
—¿En qué lo notabas?
—Lo notaba en hechos fundamentales. Ya estaba yo señalado y, sin embargo, me siguieron encargando el discurso de fin de año académico. Y me respetaron hasta el final, que eso fue un detalle que yo aprecié mucho, y que tengo en gran consideración.
—¿Cuántos años en total estuviste con los padres salesianos?
—Diez o doce años. Por ahí.
—Y todo este amplio periodo de tiempo, ¿dejó en ti alguna impronta?
—Quizá y sobre todo, aparte de que era gente buena y amable, algo muy importante era que allí había disciplina firme. No dura de pegar, era raro que eso ocurriese. Hombre, si había alguien que se pasaba, recibía reprimenda, pero entendíamos que la disciplina era algo que se apreciaba y que se valoraba a la gente que cumplía. Era un sitio muy serio, muy serio… Eso era lo importante. Y se trabajaba mucho. Yo ahí aprendí bastante: tuve muy buenos profesores, de modo que mi recuerdo de aquellos años es superior.
—¿Recuerdas a algún maestro en particular?
—Muchos, en particular a un cura, había algunos seglares también, pero predominaban los sacerdotes. Había uno sobre todo, don Juan Vicente, que le tenía yo un gran aprecio. Ese fue realmente el que a mí me aficionó de verdad a la literatura, a la que yo he sido siempre muy dado desde pequeño. Me orientaba, le gustaba leer las cosas que yo escribía, incluso, ya después en el preuniversitario –eso fue una suerte–, se elegía un tema singular en la asignatura de Literatura. Además de todas las otras materias, en Literatura, ese año, se escogió como tema Cervantes y, en particular, El Quijote. Yo me leí todo aquello de parte a parte de maravilla y, en esa tarea, me orientó mucho don Juan Vicente.
—¿Siempre sentiste predilección por la literatura?
—Siempre. Es una primera y permanente vocación: es lo que a mi me gusta de verdad. Y a veces echo de menos el no haberme dedicado a ella mucho más de lleno. La echo de menos, pero no lamentándolo, porque el que no hace una cosa es porque no puede. No se puede echar la culpa a quien sea. Si no se hace algo es mi culpa y nada más. La culpa la tiene uno por no haberse dedicado de lleno a algo. Quiero decir que yo, ahora mismo, no descarto dedicar más tiempo a la escritura…
—¿Estás pensando en escribir tus memorias?
—No, memorias no. Si hago algo es literatura, relatos, ficción o recuerdos… Lo que me saliera.
—¿Tienes avanzado algo?
—Tengo muchas cosas escritas. He publicado accidentalmente, pero no una cosa seguida. Saqué, ya lo sabes, un librillo sobre economía montillana (La economía montillana y sus perspectivas de futuro, 1991) y alguna otra cosa. También he participado en libros conjuntos de diversa índole, políticos y de economía. De economía es de lo que yo he practicado más. Participé en el primer ciclo de conferencias sobre historia de Montilla: eso no se me olvida.
—Antes has hablado de la disciplina. ¿Consideras que la disciplina es un valor fundamental en la vida de las personas?
—Es sustancial. El que no tiene disciplina no sirve para nada. Y el pueblo que carece de ella no sirve para nada. O sirve poco. Sin disciplina no hay nada que hacer. Disciplina quiere decir todo, es constancia, es sobre todo tener ideas claras y, después, practicarlas. Practicarlas y llevarlas a efecto. Esto es fundamental. Sin disciplina, constancia, orden y todo esto no hay nada que hacer. Esto es, un poquito, lo que nos falta a los españoles.
—¿Crees, por lo que dices, que somos un país poco dado a la autocrítica?
—Somos muy poco dados a esto, y recibimos las críticas, normalmente, mal. Siempre estamos diciendo que ese fulano ataca mucho… ¡Tonterías! Lo que pasa es que son inútiles, y un inútil siempre se queja de los demás.
—Volviendo a tus años infantiles y juveniles. ¿Siempre pasabas los veranos en Montilla?
—Siempre, en vacaciones siempre. En verano, Semana Santa y Navidad siempre volvía a Montilla. En mi casa había negocio de panadería. Y aquello, todo lo relacionado con el horno, forma parte de mi vida. Iba con los que trabajaban allí al campo, repartíamos en la Sierra, yo he hecho un poco de todo, pero nunca he sabido hacer pan. No llegué a aprenderlo.
—En aquella Montilla de entonces, ¿cómo vas encauzando tus inquietudes? ¿Cómo vas dando salida a tus ideas y pensamientos?
—Yo siempre idealizaba, y sigo idealizando, pero después he tenido un aprendizaje en política muy fuerte y muy importante, muy duradero. Y entre otras cosas, todo esto me ha servido para poner las cosas en su sitio. Por ejemplo el idealismo no me sirve. Me sirve, simplemente, para seguir apreciando ideas nobles. Si a esto se le llama idealismo… pues muy bien.
Pero no, el idealismo, tal como se suele decir, es banalizar. O decir los sueños que pude tener… Y eso no me atrae mucho. Todo esto se ha ido superando con el tiempo. Para mí ha sido una escuela muy seria el decantarme por la economía, que yo estudié mucho. Y ya cuando verdaderamente yo cambié el modo de ver las cosas fue cuando empecé a leer cosas de Marx con muy poca edad, y toda la escuela de pensamiento común a él. Eso lo conocía yo muy bien.
—Y la formación religiosa que habías recibido, ¿te creó algún conflicto con estas nuevas ideas?
—Sí, por supuesto, tanto que me separé de ese ámbito. Yo desde el preuniversitario ya no tenía nada que ver con esa historia. Respeto mucho todo ese mundo, pero cada cosa en su sitio. Me gusta que se haga uso de la religión para fines terrenales, pero cada cosa en su sitio. Desde entonces, yo he estado separado de ese mundo para siempre.
—¿Cómo afecta esta incipiente posición crítica a tu vida cotidiana? ¿Cómo reaccionan, por ejemplo, tus amigos ante este giro?
—Algunos ya nos conocíamos, pero rápidamente empezamos a hablar. Yo estuve en un grupo que se reunía en la Casa del Inca; allí es donde teníamos nuestra tertulia y era un grupo de gente magnífica. Este grupo era de estudiantes, como yo, de mi misma edad aproximadamente, y eran tipos aficionados a la literatura y a la historia y también a la política. Ahí estaban Manolo César, Rafael Ramírez, Manolo Luque Moreno… Arturo Ramírez también colaboraba mucho y otros cuantos más.
Recuerdo ahora la primera intervención mía en público... Mi primera intervención, si se me permite recordar ya, fue el discurso de fin de año que antes mencioné de despedida del colegio de los curas. Se hacía ya al final del curso, se entregaban los premios y todo este tipo de cosas. Intervenía el director del centro, el obispo que también estaba por allí, y a un alumno se le encargaba un discurso de adiós, y es lo que hice yo: me marqué un discursillo.
Después ya, fuera del colegio, tuve mi primera intervención en público ese mismo año, en el verano de 1960. El grupo del que te hablo que funcionó en la Casa del Inca organizó allí un acto cultural, y me pidieron que me encargara de la conferencia. En el colegio ya me había aficionado a Miguel de Unamuno por medio de un compañero, fíjate si era raro esto. Pero ¿quién era esta persona que me puso en este camino? Pues fue un gran amigo de Cabra, alumno como yo en los Salesianos, Juan Leña, del que muchos habrán oído hablar por su dedicación posterior a la carrera diplomática.
—Coincidiste entonces con Juan Leña...
—Sí, él es muy amigo mío, aunque no nos vemos desde hace mucho tiempo. Estaba un año por encima de mí, pero me hice muy amigo suyo. Me dejaba libros y me recomendaba otras lecturas. Y, sobre todo, me recomendó a Unamuno, al que me aficioné ya en en colegio. Fui a pedirle permiso a mi profesor de Literatura, don Juan Vicente, porque yo ya sabía a lo que me exponía. El propio Juan Leña me advirtió: “¡ándate con cuidado, que a los curas no les gusta demasiado este asunto!”. “Vale, pero yo no tengo que ocultar nada a nadie, me parece que es un autor que merece la pena leer y además tú me estás diciendo que es de lo mejor que se ha escrito en en este país, de las mejores personas que han existido en España”.
Así que fui a don Juan Vicente, que se escandalizó, pero no así de una manera agobiante, sino que me dijo: “Niño, ¿tú no tienes otra cosa mejor? Lee 'El Quijote', que lo tienes ahí. Ya sé que te lo has leído, pero ¡hazlo otra vez! No pasa nada, pero Unamuno es una persona muy seria que a lo mejor a ti, con tu edad, no te viene muy bien. Pero, bueno, déjame que lo piense”.
Pasó un tiempo y yo volví: “Don Juan, ¿usted qué ha pensado de esto?”. Y le enseñé el libro de Unamuno que era el que primero me leí, Vida de don Quijote y Sancho, que es un libro del que yo digo, para el que no lo conozca, que es un prodigio de la literatura universal y que, sin embargo, se conoce poco. Está por encima de El Quijote o igual: es de ese nivel. Y habla de don Quijote y Sancho y de las cosas que pasaban en aquel mundo.
Y don Juan Vicente, que era salmantino y era muy fino para esta tierra, me dice: “A este libro yo le he echado una ojeada y me he enterado que ha estado en el índice de libros prohibidos por la Iglesia”. “Bueno –le dije– no pasa nada. Lo leo y cuando me surja alguna duda, lo consulto con usted”. “¡Niño, haz lo que quieras!”, me respondió. Era un cura de aquel tiempo, conservador, pero viendo mi insistencia y lo entusiasmado que yo estaba me dijo: “¡Haz lo que quieras!”. El libro me gustó muchísimo, lo leí siete u ocho veces en aquel curso y, cada cierto tiempo, don Juan me iba preguntando por la lectura.
—Imagino que ese interés por Unamuno trascendería del colegio.
—Claro. Volviendo al círculo de amigos que teníamos en Montilla, me propusieron que diera una conferencia. Y yo dije que la podía dar, precisamente, sobre don Miguel de Unamuno. Alguno que era más o menos dudosillo me dice: “Joder, ¿no puedes elegir algo mejor? ¿No puedes elegir otra cosa? ¿Tiene que ser un conflictivo?”. Y yo le dije: “Pues ese va a ser, porque no vas a ser tú quien lo prohíba”. “¿Yo qué te voy a prohibir a ti? Hazlo como tú entiendas, como tú sabes hacer las cosas”.
Me marqué una conferencia buena, hubo cantidad de gente, todos los políticos antiguos que habían estado en la cárcel –a algunos no los conocía nadie– y mucha gente joven. Aquello estaba lleno de gente. Y la Guardia Civil en la puerta. Pero esa vez no me trincaron. Le debieron decir que no me tocaran y no me tocaron. Aquello estuvo bien y hubo un coloquio fenomenal…
—¿Cuántos años tenías entonces?
—Diecisiete. Era el mismo verano del preuniversitario, justo antes de iniciar la carrera, que empecé en octubre de 1960.
—¿Qué más cosas puedes decirme de aquel grupo de amigos que se propuso mover un poco la actividad cultural en Montilla?
—En Montilla no había nada. Los dos únicos que había, intelectuales de primera fila, de los que luego me hice buen amigo, eran Pepe Cobos y Paco Muñoz, el de la botica: ese murió y está en el infierno, ponlo. Aunque en el infierno estamos ya asignados más de uno. Me refiero a Paco Muñoz, el hijo de Paco El de la botica de la parada, la farmacia de Cabello, en la que estaba de mancebo, como más tarde Antonio Carpio.
Hicimos montones de actos culturales y sobre temas de Montilla también tocamos muchas cosas. Nosotros nos preocupamos por algunos paisanos que estaban por ahí: el médico pulsista famoso, que era una eminencia para su época y en Montilla no se sabía quién era, y así mismo otros. Hablamos de El Gran Capitán, pero de otra manera. Y creo que yo fui el primero que me permití decir “menos capitanes”. Dije esa frase en un momento determinado y se cabrearon algunos. Era normal que se cabrearan: era un gili, el Gran Capitán era un gili… Yo lo he estudiado y como asesor de Isabel la Católica tenía que decir que era otra gili. Esa gente no ha aportado a la Historia de España nada.
San Francisco Solano sí aportó, porque aunque tuviera una doctrina que a mí no me podía interesar, sí educó a las gentes. Y yo he estado en Perú varias veces y he hablado con muchos allí y me han dicho que el gran montillano ese lo es, pero el que nosotros mejor conocemos, ese no lo menciona usted, el Inca Garcilaso. ¡Oh, qué fallo he cometido! El mejor escritor que tenemos en Montilla y no lo mencionamos, ni lo conoce nadie: el Inca Garcilaso.
¿Quién es el Inca Garcilaso de la Vega? Hijo de un capitán que pasó por Montilla y que después se fue al Perú y se casó allí o se juntó con una princesa incaica. Y este escritor tiene un libro que nada más que por ese libro merece ya pasar a la historia: se llama Los Comentarios Reales. Portentoso. Bueno, pues todo eso lo prediqué yo en aquel tiempo.
Yo me documentaba mucho con lo que me pasaba el mejor escritor que ha habido en Montilla, que es Pepe Cobos, el bodeguero. Era amigo de mi padre y cuando fui a dar mi primer discurso le pregunté a mi padre: “¿Yo puedo ir a hablar con don José Cobos?”. “¿Y tú que tienes que hablar con ese señor?”, me dijo. “¿Que qué tengo que hablar? Pues ya lo veré. Tengo que comentar cosas con él”, le respondí. Y apostillé: “Tengo que pedirle documentación”. “Que lo llames y le digas que vas de mi parte”, me animó mi padre.
Mi padre se lo comentó a Pepe y le dijo que podía ir a verlo. Y así lo hice. Fue muy amable, como siempre, y fue él quien me dejó varios libros de Unamuno que me sirvieron a mí. Pepe Cobos también me dijo: “Niño, eres muy tempranero para dedicarte ya a don Miguel de Unamuno”.
—Háblame más de Pepe Cobos.
—Pepe Cobos era una persona infrautilizada como lo somos muchos. Lo decimos externamente, porque yo, ahora mismo, podría decir “si no hubiera hecho esto; si no hubiera hecho lo otro... Yo qué me voy a meter”. Le gustaba mucho el vino, ¿y qué? A otros le pueden gustar otras cosas peores…
Era magnífico, era soberbio. Se alteraba. Cuando bebía sí se alteraba. Conmigo nunca y, si me veía, siempre acudía a saludarme. Magnífico. Y a mí sus libros me gustaban y me gustan. Yo, de vez en cuando, me leo todos sus libros. Menos que nube se llamaba uno de ellos. Él no escribió libros compactos, eran más bien artículos en los periódicos, en las revistas. Era un señor muy bien considerado por toda la gente lista que había por allí, entre los cuales los más distinguidos eran este amigo mío, Paco Muñoz, y Manolo Gómez Puig, que era profesor y que ya ha muerto y está, no en el infierno, porque a éste le dieron una cátedra celestial. Y era muy amigo mío.
—¿Cómo recibía la sociedad montillana estas opiniones vuestras, digamos, tan contrarias a las suyas, a las que entonces imperaban?
—Estaban escandalizados y atacaban todo lo que podían. Y como éramos gente bien considerada y familias más o menos bien conocidas se andaban con cuidado. En mi caso, por ejemplo, como un alumno distinguido de los Salesianos, no iban a decir que yo era un fulano... Tenían que andarse con cuidado. Es decir, me respetaban y también a los demás, que eran más o menos de la misma corriente. Pero es que tampoco se podía decir que fuéramos gente que estuviera provocando, ni mucho menos, aunque hacíamos intervenciones públicas con frecuencia. Así es como vivimos durante un tiempo hasta que después ya nos metimos en política.
—¿Os amparaba el Ayuntamiento en las actividades de la Casa del Inca?
—Dejaban la Casa del Inca sin problemas. Pero, en aquel tiempo, el Ayuntamiento no participaba.
—¿Fue entonces, en aquellos años, cuando hiciste de actor en el grupo de teatro formado alrededor de la emisora de los Jesuitas?
—Sí, se hizo de todo. Preparamos obrillas y a mí me daban algún papel. Me acuerdo que una vez recité el Piyayo... ¿Tú sabes quién es el Piyayo? El caso es que me movía por todas partes, me informaba bien y estaba predicando. Yo tenía afán predicador. Y eso se lo debo a los curas. Siempre fui predicador, lo contrario que mi padre o que mi hermano… Esos no salieron predicadores. Eran magníficos, mejores que yo, pero no eran predicadores. Yo sí era predicador, siempre me ha gustado mucho hablar.
—Es verdad esto que dices. Y, además, conectas mucho con el público...
—Sí, sí. Conecto.
—Creo que tienes el don de la comunicación. Cuando yo te vi por primera vez ya me di cuenta de esta característica tuya.
—Sí, es cierto.
—Hombre, los Mora tienen gusto por lo discursivo…
—¿Tú sabes qué Mora era de esa estirpe más clara? Tu abuelo, Miguel Mora Repiso. Yo era de su corriente, ¡cuánto me gustaba! ¡Cuánto me gustaba ir a hablar con él! Siempre iba a verlo. Cuando venía del colegio siempre me llegaba a saludarlo, y a él le agradaba mucho que fuera a visitarlo. Echábamos unas parrafadas…
—¿Y en el grupo de teatro coincidiste con Julio Anguita?
—No, con Julio no.
—Él ha comentado en alguna ocasión que había estado en un grupo teatral a su paso por Montilla, donde también coincidió como maestro de escuela con Herminio Trigo y Agustín Gómez...
—Yo estaría también por allí. Julio estuvo de maestro en Montilla cuando empezó. Él era maestro de carrera. Y en Montilla estuvo varios años. Se hizo muy amigo de mi hermano y de otros. Yo allí ya lo trataba, no tanto como ellos, porque yo solo regresaba a Montilla de vacaciones. Allí lo conocí y fuimos amigos desde entonces. Él tenía dos años más que yo. En aquella época no tendría más de 20 años cuando estaba allí de maestro.
A Agustín Gómez sí lo traté mucho, además su padre era muy amigo del mío. Y más de una vez fui con mi padre a las fiestas y tertulias que organizaban en las que cantaban. El padre de Agustín, El Lucero, era un fenómeno cantando flamenco. No se dedicó profesionalmente, pero podía haber sido de lo mejor. Yo desde entonces estuve muy pegado a Agustín.
—¿Y también te relacionaste con el grupo que constituyó la Peña Flamenca?
—Con todos ellos, sobre todo con Agustín. Con él era con el que hablaba más.
—¿Con Enrique Garramiola también trataste?
—También. Enrique era un poco diferente, pero éramos amigos y hablábamos.
—¿Aquel grupo de amigos de juventud con el que quisisteis dinamizar la cultura en Montilla llegó a adoptar algún nombre?
—No, no le dimos nombre ninguno, lo que pasa es que nos movíamos mucho, organizábamos muchas cosillas...
—¿Tu colaboración con la radio consistió en algo más?
—Me llamaban de vez en cuando e intervine en varios momentos. También entonces conocí a Paco Solano Márquez Cruz, Paquito el de la sal. Era muy listo… muy listo. Era diferente, de una familia muy cercana a la mía. Yo conocía a toda su familia, y fuimos amigos, pero…
Continuará...
MANUEL BELLIDO MORA
FOTOGRAFÍAS: MANUEL BELLIDO MORA
FOTOGRAFÍAS: MANUEL BELLIDO MORA