Veinte años después de su publicación, la Fundación José Manuel Lara vuelve a reeditar El novio del mundo, la mejor novela de Felipe Benítez Reyes. Publicada por primera vez en 1998, El novio del mundo se convirtió al poco de su aparición en una obra de culto. Con esta reedición y enriquecida con un epílogo del autor, la editorial celebra, veinte años después, las andanzas imprevistas e imprevisibles de Walter Arias, el novio desmesurado de un mundo desmesurado.
—Escribiste ‘El novio del mundo’ como un trance febril, con sentadas diarias de hasta 14 horas. Algo que hoy te parece impensable. ¿También el escritor se acomoda en su zona de confort?
—Lo que pasa más bien es que el sistema neuronal se resiente, porque se ralentiza. Caballero Bonald suele decir que para escribir una novela lo fundamental es tener muy buena salud.
—Tu personaje se balancea entre la lucidez y el disparate, el razonamiento y el desvarío. ¿Heredó de ti la parte cuerda o la parte loca?
—Casi mejor dejarlo en tablas. La locura también se inventa, y es lo que procuré a la hora de configurar este personaje, que no está tan loco como parece.
—Dices que, escrita en primera persona, alguien podría sospechar que se trata de una biografía fingida o disfrazada. ¿Con tantos excesos?
—Por suerte para mí, no tiene nada de autobiográfica. La ficción me interesa como un espacio de invención, no de confesión.
—El nombre de Walter Arias surge de la conjunción de dos nombres que lees en una tarjeta que te ofrece un taxista. O sea, que no tuviste que adentrarte en ningún cementerio, como hacía Juan Rulfo.
—Los cementerios me gustan poco, aunque haya que hacerse a la idea de que uno se mudará allí algún día. Lo del taxista fue en San José de Costa Rica. Pensé que era un buen nombre para un ente irreal.
—Has escrito que los villanos de la literatura adquieren más relieve de realidad cuando presentan ambivalencia. ¿Esa fue la fórmula secreta de tu novela?
—Fue una de las premisas. Procuré que la narración se basara en el contraste. Que resultase calidoscópica. A una situación cómica puede seguir otra espeluznante.
—La relectura de tu libro veinte años después te ha producido bastantes desazones. ¿Te has identificado como escritor o se te antoja que lo ha escrito alguien que ya no es el que era?
—En estos veinte años han pasado por lo menos veinte cosas. La identidad personal tiene mucho de inestable. Somos una sucesión. A veces incluso radicalmente incoherente. La historia de cualquier vida tiene mucho de guión descabellado e inverosímil.
—Muchos escritores, cuando vuelven a publicar libros unos años después, introducen cambios sustanciales. En tu caso, ¿no introdujiste ninguna variante?
—Muy poca cosa. Un adjetivo, alguna frase que me resultaba confusa… Los libros deben ser como fueron.
—El Club Walterista, entre la realidad y la ficción, ¿ha sobrevivido hasta los días de hoy?
—Por lo que me cuentan, sí. Me resulta muy curioso que este personaje despertara esas simpatías, siendo él tan excesivo. Tan peculiar…
—Alguna vez lo pensaste y algunos amigos también te propusieron que escribieras una secuela de esta novela. ¿Solo escribiste las primeras líneas que reproduces en el epílogo? ¿Ya lo enterraste para siempre?
—Sí, mejor dejarlo ahí. Fue un personaje muy absorbente. Durante un tiempo me tuvo abducido, y uno tiene que vivir su propia vida, no la de sus personajes.
—Carlos Marzal califica ‘El novio del mundo’ como “una de las mejores novelas españolas de finales del siglo XX”. ¿Alguna objeción?
—Bueno, es un juicio muy generoso, y no va a poner uno pegas a la generosidad.
—Como tú dices, a ningún escritor le gustan del todo sus libros. ¿Qué lugar ocupa este en tu obra?
—Es un libro que me ha dado muchas alegrías profesionales. También algunas personales. No sé… La relación que uno mantiene con sus libros es siempre un poco rara. De complicidad y a la vez de extrañeza, de desapego.
—“Cualquier novela es una caja de sorpresas”. ¿Guardas alguna sorpresa como esta en tu escritorio?
—Ahora ando organizando un libro de poemas en el que llevo trabajando desde hace seis años. A ver qué queda. Cada vez me parece más difícil escribir poemas que merezca la pena escribirlos.
—Escribiste ‘El novio del mundo’ como un trance febril, con sentadas diarias de hasta 14 horas. Algo que hoy te parece impensable. ¿También el escritor se acomoda en su zona de confort?
—Lo que pasa más bien es que el sistema neuronal se resiente, porque se ralentiza. Caballero Bonald suele decir que para escribir una novela lo fundamental es tener muy buena salud.
—Tu personaje se balancea entre la lucidez y el disparate, el razonamiento y el desvarío. ¿Heredó de ti la parte cuerda o la parte loca?
—Casi mejor dejarlo en tablas. La locura también se inventa, y es lo que procuré a la hora de configurar este personaje, que no está tan loco como parece.
—Dices que, escrita en primera persona, alguien podría sospechar que se trata de una biografía fingida o disfrazada. ¿Con tantos excesos?
—Por suerte para mí, no tiene nada de autobiográfica. La ficción me interesa como un espacio de invención, no de confesión.
—El nombre de Walter Arias surge de la conjunción de dos nombres que lees en una tarjeta que te ofrece un taxista. O sea, que no tuviste que adentrarte en ningún cementerio, como hacía Juan Rulfo.
—Los cementerios me gustan poco, aunque haya que hacerse a la idea de que uno se mudará allí algún día. Lo del taxista fue en San José de Costa Rica. Pensé que era un buen nombre para un ente irreal.
—Has escrito que los villanos de la literatura adquieren más relieve de realidad cuando presentan ambivalencia. ¿Esa fue la fórmula secreta de tu novela?
—Fue una de las premisas. Procuré que la narración se basara en el contraste. Que resultase calidoscópica. A una situación cómica puede seguir otra espeluznante.
—La relectura de tu libro veinte años después te ha producido bastantes desazones. ¿Te has identificado como escritor o se te antoja que lo ha escrito alguien que ya no es el que era?
—En estos veinte años han pasado por lo menos veinte cosas. La identidad personal tiene mucho de inestable. Somos una sucesión. A veces incluso radicalmente incoherente. La historia de cualquier vida tiene mucho de guión descabellado e inverosímil.
—Muchos escritores, cuando vuelven a publicar libros unos años después, introducen cambios sustanciales. En tu caso, ¿no introdujiste ninguna variante?
—Muy poca cosa. Un adjetivo, alguna frase que me resultaba confusa… Los libros deben ser como fueron.
—El Club Walterista, entre la realidad y la ficción, ¿ha sobrevivido hasta los días de hoy?
—Por lo que me cuentan, sí. Me resulta muy curioso que este personaje despertara esas simpatías, siendo él tan excesivo. Tan peculiar…
—Alguna vez lo pensaste y algunos amigos también te propusieron que escribieras una secuela de esta novela. ¿Solo escribiste las primeras líneas que reproduces en el epílogo? ¿Ya lo enterraste para siempre?
—Sí, mejor dejarlo ahí. Fue un personaje muy absorbente. Durante un tiempo me tuvo abducido, y uno tiene que vivir su propia vida, no la de sus personajes.
—Carlos Marzal califica ‘El novio del mundo’ como “una de las mejores novelas españolas de finales del siglo XX”. ¿Alguna objeción?
—Bueno, es un juicio muy generoso, y no va a poner uno pegas a la generosidad.
—Como tú dices, a ningún escritor le gustan del todo sus libros. ¿Qué lugar ocupa este en tu obra?
—Es un libro que me ha dado muchas alegrías profesionales. También algunas personales. No sé… La relación que uno mantiene con sus libros es siempre un poco rara. De complicidad y a la vez de extrañeza, de desapego.
—“Cualquier novela es una caja de sorpresas”. ¿Guardas alguna sorpresa como esta en tu escritorio?
—Ahora ando organizando un libro de poemas en el que llevo trabajando desde hace seis años. A ver qué queda. Cada vez me parece más difícil escribir poemas que merezca la pena escribirlos.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: ELISA ARROYO
FOTOGRAFÍA: ELISA ARROYO