Nos enfrentamos a la contradicción de que la izquierda moderada ha quedado huérfana en un momento en el que se presentan a la vez, con alta probabilidad de representación parlamentaria, hasta cinco fuerzas estatales, sin contar con los nacionalistas.
Han ocurrido demasiados cambios desde las Elecciones Generales de 2016. La política española se ha instalado en una dinámica entrópica cuyo acelerado ritmo invita a la inseguridad y al catastrofismo. En el ámbito estatal —ya sabemos que las elecciones municipales y autonómicas tienen otra lógica—, el tumor sanchista ha roto el débil equilibrio parlamentario y ya no quedan partidos que sirvan de bisagra. El populismo y la incoherencia ideológica se han instalado para quedarse.
Con todos sus defectos y todas sus limitaciones, el Partido Socialista ha sido durante décadas el garante del progresismo moderado. Hasta José Luis Rodríguez Zapatero demostró moderación en los momentos clave. Sin embargo, el sanchismo ha abocado al Partido Socialista a un discurso efectista y autocomplaciente, diseñado para la búsqueda de los “extraños compañeros de cama” que Pedro Sánchez necesita para seguir sonriendo a cámara en la Moncloa.
Hay que ser justos y decir que el presidente en funciones no es el primero ni, con toda probabilidad, será el último en pactar con el nacionalismo. No olvidemos que fue el Partido Nacionalista Vasco, y no otro, el que garantizó el gobierno de Mariano Rajoy hasta que se decidió a apoyar la moción de censura. Sin embargo, pactar para gobernar un país con quien declara sin complejos que quiere destruirlo fue llegar demasiado lejos.
Si Pedro Sánchez hubiera convocado elecciones tras la moción de censura, todavía podríamos hablar de equilibrio parlamentario. En cambio, la descarada búsqueda del apoyo del supremacismo catalán y la clara ausencia de realismo político durante su Legislatura hacen imposible un pacto con Ciudadanos.
También participa de la misma incoherencia de Unidos Podemos. No es coherente defender el Estado del Bienestar a la vez que se reniega o se daña al Estado en sí. No es que sea negativa la descentralización, pero tiene que ser ordenada. Y por desgracia, no lo es. El Estado del Bienestar que tanto hemos reclamado muchos durante años requiere de un Estado fuerte y ordenado para afrontar los gastos que genera la asistencia a sus ciudadanos y para poder explotar sus beneficios.
Tampoco es coherente defender la igualdad a la vez que se defiende como algo natural la desigualdad entre los ciudadanos de un mismo país. El cálculo del concierto vasco y el reparto presupuestario acrecientan la desigualdad entre españoles.
Sin equilibrio, los votantes progresistas moderados se ven entre dos bloques, no sintiéndose representados por ninguno de los dos. Este votante sabe que votar a Ciudadanos es promover un nuevo pacto a la andaluza y eso es demasiado para su hígado endurecido. Sin embargo, sabe que la alternativa es votar al Partido Socialista y, con ello, el bloque con Podemos, de capa caída, y los nacionalistas-supremacistas. Es volver a la casilla de salida.
Por tanto, solo le quedan cuatro salidas honorables: la abstención, romper la papeleta como protesta, votar en blanco o pasar por el aro sanchista. El trasvase de votos a Ciudadanos, aunque posible, lo vemos improbable, o al menos en grandes cantidades de votos. El 28 de abril lo confirmaremos. Lo que sí podemos decir ya es que la principal víctima del sanchismo es el votante tradicional del Partido Socialista.
Han ocurrido demasiados cambios desde las Elecciones Generales de 2016. La política española se ha instalado en una dinámica entrópica cuyo acelerado ritmo invita a la inseguridad y al catastrofismo. En el ámbito estatal —ya sabemos que las elecciones municipales y autonómicas tienen otra lógica—, el tumor sanchista ha roto el débil equilibrio parlamentario y ya no quedan partidos que sirvan de bisagra. El populismo y la incoherencia ideológica se han instalado para quedarse.
Con todos sus defectos y todas sus limitaciones, el Partido Socialista ha sido durante décadas el garante del progresismo moderado. Hasta José Luis Rodríguez Zapatero demostró moderación en los momentos clave. Sin embargo, el sanchismo ha abocado al Partido Socialista a un discurso efectista y autocomplaciente, diseñado para la búsqueda de los “extraños compañeros de cama” que Pedro Sánchez necesita para seguir sonriendo a cámara en la Moncloa.
Hay que ser justos y decir que el presidente en funciones no es el primero ni, con toda probabilidad, será el último en pactar con el nacionalismo. No olvidemos que fue el Partido Nacionalista Vasco, y no otro, el que garantizó el gobierno de Mariano Rajoy hasta que se decidió a apoyar la moción de censura. Sin embargo, pactar para gobernar un país con quien declara sin complejos que quiere destruirlo fue llegar demasiado lejos.
Si Pedro Sánchez hubiera convocado elecciones tras la moción de censura, todavía podríamos hablar de equilibrio parlamentario. En cambio, la descarada búsqueda del apoyo del supremacismo catalán y la clara ausencia de realismo político durante su Legislatura hacen imposible un pacto con Ciudadanos.
También participa de la misma incoherencia de Unidos Podemos. No es coherente defender el Estado del Bienestar a la vez que se reniega o se daña al Estado en sí. No es que sea negativa la descentralización, pero tiene que ser ordenada. Y por desgracia, no lo es. El Estado del Bienestar que tanto hemos reclamado muchos durante años requiere de un Estado fuerte y ordenado para afrontar los gastos que genera la asistencia a sus ciudadanos y para poder explotar sus beneficios.
Tampoco es coherente defender la igualdad a la vez que se defiende como algo natural la desigualdad entre los ciudadanos de un mismo país. El cálculo del concierto vasco y el reparto presupuestario acrecientan la desigualdad entre españoles.
Sin equilibrio, los votantes progresistas moderados se ven entre dos bloques, no sintiéndose representados por ninguno de los dos. Este votante sabe que votar a Ciudadanos es promover un nuevo pacto a la andaluza y eso es demasiado para su hígado endurecido. Sin embargo, sabe que la alternativa es votar al Partido Socialista y, con ello, el bloque con Podemos, de capa caída, y los nacionalistas-supremacistas. Es volver a la casilla de salida.
Por tanto, solo le quedan cuatro salidas honorables: la abstención, romper la papeleta como protesta, votar en blanco o pasar por el aro sanchista. El trasvase de votos a Ciudadanos, aunque posible, lo vemos improbable, o al menos en grandes cantidades de votos. El 28 de abril lo confirmaremos. Lo que sí podemos decir ya es que la principal víctima del sanchismo es el votante tradicional del Partido Socialista.
RAFAEL SOTO