La Iglesia tiene un cáncer en sus entrañas y no sabe o no se atreve a combatirlo con decisión quirúrgica: se limita a recomendar aspirinas para ver si se alivia. Es la conclusión que se extrae de la insólita cumbre celebrada en el Vaticano, del 21 al 24 de febrero pasados, por los jerarcas de la Iglesia Católica para reflexionar y buscar soluciones a la pederastia y abusos a menores que se cometen tras los muros de parroquias y centros religiosos en todo el orbe cristiano.
190 obispos, cardenales y arzobispos, cuyas diócesis estuvieron representadas por 114 presidentes de conferencias episcopales, fueron convocados a Roma por el Papa Francisco, desbordado por los escándalos que proliferan en el seno de la iglesia causados por sacerdotes que abusan sexualmente de fieles y acólitos, socavando la imagen y la credibilidad de una institución que basa su existencia en la fe y la moral cristianas.
Una cumbre que levantó mucha expectación entre las miles de víctimas abusadas por parte del clero, pero que, ante la constatación de la gravedad y envergadura de un problema, como es la pederastia que corroe la moralidad de la Iglesia Católica, los prelados optaron por culpar al diablo y recomendar un “cambio de mentalidad” para atajar el mal. Simples aspirinas.
La aparición de casos de escándalos sexuales perpetrados por sacerdotes, de los que han sido víctimas, según algunas investigaciones, alrededor de 100.000 menores de edad en centros católicos repartidos por el mundo, ha motivado la convocatoria de esta cumbre pontificia que ha decepcionado a las víctimas y a quienes esperaban un cambio radical de actitud de la Iglesia.
La jerarquía eclesiástica, santos varones enfaldados, muchos de los cuales son cómplices de los abusadores por encubrir y ocultar conductas no solo pecaminosas sino delictivas de algunos sacerdotes de sus diócesis, sólo fue capaz de pronunciar frases compungidas y difusas “mea culpa” con las que solventar el problema.
Y de editar un ambiguo vademécum de orientación a los obispos, que obligará comunicar a la justicia ordinaria (civil, por supuesto) futuros casos de abusos sexuales por parte del clero, como si la Iglesia acabara de conocer que los abusos a menores son crímenes perseguidos y castigados en cualquier país democrático que respete los Derechos Humanos de los más indefensos: los niños.
No profundizaron los clérigos católicos en las causas de un mal que se engendra en una organización arcaica de moral retrógrada, basada en un régimen teocrático de estructura machista, homófoba y patriarcal que, para colmo, obliga a sus integrantes a un hipócrita celibato y un voto de castidad que provoca no pocos trastornos psiquiátricos o traumas.
No son extrañas, por tanto, esas pulsiones sexuales reprimidas en el clero de una Iglesia para la que el sexo es una obsesión condenable, solo si la comete la feligresía, fruto del pecado y por culpa sobre todo de la mujer, un ser pecaminoso, que ya tentó a Adán, al que hay que someter como monja o esposa.
Así surgen casos, como el clan de los Romanones de Granada, que veían en los acólitos sus objetos sexuales de placer, esos miles de escándalos de abusos a menores que se están conociendo ahora y hasta libros bochornosos, como el del arzobispo granadino, que recomienda a las mujeres Cásate y sé sumisa.
Incluso el número tres del Vaticano, el cardenal George Pell, miembro del círculo de confianza del Papa y encargado de las finanzas de la Iglesia, ha sido presa de esa doble moral que caracteriza a una parte del clero que abusa de menores mientras sermonea contra divorciados y homosexuales. El altísimo príncipe purpurado ha sido condenado por un tribunal de Australia, de donde es natural y ejerció el sacerdocio, a ingresar en prisión por sus delitos. Y es que el cáncer está tan extendido que tiene metástasis por todo el cuerpo de la Iglesia.
Los jerarcas católicos, reunidos en esa cumbre sobre la pederastia y abusos sexuales a menores en la Iglesia, han desperdiciado la oportunidad de corregir con contundencia y medidas concretas el problema que allí los congregaba.
Volvieron a olvidarse de las víctimas, a las que no escucharon de viva voz ni dejaron participar para que aportasen sus propuestas, en su ofuscación por minimizar el daño a la imagen y la credibilidad de la organización religiosa que lideran. Ni siquiera abordaron que esta crisis de abusos se inscribe en la tendencia homosexual, negada pero no completamente reprimida, existente en buena parte del clero católico.
Y de esa concepción de la sexualidad humana como acto condenable por constituir un pecado de la carne que únicamente debe estar orientado a la procreación, no para el disfrute, y que lleva a la Iglesia a mantener estereotipos machistas y patriarcales de la familia, la vida en pareja y las relaciones entre adultos. También a prohibir el uso del preservativo incluso para prevenir enfermedades de transmisión sexual.
Intentaron banalizar el grave problema que afecta a la reputación de la Iglesia aduciendo que el grueso de los casos de abusos a menores en la sociedad se producen fuera de los muros religiosos y son cometidos en el ámbito familiar, pero olvidaron reconocer que, aun siendo un porcentaje menor, los abusos del clero gozaron de la laxitud y el silencio de las autoridades eclesiásticas, la impunidad de los culpables, la falta de empatía hacia las víctimas cuando no su culpabilidad y del encubrimiento y ocultación sistémicos para evitar el escándalo público por parte de quienes tenían la obligación, al menos desde esa moral que predican, de zanjarlo con determinación y sin hipocresías.
Por eso, en una actitud defensiva, no se acordó en la cumbre de la pederastia medidas de tolerancia cero, de expulsión del sacerdocio de todo cura abusador, de mecanismos de rendición de cuentas, de abolir el secreto pontificio, de evitar juicios opacos eclesiásticos que se sustancian sólo con el traslado del delincuente a otra parroquia, y de derivar siempre a la justicia civil, desde el primer momento, los indicios de todo delito de abusos sexuales que se cometan en el seno de la Iglesia.
No cabía esperar otra cosa. Pero todo lo que no sea cortar de raíz este mal, actuando sobre las causas profundas y dogmáticas que lo generan, será inútil y perjudicial para una Iglesia como institución religiosa que pretende la tutela moral de la sociedad, y lo que es peor, no evitará que se sigan cometiendo “actos impuros” contra niños inocentes que se acercan a estos depredadores sexuales. Será como tratar con aspirinas un cáncer, el que corroe a la Iglesia católica. Y su pronóstico es gravísimo.
190 obispos, cardenales y arzobispos, cuyas diócesis estuvieron representadas por 114 presidentes de conferencias episcopales, fueron convocados a Roma por el Papa Francisco, desbordado por los escándalos que proliferan en el seno de la iglesia causados por sacerdotes que abusan sexualmente de fieles y acólitos, socavando la imagen y la credibilidad de una institución que basa su existencia en la fe y la moral cristianas.
Una cumbre que levantó mucha expectación entre las miles de víctimas abusadas por parte del clero, pero que, ante la constatación de la gravedad y envergadura de un problema, como es la pederastia que corroe la moralidad de la Iglesia Católica, los prelados optaron por culpar al diablo y recomendar un “cambio de mentalidad” para atajar el mal. Simples aspirinas.
La aparición de casos de escándalos sexuales perpetrados por sacerdotes, de los que han sido víctimas, según algunas investigaciones, alrededor de 100.000 menores de edad en centros católicos repartidos por el mundo, ha motivado la convocatoria de esta cumbre pontificia que ha decepcionado a las víctimas y a quienes esperaban un cambio radical de actitud de la Iglesia.
La jerarquía eclesiástica, santos varones enfaldados, muchos de los cuales son cómplices de los abusadores por encubrir y ocultar conductas no solo pecaminosas sino delictivas de algunos sacerdotes de sus diócesis, sólo fue capaz de pronunciar frases compungidas y difusas “mea culpa” con las que solventar el problema.
Y de editar un ambiguo vademécum de orientación a los obispos, que obligará comunicar a la justicia ordinaria (civil, por supuesto) futuros casos de abusos sexuales por parte del clero, como si la Iglesia acabara de conocer que los abusos a menores son crímenes perseguidos y castigados en cualquier país democrático que respete los Derechos Humanos de los más indefensos: los niños.
No profundizaron los clérigos católicos en las causas de un mal que se engendra en una organización arcaica de moral retrógrada, basada en un régimen teocrático de estructura machista, homófoba y patriarcal que, para colmo, obliga a sus integrantes a un hipócrita celibato y un voto de castidad que provoca no pocos trastornos psiquiátricos o traumas.
No son extrañas, por tanto, esas pulsiones sexuales reprimidas en el clero de una Iglesia para la que el sexo es una obsesión condenable, solo si la comete la feligresía, fruto del pecado y por culpa sobre todo de la mujer, un ser pecaminoso, que ya tentó a Adán, al que hay que someter como monja o esposa.
Así surgen casos, como el clan de los Romanones de Granada, que veían en los acólitos sus objetos sexuales de placer, esos miles de escándalos de abusos a menores que se están conociendo ahora y hasta libros bochornosos, como el del arzobispo granadino, que recomienda a las mujeres Cásate y sé sumisa.
Incluso el número tres del Vaticano, el cardenal George Pell, miembro del círculo de confianza del Papa y encargado de las finanzas de la Iglesia, ha sido presa de esa doble moral que caracteriza a una parte del clero que abusa de menores mientras sermonea contra divorciados y homosexuales. El altísimo príncipe purpurado ha sido condenado por un tribunal de Australia, de donde es natural y ejerció el sacerdocio, a ingresar en prisión por sus delitos. Y es que el cáncer está tan extendido que tiene metástasis por todo el cuerpo de la Iglesia.
Los jerarcas católicos, reunidos en esa cumbre sobre la pederastia y abusos sexuales a menores en la Iglesia, han desperdiciado la oportunidad de corregir con contundencia y medidas concretas el problema que allí los congregaba.
Volvieron a olvidarse de las víctimas, a las que no escucharon de viva voz ni dejaron participar para que aportasen sus propuestas, en su ofuscación por minimizar el daño a la imagen y la credibilidad de la organización religiosa que lideran. Ni siquiera abordaron que esta crisis de abusos se inscribe en la tendencia homosexual, negada pero no completamente reprimida, existente en buena parte del clero católico.
Y de esa concepción de la sexualidad humana como acto condenable por constituir un pecado de la carne que únicamente debe estar orientado a la procreación, no para el disfrute, y que lleva a la Iglesia a mantener estereotipos machistas y patriarcales de la familia, la vida en pareja y las relaciones entre adultos. También a prohibir el uso del preservativo incluso para prevenir enfermedades de transmisión sexual.
Intentaron banalizar el grave problema que afecta a la reputación de la Iglesia aduciendo que el grueso de los casos de abusos a menores en la sociedad se producen fuera de los muros religiosos y son cometidos en el ámbito familiar, pero olvidaron reconocer que, aun siendo un porcentaje menor, los abusos del clero gozaron de la laxitud y el silencio de las autoridades eclesiásticas, la impunidad de los culpables, la falta de empatía hacia las víctimas cuando no su culpabilidad y del encubrimiento y ocultación sistémicos para evitar el escándalo público por parte de quienes tenían la obligación, al menos desde esa moral que predican, de zanjarlo con determinación y sin hipocresías.
Por eso, en una actitud defensiva, no se acordó en la cumbre de la pederastia medidas de tolerancia cero, de expulsión del sacerdocio de todo cura abusador, de mecanismos de rendición de cuentas, de abolir el secreto pontificio, de evitar juicios opacos eclesiásticos que se sustancian sólo con el traslado del delincuente a otra parroquia, y de derivar siempre a la justicia civil, desde el primer momento, los indicios de todo delito de abusos sexuales que se cometan en el seno de la Iglesia.
No cabía esperar otra cosa. Pero todo lo que no sea cortar de raíz este mal, actuando sobre las causas profundas y dogmáticas que lo generan, será inútil y perjudicial para una Iglesia como institución religiosa que pretende la tutela moral de la sociedad, y lo que es peor, no evitará que se sigan cometiendo “actos impuros” contra niños inocentes que se acercan a estos depredadores sexuales. Será como tratar con aspirinas un cáncer, el que corroe a la Iglesia católica. Y su pronóstico es gravísimo.
DANIEL GUERRERO