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Antonio López Hidalgo | La literatura como espejo

Estos días de confinamiento me han ayudado a refugiarme, todavía más, en las páginas de algunos libros. Y, sobre todo, a descubrir las historias de otras obras que fui postergando con los años y que el apremio del trabajo no abría un horario posible donde decodificarlas. Tal vez también la covid-19 nos haya empujado a la lectura para evadirnos de un momento que vivimos y que no logramos entender ni olvidar. Así que me refugié en los clásicos y, ni corto ni perezoso, escogí un volumen de la Biblioteca Clásica Gredos. Y no uno cualquiera: al mismísimo Homero. Tarde o temprano, todo buen lector debe blandir páginas como espadas con o contra o a favor del maestro.



Pero ya en las primeras líneas me tropiezo con la amenaza de una “maligna peste”. La Ilíada narra la cólera de Aquiles, como sabemos. En las primeras páginas de la obra, la Musa cuenta que Agamenón, jefe de los aqueos, desoyó la petición de Crises, sacerdote de Apolo, que le suplicó la devolución de su hija Criseida, que había sido otorgada a Agamenón como parte del botín obtenido al capturar una fortaleza aliada de Ilio. Crises clamó venganza a Apolo, y este envió una peste contra los aqueos.

Las referencias a gripes, pestes y pandemias en la literatura a lo largo de la historia son numerosas. Y creo que sobran los ejemplos, que todos conocemos. Pero hay algunos silencios sospechosos que abren paréntesis inauditos o que no se pueden esquivar. Guillermo Altares escribe que, por ejemplo, la gripe española mató entre 2018 y 2019 entre 50 y 100 millones de personas. La explosión económica después de la Primera Guerra Mundial y la vida loca de los años veinte sepultaron en el olvido las secuelas de esta pandemia.

Apenas se escribieron libros. Tampoco el cine prestó atención a aquel viento de muerte. Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o John Dos Passos sufrieron el infierno de alguna manera, o por ellos mismos o por familiares próximos. Pero no lo escribieron.

La literatura española tampoco arañó muchas páginas al caos impuesto por la naturaleza. Pla es una excepción. Altares recuerda la frase de Antonio González Macías, entrevistado en 1972: “La gente llamaba a 1918 el año de la gripe, mucho más que el año en que acabó la guerra”. La fiesta loca de los años veinte, que no lograba entenderse con un olvido que se resistía, desembocó en el crash de 1929.

Los europeos, condenados a que el mundo se rindiera a nuestros pies desde muchos siglos atrás, no quisimos ver nunca que la peste, cuando se empeña, echa abajo todos los muros. El magnífico escritor turco, premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk, ha escrito que, en los mapas de los siglos XVII y XVIII, la frontera política del Imperio Otomano, donde se pensaba que comenzaba el mundo más allá de Occidente, coincidía con el Danubio: “Pero la frontera cultural y antropológica entre los dos mundos la marcaba la peste, así como el hecho de que era mucho más probable contagiarse al este del Danubio”.

Claro, al parecer los dioses seguían protegiendo bajo su paraguas a los niños caprichosos y crueles de Occidente. De modo que, cuando la covid-19 ya se había metido en nuestras vidas hasta saber cuándo, aquí no supimos reaccionar.

Boris Johnson, antes de sufrir su dolor, negaba su poder de infección. Trump hablaba de virus chino y Bolsonaro los imitaba con semejantes payasadas, con frases de este aliento: “No hay motivo para el pánico”. Después se puso –quién sabe– a contar cadáveres por las noches.

El 2 de marzo Italia sumaba ya 52 muertes y más de mil infectados. En España pensábamos quizás que los chinos morían como chinches porque eran feos, delgados y bajitos. Y que Italia, después de todo, queda muy distante de los Pirineos, nuestra eterna frontera de país chusquero. Si paramos en su día a los franceses en nuestra inmortal guerra de liberación –esbozaría alguien–, cómo no vamos a parar a un simple virus, más chico que un mosquito.

Como no teníamos referencias literarias a las que acudir, recurrimos adonde siempre lo hacemos desde tiempos inmemoriales: los paganos pagarán los destrozos de esta fiesta. Lo grave de las algarabías y de las alegrías prestadas es que no nos dejan escuchar el silencio. Ahora, las lluvias pertinaces clausuran las terrazas que tanto anhelábamos y las calles vacías y solas se muestran ineficaces para engendrar otra posibilidad de entendimiento. Las calles están ahí pero el síndrome de la cabaña nos protege de promesas que nadie entiende y que tampoco queremos escuchar.

Comenzamos a sospechar que el virus vino para quedarse, que debemos inscribirnos en cursos para aprender a hacer sexo con eficacia y con mascarilla, que esperamos como niños el amanecer de un 6 de enero la vacuna que nos inmunizará de ese enemigo del que siempre quisimos desentendernos. Los mensajes iban llegando como cuentagotas: sida, ébola, gripe aviar. De hecho, todavía persiste la malaria en algunos países pobres, incluso la tuberculosis en nuestro propio país.

No hay literatura de referencia que nos distraiga de estos pormenores que nos están matando. O la hay, y nosotros nos empeñamos en dormir con series repetidas que anuncian con acierto los desastres que después la naturaleza nos muestra a sus anchas en nuestras propias vidas. Aunque ya algunas series, como Diarios de la cuarentena, nos acercan, aunque de manera difuminada y con un humor impostado, al espejo que dibuja nuestros rostros. Pienso en las mesas vacías de las terrazas atravesadas por esta lluvia de primavera, y nosotros, como cantara Antonio Machado, viéndolas venir desde nuestras imprescindibles ventanas.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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