Sentada en la parada del autobús, cuando el sol apenas ha empezado a despuntar en este invierno cálido, observo cómo pasa un coche tras otro. Y de repente, mi mente me hace una observación: el 80 por ciento de los vehículos que he visto pasar eran conducidos por mujeres. Mujeres que van al trabajo; mujeres que llevan a sus hijos al colegio, solas o acompañadas. Me parece que tener el volante en sus manos es una metáfora de lo que hoy en día es la vida de las féminas: ellas eligen hacia dónde ir y dónde quieren estar.
Mujeres que han roto las normas, que ya no viven en el claustro del hogar. Como mi pobre abuelita. A ella le encantaría ver a mujeres pasear solas, con faldas cortas o largas; a mujeres que deciden no casarse, que no necesitan la autorización de un varón para poder vivir. Ella sí la necesitaba. Incluso para los tres olivos que heredó de sus padres, mi abuelo tuvo que darle permiso para aceptar esa herencia.
Y me pongo a pensar que de eso no hace tanto tiempo: la ley no cambió hasta 1981. Ella me contaba cómo una mujer no podía ir a un bar sola, ya que se la consideraría una indecente. Ella solo salía para ir a misa. Si viera hoy a las mujeres mayores con colores alegres, tomando café con sus amigas o yendo a bailar… Y no enterradas en vida. ¡Qué pena, abuelita, que no has podido verlo! Pero yo te lo cuento…
Llegó el autobús y mi mirada se posó en la dignidad de una mujer india, india de América, con su pelo negro brillante cogido en dos trenzas y un poncho oscuro. Con su cara dorada y los ángulos de sus facciones que hablan de antiguas civilizaciones: maya o azteca, deduzco.
Una mujer camina por la acera con un cesto en la cabeza en perfecto equilibrio. Su piel oscura contrasta con las flores y colores brillantes de su atuendo. El cesto diríase que va pegado a ella, no se mueve. Allí lleva pequeños detalles para vender y así poder mantener a su familia. Sonrisa de dientes blancos que invita a comprar.
Chinitas que corren con pies libres de ventas y que deciden los hijos que la Providencia les traerá. Mujeres distintas, pero hermanas en el corazón, creadoras de vida, llenas de emociones y con ojos tiernos que entienden el dolor ajeno.
Mujeres que viven porque otras dejaron sus vidas en el camino por la igualdad de derechos. Mujeres que respiran aire fresco, que no deben olvidar que siempre hay lobos agazapados con ganas de llevarlas de nuevo a la celda de la dependencia obligada, a la minoría de edad.
No podemos guardar las banderas, no podemos confiarnos… Esa sería nuestra perdición. El camino ya empezado, pero aún queda un gran trecho. Y en este recorrido debemos contar con esos compañeros varones que siempre nos han querido libres.
Mujeres que han roto las normas, que ya no viven en el claustro del hogar. Como mi pobre abuelita. A ella le encantaría ver a mujeres pasear solas, con faldas cortas o largas; a mujeres que deciden no casarse, que no necesitan la autorización de un varón para poder vivir. Ella sí la necesitaba. Incluso para los tres olivos que heredó de sus padres, mi abuelo tuvo que darle permiso para aceptar esa herencia.
Y me pongo a pensar que de eso no hace tanto tiempo: la ley no cambió hasta 1981. Ella me contaba cómo una mujer no podía ir a un bar sola, ya que se la consideraría una indecente. Ella solo salía para ir a misa. Si viera hoy a las mujeres mayores con colores alegres, tomando café con sus amigas o yendo a bailar… Y no enterradas en vida. ¡Qué pena, abuelita, que no has podido verlo! Pero yo te lo cuento…
Llegó el autobús y mi mirada se posó en la dignidad de una mujer india, india de América, con su pelo negro brillante cogido en dos trenzas y un poncho oscuro. Con su cara dorada y los ángulos de sus facciones que hablan de antiguas civilizaciones: maya o azteca, deduzco.
Una mujer camina por la acera con un cesto en la cabeza en perfecto equilibrio. Su piel oscura contrasta con las flores y colores brillantes de su atuendo. El cesto diríase que va pegado a ella, no se mueve. Allí lleva pequeños detalles para vender y así poder mantener a su familia. Sonrisa de dientes blancos que invita a comprar.
Chinitas que corren con pies libres de ventas y que deciden los hijos que la Providencia les traerá. Mujeres distintas, pero hermanas en el corazón, creadoras de vida, llenas de emociones y con ojos tiernos que entienden el dolor ajeno.
Mujeres que viven porque otras dejaron sus vidas en el camino por la igualdad de derechos. Mujeres que respiran aire fresco, que no deben olvidar que siempre hay lobos agazapados con ganas de llevarlas de nuevo a la celda de la dependencia obligada, a la minoría de edad.
No podemos guardar las banderas, no podemos confiarnos… Esa sería nuestra perdición. El camino ya empezado, pero aún queda un gran trecho. Y en este recorrido debemos contar con esos compañeros varones que siempre nos han querido libres.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ