El Gobierno socialista, formado por Pedro Sánchez en junio de 2018 tras ganar la moción de censura contra Mariano Rajoy, no ha podido agotar la Legislatura, acuciado por su debilidad parlamentaria de solo 84 diputados en un Congreso de 350 escaños y la falta de apoyos por parte de los independentistas catalanes a su ley de Presupuestos, y ha convocado elecciones generales para el próximo 28 de abril.
Un mes después, el 26 de mayo, se celebrarán comicios municipales, autonómicos (en la mayoría de las comunidades) y europeos, lo que nos aboca, hasta entonces, a más de tres meses de inmisericorde tabarra electoral, sumamente perniciosa para la salud mental de los ciudadanos.
No hay que ser ningún nigromante para predecir una campaña abrupta y encarnizada de unos partidos que se dedicarán, como ya han comenzado, a bombardearnos la cabeza con proclamas propagandísticas en las que el Apocalipsis sería un mal menor comparado con lo que sucedería en España si ganaran los adversarios.
Y tal batalla de todos contra todos para atraer el voto no sólo será intensa sino extensa y plagada de advertencias, promesas, acusaciones, mentiras, conminaciones, exageraciones, descalificaciones, objetivos irrealizables, insidias, manipulaciones interesadas, adulaciones y toda clase de artimañas, falsedades y medias verdades de las que se vale cualquier charlatán para engatusar a sus clientes y convencerlos de que les ofrece lo mejor del mercado.
Una técnica de “marketing” que, en el ámbito de la política, se multiplica a la enésima potencia y, en esta ocasión en particular, se alarga más de tres meses, convirtiendo este período electoral en una tortura insoportable que saturará la capacidad de asimilación de información del electorado y la comprensión crítica de lo que, en verdad, nos estamos jugamos.
Para empezar, el dilema de enfrentamiento que plantean algunas formaciones políticas descansa entre constitucionalistas y no constitucionalistas, para enseguida arrogarse la defensa de la Constitución (antiguamente, salvadores de la patria) frente a las supuestas “traiciones” y deslealtades del contrincante a abatir, el PSOE que gobierna "ilegítimamente, por intentar dialogar con quienes persiguen la independencia de Cataluña.
Es curioso que en el bando “constitucionalista”, famoso por aquella fotografía que los reunió en la concentración de la plaza de Colón de Madrid, figure en pie de igualdad Vox, el partido de extrema derecha sin presencia institucional, hasta la fecha, que aspira a derogar parte de la arquitectura legal y de derechos que se consagró gracias a esa misma Constitución que los fotografiados se apropian.
Que otro partido, el Partido Popular dirigido por Pablo Casado, tenga como tutor y referente ideológico al expresidente José María Aznar, que estuvo en contra y no votó la Constitución. Y que el tercero en discordia, Ciudadanos, sea una formación nacida en Cataluña que unas veces es centrista, anteriormente socialdemócrata y ahora conservadora radical, dispuesta siempre a coaligarse, según convenga, con los socialistas o con la derecha, pero que para estas elecciones asegura y promete no gobernar con los socialistas, pero sí con Vox, como hace en Andalucía de la mano del PP.
Los socialistas, por su parte, afirman representar la España que queremos, sin especificar cuál es ese país que ansiamos y no hemos conseguido después de décadas de democracia, libertad, Estado de derecho, formar de parte de la Unión Europea y disfrutar de un Estado de bienestar que hemos impedido demoler.
Ignoran sus trifulcas internas y las diferencias de opinión de sus baronías respecto a la estructura territorial y competencias autonómicas, pero aseguran conocer la España que nos conviene y que en verdad queremos.
El pecado del PSOE, según el frente “trifálico” de las derechas, es acceder al Gobierno y haber desalojado al PP, condenado judicialmente por corrupción, mediante una moción de censura, siendo una minoría parlamentaria que se apoyó en los votos de las formaciones nacionalistas, comunistas e independentistas con presencia en el Congreso de los Diputados.
Y desde esa posición de debilidad, intentar encauzar el conflicto catalán por vía del diálogo para atraer a los independentistas hacia un pragmatismo respetuoso con la legalidad, aunque para ello tuviera que tensar unas negociaciones hasta que finalmente se rompieron, dando lugar a la convocatoria de elecciones anticipadas.
Tampoco se le perdona ese afán por revertir algunas leyes del anterior Ejecutivo para conseguir una redistribución más equitativa de la riqueza y de la recuperación económica, impulsando una subida espectacular del salario mínimo interprofesional, la “descongelación” de las pensiones y del salario de los funcionarios, la recuperación de la sanidad universal y la derogación parcial de la Ley Laboral de Rajoy para recuperar los convenios sectoriales en la negociación colectiva, entre otras medidas.
En contra, tras unos escasos ocho meses de mandato, no han tenido tiempo para implementar con éxito otras iniciativas que se han quedado pendientes, como la reforma de la Ley de Educación, la modificación de la del voto rogado, la derogación de la Reforma Laboral y la ley Mordaza, despenalizar en determinados supuestos la eutanasia y exhumar los restos del dictador Franco del monumento del Valle de los Caídos.
Para colmo, deja un reguero de anécdotas y “escándalos” que les serán recordados machaconamente durante toda esta campaña: el supuesto plagio en la tesis doctoral del presidente, las dimisiones de Máxim Huerta y Carmen Montón y hasta la autorización de desembarco en Valencia de los inmigrantes rescatados por el Aquarius en el Mediterráneo central.
En conjunto, demasiadas ofensas y “felonías” para quienes presumen de defender la unidad de España con la aplicación “indefinida y con toda la extensión precisa” del artículo 155 (suspender una autonomía), la identidad cultural de los españoles (volver a las viejas costumbres centralistas y antifeministas, expulsión de inmigrantes) y el “rigor” en materia económica (bajada de impuestos, exención del de sucesiones y donaciones, y volver a la austeridad y los recortes en el gasto público).
Sin embargo, lo que está en juego en este largo proceso electoral es el futuro del país, el modelo de convivencia de una nación plural, mestiza y diversa en la que caben todos los españoles sin importar donde vivan y sin necesidad de recurrir a una confrontación estéril de “patriotismos” histéricos entre nacionalismos periféricos y un nacionalismo español, como si fueran excluyentes y no se pudieran sentir conjuntamente.
Pero, fundamentalmente, más allá del independentismo catalán que presumiblemente centrará la campaña, y que no es el mayor problema que afecta a España pues se halla controlado, aunque no resuelto, por mecanismos políticos y judiciales, lo que se dirime en las próximas elecciones son los problemas concretos que preocupan a los ciudadanos y la forma en que serán abordados por quienes compiten a cara de perro en estas elecciones, dándonos la tabarra.
Aunque pretenderán distraernos con el “ruido” independentista, serán el trabajo y la falta de estabilidad y precariedad salarial que lo caracteriza; las pensiones sobre las que esos partidos son incapaces de ponerse de acuerdo para garantizar su sostenibilidad en el futuro; la calidad del sistema educativo y su capacidad para promover la igualdad de oportunidades y la mejora del porvenir de nuestros hijos; una sanidad que nos atienda sin merma cuando enfermamos; una justicia y una seguridad que no solo esté al alcance de quienes puedan costeárselas; un derecho a la vivienda que no esté hipotecado a las leyes del mercado; unas ayudas a la dependencia, al desempleo, a las guarderías, a la maternidad, a las becas, a la investigación, a la cultura y a los desfavorecidos que no dependan del color del Gobierno de turno ni de la coyuntura económica; una política fiscal, económica y financiera al servicio de las necesidades de los ciudadanos, no de los especuladores y acaudalados; la solidaridad, la cooperación, la paz, la justicia, la equidad y la libertad como guías que orienten la actuación entre nosotros y ante el mundo; esas son las auténticas cuestiones que deberían afrontarse en estas elecciones y sobre las que deberían ofrecernos alternativas de solución todos los partidos contendientes.
Pero si sólo se limitan a confrontar, discutir, descalificar, insultar y provocar mediante el conflicto independentista catalán, nos estarán dando la tabarra para engañarnos, tomarnos el pelo y usar nuestro voto como componenda partidaria e interés partidista.
Por eso, me temo que nos aguardan unos meses insufribles para el ciudadano elector que confía en ser tratado como mayor de edad y recibir propuestas electorales que no ofendan su inteligencia ni amarguen su existencia. ¿Será mucho pedir?
Un mes después, el 26 de mayo, se celebrarán comicios municipales, autonómicos (en la mayoría de las comunidades) y europeos, lo que nos aboca, hasta entonces, a más de tres meses de inmisericorde tabarra electoral, sumamente perniciosa para la salud mental de los ciudadanos.
No hay que ser ningún nigromante para predecir una campaña abrupta y encarnizada de unos partidos que se dedicarán, como ya han comenzado, a bombardearnos la cabeza con proclamas propagandísticas en las que el Apocalipsis sería un mal menor comparado con lo que sucedería en España si ganaran los adversarios.
Y tal batalla de todos contra todos para atraer el voto no sólo será intensa sino extensa y plagada de advertencias, promesas, acusaciones, mentiras, conminaciones, exageraciones, descalificaciones, objetivos irrealizables, insidias, manipulaciones interesadas, adulaciones y toda clase de artimañas, falsedades y medias verdades de las que se vale cualquier charlatán para engatusar a sus clientes y convencerlos de que les ofrece lo mejor del mercado.
Una técnica de “marketing” que, en el ámbito de la política, se multiplica a la enésima potencia y, en esta ocasión en particular, se alarga más de tres meses, convirtiendo este período electoral en una tortura insoportable que saturará la capacidad de asimilación de información del electorado y la comprensión crítica de lo que, en verdad, nos estamos jugamos.
Para empezar, el dilema de enfrentamiento que plantean algunas formaciones políticas descansa entre constitucionalistas y no constitucionalistas, para enseguida arrogarse la defensa de la Constitución (antiguamente, salvadores de la patria) frente a las supuestas “traiciones” y deslealtades del contrincante a abatir, el PSOE que gobierna "ilegítimamente, por intentar dialogar con quienes persiguen la independencia de Cataluña.
Es curioso que en el bando “constitucionalista”, famoso por aquella fotografía que los reunió en la concentración de la plaza de Colón de Madrid, figure en pie de igualdad Vox, el partido de extrema derecha sin presencia institucional, hasta la fecha, que aspira a derogar parte de la arquitectura legal y de derechos que se consagró gracias a esa misma Constitución que los fotografiados se apropian.
Que otro partido, el Partido Popular dirigido por Pablo Casado, tenga como tutor y referente ideológico al expresidente José María Aznar, que estuvo en contra y no votó la Constitución. Y que el tercero en discordia, Ciudadanos, sea una formación nacida en Cataluña que unas veces es centrista, anteriormente socialdemócrata y ahora conservadora radical, dispuesta siempre a coaligarse, según convenga, con los socialistas o con la derecha, pero que para estas elecciones asegura y promete no gobernar con los socialistas, pero sí con Vox, como hace en Andalucía de la mano del PP.
Los socialistas, por su parte, afirman representar la España que queremos, sin especificar cuál es ese país que ansiamos y no hemos conseguido después de décadas de democracia, libertad, Estado de derecho, formar de parte de la Unión Europea y disfrutar de un Estado de bienestar que hemos impedido demoler.
Ignoran sus trifulcas internas y las diferencias de opinión de sus baronías respecto a la estructura territorial y competencias autonómicas, pero aseguran conocer la España que nos conviene y que en verdad queremos.
El pecado del PSOE, según el frente “trifálico” de las derechas, es acceder al Gobierno y haber desalojado al PP, condenado judicialmente por corrupción, mediante una moción de censura, siendo una minoría parlamentaria que se apoyó en los votos de las formaciones nacionalistas, comunistas e independentistas con presencia en el Congreso de los Diputados.
Y desde esa posición de debilidad, intentar encauzar el conflicto catalán por vía del diálogo para atraer a los independentistas hacia un pragmatismo respetuoso con la legalidad, aunque para ello tuviera que tensar unas negociaciones hasta que finalmente se rompieron, dando lugar a la convocatoria de elecciones anticipadas.
Tampoco se le perdona ese afán por revertir algunas leyes del anterior Ejecutivo para conseguir una redistribución más equitativa de la riqueza y de la recuperación económica, impulsando una subida espectacular del salario mínimo interprofesional, la “descongelación” de las pensiones y del salario de los funcionarios, la recuperación de la sanidad universal y la derogación parcial de la Ley Laboral de Rajoy para recuperar los convenios sectoriales en la negociación colectiva, entre otras medidas.
En contra, tras unos escasos ocho meses de mandato, no han tenido tiempo para implementar con éxito otras iniciativas que se han quedado pendientes, como la reforma de la Ley de Educación, la modificación de la del voto rogado, la derogación de la Reforma Laboral y la ley Mordaza, despenalizar en determinados supuestos la eutanasia y exhumar los restos del dictador Franco del monumento del Valle de los Caídos.
Para colmo, deja un reguero de anécdotas y “escándalos” que les serán recordados machaconamente durante toda esta campaña: el supuesto plagio en la tesis doctoral del presidente, las dimisiones de Máxim Huerta y Carmen Montón y hasta la autorización de desembarco en Valencia de los inmigrantes rescatados por el Aquarius en el Mediterráneo central.
En conjunto, demasiadas ofensas y “felonías” para quienes presumen de defender la unidad de España con la aplicación “indefinida y con toda la extensión precisa” del artículo 155 (suspender una autonomía), la identidad cultural de los españoles (volver a las viejas costumbres centralistas y antifeministas, expulsión de inmigrantes) y el “rigor” en materia económica (bajada de impuestos, exención del de sucesiones y donaciones, y volver a la austeridad y los recortes en el gasto público).
Sin embargo, lo que está en juego en este largo proceso electoral es el futuro del país, el modelo de convivencia de una nación plural, mestiza y diversa en la que caben todos los españoles sin importar donde vivan y sin necesidad de recurrir a una confrontación estéril de “patriotismos” histéricos entre nacionalismos periféricos y un nacionalismo español, como si fueran excluyentes y no se pudieran sentir conjuntamente.
Pero, fundamentalmente, más allá del independentismo catalán que presumiblemente centrará la campaña, y que no es el mayor problema que afecta a España pues se halla controlado, aunque no resuelto, por mecanismos políticos y judiciales, lo que se dirime en las próximas elecciones son los problemas concretos que preocupan a los ciudadanos y la forma en que serán abordados por quienes compiten a cara de perro en estas elecciones, dándonos la tabarra.
Aunque pretenderán distraernos con el “ruido” independentista, serán el trabajo y la falta de estabilidad y precariedad salarial que lo caracteriza; las pensiones sobre las que esos partidos son incapaces de ponerse de acuerdo para garantizar su sostenibilidad en el futuro; la calidad del sistema educativo y su capacidad para promover la igualdad de oportunidades y la mejora del porvenir de nuestros hijos; una sanidad que nos atienda sin merma cuando enfermamos; una justicia y una seguridad que no solo esté al alcance de quienes puedan costeárselas; un derecho a la vivienda que no esté hipotecado a las leyes del mercado; unas ayudas a la dependencia, al desempleo, a las guarderías, a la maternidad, a las becas, a la investigación, a la cultura y a los desfavorecidos que no dependan del color del Gobierno de turno ni de la coyuntura económica; una política fiscal, económica y financiera al servicio de las necesidades de los ciudadanos, no de los especuladores y acaudalados; la solidaridad, la cooperación, la paz, la justicia, la equidad y la libertad como guías que orienten la actuación entre nosotros y ante el mundo; esas son las auténticas cuestiones que deberían afrontarse en estas elecciones y sobre las que deberían ofrecernos alternativas de solución todos los partidos contendientes.
Pero si sólo se limitan a confrontar, discutir, descalificar, insultar y provocar mediante el conflicto independentista catalán, nos estarán dando la tabarra para engañarnos, tomarnos el pelo y usar nuestro voto como componenda partidaria e interés partidista.
Por eso, me temo que nos aguardan unos meses insufribles para el ciudadano elector que confía en ser tratado como mayor de edad y recibir propuestas electorales que no ofendan su inteligencia ni amarguen su existencia. ¿Será mucho pedir?
DANIEL GUERRERO