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José Antonio Hernández | El bienestar humano

Como tú pides –querida amiga Asunción, querido amigo Agustín–, te responderé a tu directa y urgente pregunta: ¿existe el bienestar? Te contesto: sí. Te aseguro que, en esta ocasión, no he pedido ayudas a teorías acreditadas ni a doctrinas probadas. Mi respuesta –inmediata, ingenua e irreflexiva– solo se apoya en la experiencia personal: en la mía, en la tuya, en la nuestra.



Traigo a la memoria algunos de esos momentos intensos en los que, extasiados, la hemos disfrutado y, también, recuerdo ese estado de ánimo permanente, ese bienestar razonable, inseguro y tenue que hemos alcanzado –eso sí– desarrollando unos esfuerzos ímprobos. Tú has podido comprobar cómo, apoyándonos mutuamente, es posible mantener los equilibrios inestables de la convivencia, prolongar los días huidizos y ahondar los fugaces minutos de nuestra corta existencia.

Tú –igual que yo– has gozado de esas chispas instantáneas, conmovedoras y fascinantes que nos habían producido una simple mirada penetrante, un gesto complaciente, una suave caricia, una sosegada meditación, un encuentro afortunado, una compañía grata, un intenso silencio, la armoniosa cadencia de una melodía musical o, simplemente, la luz matizada de cualquier atardecer.

Tú –igual que yo– te has deleitado con esas partículas minúsculas, densas y sabrosas, que eran capaces de sazonar todas las fibras de nuestra existencia humana; tú –igual que yo– has saboreado los aromas sutiles, excitantes y sugestivos que han transformado nuestra visión de la vida.

Pero, también, tú tienes constancia probada de la posibilidad –de la urgente necesidad– de alcanzar el nivel aceptable de un bienestar durable. Para lograrlo, tú –igual que yo, limitación e historia– tienes que aceptar los estrechos límites de tus espacios, superar las arduas dificultades de tus tiempos, dominar a los feroces enemigos de tu identidad y pagar los altos costes del desánimo, de la indolencia o de la apatía: no tenemos más remedio que trabajar, luchar y sufrir.

El bienestar es una meta suprema y un objetivo irrenunciable que, tenaz y paradójicamente, hemos de perseguir y alcanzar mientras que, ansiosos, recorremos los caminos zigzagueantes de un mundo dislocado y mientras que, fatigados, subimos las empinadas sendas de un universo desarticulado.

Ya sé que tú –igual que yo– abrigas la profunda convicción de que algunos tesoros humanos, los más valiosos, no pueden ser devaluados por el desgaste de la rutina, por el deterioro de las enfermedades ni, siquiera, por la decadencia de la senectud.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
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