He ido a una exposición. Ocupa toda la galería del patio porticado a la entrada de la Diputación de Córdoba. Bajo esos corredores de arcos de medio punto, años ha hubo rezos, el “ora pro nobis” del antiguo Convento de la Merced. Ahora, en lugar de hábitos de arpillera, lo que me sale al paso es un retrato. Es mayúsculo. Y perturbador.
Al pronto, me recuerda a ese cuadro de José de Ribera. ¿Cómo se llama? Ah, sí. Ya lo sé. Es La mujer barbuda. Lo vi en el Museo del Prado. Y en cuanto estuve frente a él, me sacudió un escalofrío. Pero no por espanto ante aquella rara visión, la de una inusual pareja, que contraviene los códigos estéticos a la moda de vírgenes y mártires. No. No fue eso. Sino porque me parecía todo un anticipo del cinematográfico desfile de monstruos de Tod Browning.
Al artista le encargaron que plasmara sobre un lienzo aquella anomalía de la naturaleza. Y eso justamente es lo que hizo. Pero no hay, o yo al menos no lo percibo, intencionalidad moral en su pincelada. Se limita a dibujar lo que ve. Como habría sido igual si le hubieran puesto enanos, lisiados o contrahechos como modelos. Es una exhibición de lo extraño, de lo bufonesco. De lo repelente.
Sin embargo, lo que estaba al fondo del pasillo en el monasterio barroco de Córdoba era otra cosa. Es un hombre barbudo con un vestido de novia. Tiene el rostro recio, la piel endurecida, ojos de dolorosa y ancha la nariz. Se cubre con una toquilla negra de viuda, que su mano izquierda sujeta a la altura del pecho, mientras en la otra, en la diestra, lleva un libro, La Metamorfosis, de Franz Kafka, con una cubierta de color rosa fucsia.
Ese hombre mujer es Rafa Aguilar. El cuadro, obra de María José Ruiz, te golpea en el estómago nada más verlo. Es una imagen transgresora en la que su autora quiere expresar al completo el ciclo de la vida y la muerte. Lo negro desplegándose como una alimaña devoradora sobre la pureza del blanco.
Hay más símbolos en esta representación que atrapa con enorme fuerza, como un imán irresistible, la mirada del público. Dos manzanas podridas o ajadas aparecen al pie de la novia. Es el alimento que daban a Gregorio Samsa cuando éste se está transmutando.
Rafa se trajo de Praga el libro y una sensación incómoda en las tripas. También él había experimentado allí una transformación.
Observo en esos frutos putrefactos, en las manzanas descompuestas, algo que las emparenta con José de Ribera y sus seres decrépitos, de pellejos exánimes y arrugados.
El cuadro tiene vida e interroga a quien se detiene delante de él, y lo mira atentamente. Rafa Aguilar, que posa con toda dignidad y gesto concentrado, parece preguntarte qué es lo que estás viendo.
María José Ruiz lo ha concebido así: como un macho que muestra abiertamente su parte femenina, su otro sexo reprimido, sin ningún pudor. Y lo plantea cara a cara, en forma de juego dialéctico entre la obra y el espectador.
Conozco a Rafa. Es atrevido. Se expone, subvierte y provoca. No es que sea así por norma inducida, lo es porque ésa es sencillamente su manera de ser y de estar.
Es curioso por naturaleza, pero por una vez, él ha sido quien se ha expuesto a la mirada de los demás. Es el objeto sometido al examen de la gente, que lo escruta y contempla, suscitando toda clase de reacciones.
Aunque transmita la sensación de ser persona tímida, dentro de él se agita un volcán. En su interior, rebullen las ideas. Y las suelta a espasmos, así como el cráter escupe la lava ardiente y deja un reguero viscoso incandescente a su paso. Chisporrotea su mente.
No importa, no se va a quemar; le gusta jugar con fuego. Pero él sabe domesticarlo. También sabe domeñar la madera y moldear la arcilla y otros materiales aparentemente inhabitables. Con todos ellos se comunica y, en ese proceso (alguno diría alquimia), lo mismo extrae caretas deformes de seres imaginarios que tinajas y copas fragmentadas.
Escribe y dibuja en tablas y tarimas. En su casa de campo, peldaños y barandas cobijan trozos de literatura. Los ha grabado utilizando buriles, una dremel y una fresa de madera, con hermosa caligrafía.
Cualquier superficie le sirve de pizarra en su refugio del Toro, en Cuesta Blanca. Aquí gobierna el arte y la vista se recrea a través de amplios y altos ventanales. Es un transeúnte que sube y baja como si tuviera a mano la escalera de Jacob. En este espacio, donde un barril de amontillado invita al encierro, Rafa pone en práctica aquello de lo que hablan los versos de su amigo, Falico Álvarez Merlo: “Serena la amistad conmigo mismo”.
Le gusta saber el por qué de las cosas. Mira y ve donde otros no llegan. Y para poseer esa capacidad de penetrar con los ojos se ha valido durante mucho tiempo de una cámara fotográfica. Se ha servido de lentes extraordinarias e indagadoras con las que ha analizado e interpretado el mundo que le rodea.
La costumbre (también oficio) de mirar la vida a través de un visor le ha hecho reflexionar. Ha retratado la sociedad, la política, las fiestas, pero también sus mentiras y componendas. Ha gastado carretes a mansalva y disparado a todo lo que se movía... y a lo inmóvil.
Descubrió en la fotografía un potente artefacto para expresarse como artista. Exploró todas sus posibilidades, el alcance del cromatismo, la distorsión de la realidad, las desfiguración de la belleza… En sus manos, la cámara ha sido un laboratorio, con el que ha ensayado nuevos enfoques, estirando al máximo sus posibilidades para crear y producir imágenes alteradas, cuanto más alejadas de lo convencional, mucho mejor.
Rafaguilar, firma compacta que es su sello personal, ha retorcido los carretes buscando la luz, y creando visiones insólitas. Luego, como quien no quiere la cosa, puso su experiencia al servicio de la noticia. Y de esta manera, acompañando a José María Luque, se hizo reportero gráfico en el periódico Córdoba durante toda una década, con la que se dobló la esquina del siglo veinte. Lo que vio con su objetivo lo volvió escéptico y descreído.
“Fui a hacer un reportaje al infierno, no me abrieron. Fui al cielo, no había nadie”. Este aserto, contenido en su libro Último Rollo, me ha hecho recordar Desmontando a Harry, una película de Woody Allen. En una de sus secuencias, el protagonista baja en ascensor hasta las calderas de Pedro Botero, donde se chamuscan los pecadores, condenados al sufrimiento eterno.
Para llegar hasta tan caldeado lugar, nuestro incrédulo personaje toma un ascensor que va deteniéndose en distintas plantas del Averno, destino inevitable del más reprobable atajo de maleantes que imaginarse pueda. Todos están clasificados según su grado de peligrosidad.
La planta quinta está reservada a los carteristas y críticos literarios. En la sexta se concentran ardiendo en el fuego eterno los extremistas, asesinos en serie y los abogados que se anuncian en televisión. En todas ellas hay sitio libre, pero al llegar a la séptima, la encontramos completa, abarrotada. Es en la que están los medios de comunicación. “Lo sentimos, esta planta esta llena”, dice una voz en off.
¿Tantos plumillas mamones hay por metro cuadrado? El gremio, es verdad, no pasa por sus mejores horas. Pero parece claro que en esta burla despiadada hay algo de ajuste de cuentas. Woody Allen, que suele tener sus más y sus menos con la prensa, considera a los periodistas auténticos demonios. No es el único. Porque últimamente la profesión está muy desprestigiada. Y así nos va.
Pero si esta satánica comedia se pusiera al día, habría de destinar dos plantas enteras como mínimo a los fabricantes de bulos en las redes sociales, esa odiosa, incontrolada y nada recomendable alternativa al periodismo tradicional. Si hay que escoger a los cabrones, me quedo con los ya conocidos.
Y ya que estamos con citas cinéfilas, Rafa Aguilar ha visto cosas que no creeríais. Le ha dedicado tiempo y atención desmedida a esta ocupación extra de corresponsal gráfico. Y le ha cundido. Sin ir a escuela alguna de Periodismo ha cumplido a rajatabla uno de los principios básicos: “Deja los prejuicios en casa antes de salir a cubrir una noticia”. Y así, con este propósito elemental, ha entrado en tabernas, conventos, ayuntamientos y salones de actos.
Ha estado en solemnidades y en lugares inhóspitos. Se ha colado en reuniones secretas y ha retratado intrigas. Ha sido testigo de proezas y de racimos gigantes. El vino lo tiene como aliado y las viñas se lucen ante él, tanto en el esplendor del verano como en la desnudez del invierno, cuando carecen de la protección de los pámpanos.
Conoce rituales, devociones y también a quien reniega de ellas. Ha plasmado en papel fotográfico emociones, falsedades, odios...Y se ha dado cuenta, sorprendido, que algunas de estas cosas son extremadamente fotogénicas, aunque cueste aceptarlo. La cámara, en suma, le ha abierto los ojos.
Pero harto de ella, ha llegado a un acuerdo amistoso de separación. Es un divorcio sin resentimiento. “Ná te debo, ná te pido”, como dice la copla, pero cada uno por su lado. La convivencia, a fin de cuentas, ha sido provechosa, pese a las posibles tensiones y a los momentos complicados.
Ha renunciado a la fotografía sin amargura. Ha cerrado un capítulo de su vida, el que pertenece a un mundo ya relegado, el de las cámaras analógicas. Ha echado la llave al laboratorio, al cuarto oscuro en el que se manejaba como una especie de demiurgo, controlando el proceso químico del revelado. Le dice adiós a todo esto, y a lo que esa magia reconcentrada en las cubetas tuviera de artesanía. De creación artística. Hasta aquí llegó la cosa.
Después de enfocar a tanta gente, surgía la necesidad inmediata de mirarse a sí mismo, a partir de la relación de amor odio entre él y la cámara. Y esto tan apremiante, es lo que ha hecho. Último rollo, el libro de Rafa Aguilar, condensa 411 pensamientos y sentencias que son como sus capitulaciones. Un desfogue, una liberación automática en la que habla sin red ni protección alguna del amor, la muerte y la vida, las famosas tres heridas de Miguel Hernández.
Se ha rodeado de amigos para hacerlo. El escritor y periodista, Francisco Antonio Carrasco, firma un entrañable prólogo, y del cuidado de la edición se ha encargado José Antonio Ponferrada, mientras que Lete Aguilar Márquez se ha ocupado del diseño, dibujos e ilustraciones. Algunas de ellas perfectamente conjuntadas con la tipografía a modo de juguetones caligramas. Un encanto más de esta publicación que pone en primer plano la sinceridad. La suya y la de su alter ego. Porque en esta libreta de anillas (hay unos cuantos ejemplares con su alambre incluido) son varias y diversas las voces.
Por contenido y por ingenio Último rollo se sitúa en primera fila, siendo como es un libro inicial. El humor y la agudeza se esparcen por él generosamente. Lo recorren de principio a fin con una serie de frases lapidarias, en ocasiones microrrelatos, otras veces presentadas como silogismos.
“Me trajiste una foto en la que estabas con un grupo, y me pediste que borrara al que estaba a tu izquierda, y al que tenías detrás. Te dije que lo sentía, pero no borraba personas ni fronteras...ya me gustaría”.
Aquí lo breve adquiere relevancia y notoriedad. En pequeñas dosis se dice mucho. “La fotografía me cambió la vida y me enseñó a ver, incluso sin cámara”. “El fotógrafo obtiene emociones ajenas”. “Me aburren los que salen en todas las fotos”. “Es tan corta la vida que hay que darse prisa en hacerse las fotos”.
Al igual que pulía las fotos, ahora Rafa Aguilar afina el lápiz y nos ofrece encuadernado todo un catálogo de cavilaciones y juicios en los que revolotean la ironía y la crítica sin obstáculos ni barreras.
Último rollo es un verdadero despliegue de chasquidos verbales y atinados juegos de palabras que se leen con placer, como hijos muy afortunados de un discurrir lúcido e inteligente: “Me hacía ilusión fotografiar al ilusionista, pero salió desilusionado”. O esta otra: “No lamenté que no vinieras, me entretuve fotografiando el tiempo perdido”. Y una más en tono autocrítico: “Con lo bestia que soy, y siempre usaba película de gran sensibilidad”.
Es un compendio de declaraciones bastante trabajadas, algunas fruto de una repentina iluminación, mientras que en otras se adivina el forcejeo con las palabras para cuadrarlas. Y para ponerlo en pie, Rafa Aguilar, se aplica el cuento, y lo hace siguiendo el consejo de Antonio Machado, sin adornos gratuitos e innecesarios. Y Machado no es mala compañía.
Por eso, lo que impera en este libro es la expresión sencilla de lo profundo, como también proponía el autor de Campos de Castilla. “Fotografié un ser que iba de civilizado. No lo era, firmaba guerras”.
Esta obra, en definitiva, viene a reflejar la personalidad del autor, sus preocupaciones estéticas y sus más profundos anhelos y convicciones. “En un retrato busco el alma, no la pose”. “Me retaste a fotografiar tu alma, no tenía rollo”.“Cuerpo sin alma, cámara sin rollo”. “Me encargaron unas fotos aéreas, me puse las alas y volé”.
La lectura de este inventario de revelaciones (pues no debemos olvidar que hablamos de un fotógrafo, aunque él asegure que está retirado y que su objetivo ahora es otro), se disfruta a fondo. Al hojearlo, se tiene la sensación de que se va a acertar sea cual sea la página que se abra y se elija al azar. Seguro que en ella habrá una observación perspicaz. Una apreciación llamativa: “Cómo fotografiar la verdad, dónde encontrar alguien que la tenga”.
Pese a lo que manifieste en el título de la portada, Rafa Aguilar siempre será un tipo enrollado y sensible (otro término fotográfico) al que no le son indiferentes la injusticia y la desigualdad. Eso lo aprendió pronto, cuando aún no tenía una cámara a mano, pero se le quedó grabado: “Creo que fotografié al hombre invisible. Un mendigo tirado en el suelo. Pasaron ante el cientos, miles de personas, y nadie lo veía”.
Es relativamente fácil entrever en este conjunto de pensamientos y reflexiones la influencia de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna y de los sofismas de Vicente Núñez. Y seguramente él no lo negará. ¿Por qué habría de hacerlo?
El humor ácido (acético) y esa cosa punzante, corrosiva, quizá provengan de ahí. También el desdén compasivo o inmisericorde, según convenga, que se advierte en algunos pasajes: “Libros sin leer, fotos sin hacer, amores sin amar...”.
Además Rafa Aguilar siente una admiración especial por el autor de Ocaso en Poley, a quién trató (y retrató) muy cordialmente. En El Tuta y en muchos otros sitios, en los que a Vicente le gustaba desplegar todo su alarde escénico, ese brillo deslumbrante. Como su sortija arzobispal.
Al pronto, me recuerda a ese cuadro de José de Ribera. ¿Cómo se llama? Ah, sí. Ya lo sé. Es La mujer barbuda. Lo vi en el Museo del Prado. Y en cuanto estuve frente a él, me sacudió un escalofrío. Pero no por espanto ante aquella rara visión, la de una inusual pareja, que contraviene los códigos estéticos a la moda de vírgenes y mártires. No. No fue eso. Sino porque me parecía todo un anticipo del cinematográfico desfile de monstruos de Tod Browning.
Al artista le encargaron que plasmara sobre un lienzo aquella anomalía de la naturaleza. Y eso justamente es lo que hizo. Pero no hay, o yo al menos no lo percibo, intencionalidad moral en su pincelada. Se limita a dibujar lo que ve. Como habría sido igual si le hubieran puesto enanos, lisiados o contrahechos como modelos. Es una exhibición de lo extraño, de lo bufonesco. De lo repelente.
Sin embargo, lo que estaba al fondo del pasillo en el monasterio barroco de Córdoba era otra cosa. Es un hombre barbudo con un vestido de novia. Tiene el rostro recio, la piel endurecida, ojos de dolorosa y ancha la nariz. Se cubre con una toquilla negra de viuda, que su mano izquierda sujeta a la altura del pecho, mientras en la otra, en la diestra, lleva un libro, La Metamorfosis, de Franz Kafka, con una cubierta de color rosa fucsia.
Ese hombre mujer es Rafa Aguilar. El cuadro, obra de María José Ruiz, te golpea en el estómago nada más verlo. Es una imagen transgresora en la que su autora quiere expresar al completo el ciclo de la vida y la muerte. Lo negro desplegándose como una alimaña devoradora sobre la pureza del blanco.
Hay más símbolos en esta representación que atrapa con enorme fuerza, como un imán irresistible, la mirada del público. Dos manzanas podridas o ajadas aparecen al pie de la novia. Es el alimento que daban a Gregorio Samsa cuando éste se está transmutando.
Rafa se trajo de Praga el libro y una sensación incómoda en las tripas. También él había experimentado allí una transformación.
Observo en esos frutos putrefactos, en las manzanas descompuestas, algo que las emparenta con José de Ribera y sus seres decrépitos, de pellejos exánimes y arrugados.
El cuadro tiene vida e interroga a quien se detiene delante de él, y lo mira atentamente. Rafa Aguilar, que posa con toda dignidad y gesto concentrado, parece preguntarte qué es lo que estás viendo.
María José Ruiz lo ha concebido así: como un macho que muestra abiertamente su parte femenina, su otro sexo reprimido, sin ningún pudor. Y lo plantea cara a cara, en forma de juego dialéctico entre la obra y el espectador.
Conozco a Rafa. Es atrevido. Se expone, subvierte y provoca. No es que sea así por norma inducida, lo es porque ésa es sencillamente su manera de ser y de estar.
Es curioso por naturaleza, pero por una vez, él ha sido quien se ha expuesto a la mirada de los demás. Es el objeto sometido al examen de la gente, que lo escruta y contempla, suscitando toda clase de reacciones.
Aunque transmita la sensación de ser persona tímida, dentro de él se agita un volcán. En su interior, rebullen las ideas. Y las suelta a espasmos, así como el cráter escupe la lava ardiente y deja un reguero viscoso incandescente a su paso. Chisporrotea su mente.
No importa, no se va a quemar; le gusta jugar con fuego. Pero él sabe domesticarlo. También sabe domeñar la madera y moldear la arcilla y otros materiales aparentemente inhabitables. Con todos ellos se comunica y, en ese proceso (alguno diría alquimia), lo mismo extrae caretas deformes de seres imaginarios que tinajas y copas fragmentadas.
Escribe y dibuja en tablas y tarimas. En su casa de campo, peldaños y barandas cobijan trozos de literatura. Los ha grabado utilizando buriles, una dremel y una fresa de madera, con hermosa caligrafía.
Cualquier superficie le sirve de pizarra en su refugio del Toro, en Cuesta Blanca. Aquí gobierna el arte y la vista se recrea a través de amplios y altos ventanales. Es un transeúnte que sube y baja como si tuviera a mano la escalera de Jacob. En este espacio, donde un barril de amontillado invita al encierro, Rafa pone en práctica aquello de lo que hablan los versos de su amigo, Falico Álvarez Merlo: “Serena la amistad conmigo mismo”.
Le gusta saber el por qué de las cosas. Mira y ve donde otros no llegan. Y para poseer esa capacidad de penetrar con los ojos se ha valido durante mucho tiempo de una cámara fotográfica. Se ha servido de lentes extraordinarias e indagadoras con las que ha analizado e interpretado el mundo que le rodea.
La costumbre (también oficio) de mirar la vida a través de un visor le ha hecho reflexionar. Ha retratado la sociedad, la política, las fiestas, pero también sus mentiras y componendas. Ha gastado carretes a mansalva y disparado a todo lo que se movía... y a lo inmóvil.
Descubrió en la fotografía un potente artefacto para expresarse como artista. Exploró todas sus posibilidades, el alcance del cromatismo, la distorsión de la realidad, las desfiguración de la belleza… En sus manos, la cámara ha sido un laboratorio, con el que ha ensayado nuevos enfoques, estirando al máximo sus posibilidades para crear y producir imágenes alteradas, cuanto más alejadas de lo convencional, mucho mejor.
Rafaguilar, firma compacta que es su sello personal, ha retorcido los carretes buscando la luz, y creando visiones insólitas. Luego, como quien no quiere la cosa, puso su experiencia al servicio de la noticia. Y de esta manera, acompañando a José María Luque, se hizo reportero gráfico en el periódico Córdoba durante toda una década, con la que se dobló la esquina del siglo veinte. Lo que vio con su objetivo lo volvió escéptico y descreído.
“Fui a hacer un reportaje al infierno, no me abrieron. Fui al cielo, no había nadie”. Este aserto, contenido en su libro Último Rollo, me ha hecho recordar Desmontando a Harry, una película de Woody Allen. En una de sus secuencias, el protagonista baja en ascensor hasta las calderas de Pedro Botero, donde se chamuscan los pecadores, condenados al sufrimiento eterno.
Para llegar hasta tan caldeado lugar, nuestro incrédulo personaje toma un ascensor que va deteniéndose en distintas plantas del Averno, destino inevitable del más reprobable atajo de maleantes que imaginarse pueda. Todos están clasificados según su grado de peligrosidad.
La planta quinta está reservada a los carteristas y críticos literarios. En la sexta se concentran ardiendo en el fuego eterno los extremistas, asesinos en serie y los abogados que se anuncian en televisión. En todas ellas hay sitio libre, pero al llegar a la séptima, la encontramos completa, abarrotada. Es en la que están los medios de comunicación. “Lo sentimos, esta planta esta llena”, dice una voz en off.
¿Tantos plumillas mamones hay por metro cuadrado? El gremio, es verdad, no pasa por sus mejores horas. Pero parece claro que en esta burla despiadada hay algo de ajuste de cuentas. Woody Allen, que suele tener sus más y sus menos con la prensa, considera a los periodistas auténticos demonios. No es el único. Porque últimamente la profesión está muy desprestigiada. Y así nos va.
Pero si esta satánica comedia se pusiera al día, habría de destinar dos plantas enteras como mínimo a los fabricantes de bulos en las redes sociales, esa odiosa, incontrolada y nada recomendable alternativa al periodismo tradicional. Si hay que escoger a los cabrones, me quedo con los ya conocidos.
Y ya que estamos con citas cinéfilas, Rafa Aguilar ha visto cosas que no creeríais. Le ha dedicado tiempo y atención desmedida a esta ocupación extra de corresponsal gráfico. Y le ha cundido. Sin ir a escuela alguna de Periodismo ha cumplido a rajatabla uno de los principios básicos: “Deja los prejuicios en casa antes de salir a cubrir una noticia”. Y así, con este propósito elemental, ha entrado en tabernas, conventos, ayuntamientos y salones de actos.
Ha estado en solemnidades y en lugares inhóspitos. Se ha colado en reuniones secretas y ha retratado intrigas. Ha sido testigo de proezas y de racimos gigantes. El vino lo tiene como aliado y las viñas se lucen ante él, tanto en el esplendor del verano como en la desnudez del invierno, cuando carecen de la protección de los pámpanos.
Conoce rituales, devociones y también a quien reniega de ellas. Ha plasmado en papel fotográfico emociones, falsedades, odios...Y se ha dado cuenta, sorprendido, que algunas de estas cosas son extremadamente fotogénicas, aunque cueste aceptarlo. La cámara, en suma, le ha abierto los ojos.
Pero harto de ella, ha llegado a un acuerdo amistoso de separación. Es un divorcio sin resentimiento. “Ná te debo, ná te pido”, como dice la copla, pero cada uno por su lado. La convivencia, a fin de cuentas, ha sido provechosa, pese a las posibles tensiones y a los momentos complicados.
Ha renunciado a la fotografía sin amargura. Ha cerrado un capítulo de su vida, el que pertenece a un mundo ya relegado, el de las cámaras analógicas. Ha echado la llave al laboratorio, al cuarto oscuro en el que se manejaba como una especie de demiurgo, controlando el proceso químico del revelado. Le dice adiós a todo esto, y a lo que esa magia reconcentrada en las cubetas tuviera de artesanía. De creación artística. Hasta aquí llegó la cosa.
Después de enfocar a tanta gente, surgía la necesidad inmediata de mirarse a sí mismo, a partir de la relación de amor odio entre él y la cámara. Y esto tan apremiante, es lo que ha hecho. Último rollo, el libro de Rafa Aguilar, condensa 411 pensamientos y sentencias que son como sus capitulaciones. Un desfogue, una liberación automática en la que habla sin red ni protección alguna del amor, la muerte y la vida, las famosas tres heridas de Miguel Hernández.
Se ha rodeado de amigos para hacerlo. El escritor y periodista, Francisco Antonio Carrasco, firma un entrañable prólogo, y del cuidado de la edición se ha encargado José Antonio Ponferrada, mientras que Lete Aguilar Márquez se ha ocupado del diseño, dibujos e ilustraciones. Algunas de ellas perfectamente conjuntadas con la tipografía a modo de juguetones caligramas. Un encanto más de esta publicación que pone en primer plano la sinceridad. La suya y la de su alter ego. Porque en esta libreta de anillas (hay unos cuantos ejemplares con su alambre incluido) son varias y diversas las voces.
Por contenido y por ingenio Último rollo se sitúa en primera fila, siendo como es un libro inicial. El humor y la agudeza se esparcen por él generosamente. Lo recorren de principio a fin con una serie de frases lapidarias, en ocasiones microrrelatos, otras veces presentadas como silogismos.
“Me trajiste una foto en la que estabas con un grupo, y me pediste que borrara al que estaba a tu izquierda, y al que tenías detrás. Te dije que lo sentía, pero no borraba personas ni fronteras...ya me gustaría”.
Aquí lo breve adquiere relevancia y notoriedad. En pequeñas dosis se dice mucho. “La fotografía me cambió la vida y me enseñó a ver, incluso sin cámara”. “El fotógrafo obtiene emociones ajenas”. “Me aburren los que salen en todas las fotos”. “Es tan corta la vida que hay que darse prisa en hacerse las fotos”.
Al igual que pulía las fotos, ahora Rafa Aguilar afina el lápiz y nos ofrece encuadernado todo un catálogo de cavilaciones y juicios en los que revolotean la ironía y la crítica sin obstáculos ni barreras.
Último rollo es un verdadero despliegue de chasquidos verbales y atinados juegos de palabras que se leen con placer, como hijos muy afortunados de un discurrir lúcido e inteligente: “Me hacía ilusión fotografiar al ilusionista, pero salió desilusionado”. O esta otra: “No lamenté que no vinieras, me entretuve fotografiando el tiempo perdido”. Y una más en tono autocrítico: “Con lo bestia que soy, y siempre usaba película de gran sensibilidad”.
Es un compendio de declaraciones bastante trabajadas, algunas fruto de una repentina iluminación, mientras que en otras se adivina el forcejeo con las palabras para cuadrarlas. Y para ponerlo en pie, Rafa Aguilar, se aplica el cuento, y lo hace siguiendo el consejo de Antonio Machado, sin adornos gratuitos e innecesarios. Y Machado no es mala compañía.
Por eso, lo que impera en este libro es la expresión sencilla de lo profundo, como también proponía el autor de Campos de Castilla. “Fotografié un ser que iba de civilizado. No lo era, firmaba guerras”.
Esta obra, en definitiva, viene a reflejar la personalidad del autor, sus preocupaciones estéticas y sus más profundos anhelos y convicciones. “En un retrato busco el alma, no la pose”. “Me retaste a fotografiar tu alma, no tenía rollo”.“Cuerpo sin alma, cámara sin rollo”. “Me encargaron unas fotos aéreas, me puse las alas y volé”.
La lectura de este inventario de revelaciones (pues no debemos olvidar que hablamos de un fotógrafo, aunque él asegure que está retirado y que su objetivo ahora es otro), se disfruta a fondo. Al hojearlo, se tiene la sensación de que se va a acertar sea cual sea la página que se abra y se elija al azar. Seguro que en ella habrá una observación perspicaz. Una apreciación llamativa: “Cómo fotografiar la verdad, dónde encontrar alguien que la tenga”.
Pese a lo que manifieste en el título de la portada, Rafa Aguilar siempre será un tipo enrollado y sensible (otro término fotográfico) al que no le son indiferentes la injusticia y la desigualdad. Eso lo aprendió pronto, cuando aún no tenía una cámara a mano, pero se le quedó grabado: “Creo que fotografié al hombre invisible. Un mendigo tirado en el suelo. Pasaron ante el cientos, miles de personas, y nadie lo veía”.
Es relativamente fácil entrever en este conjunto de pensamientos y reflexiones la influencia de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna y de los sofismas de Vicente Núñez. Y seguramente él no lo negará. ¿Por qué habría de hacerlo?
El humor ácido (acético) y esa cosa punzante, corrosiva, quizá provengan de ahí. También el desdén compasivo o inmisericorde, según convenga, que se advierte en algunos pasajes: “Libros sin leer, fotos sin hacer, amores sin amar...”.
Además Rafa Aguilar siente una admiración especial por el autor de Ocaso en Poley, a quién trató (y retrató) muy cordialmente. En El Tuta y en muchos otros sitios, en los que a Vicente le gustaba desplegar todo su alarde escénico, ese brillo deslumbrante. Como su sortija arzobispal.
MANUEL BELLIDO MORA
FOTOGRAFÍA: MERCEDES MÁRQUEZ / CÓRDOBA
FOTOGRAFÍA: MERCEDES MÁRQUEZ / CÓRDOBA