Hace exactamente un año que Donald Trump pronunció su discurso de inauguración como presidente de los Estados Unidos de América, dando comienzo, así, al mandato más desconcertante y preocupante de cuantas Administraciones se han sucedido en la Casa Blanca.
Lo que parecía imposible se convirtió realidad ante la sorpresa de los incrédulos: un perfecto outsider de la política, sin ninguna experiencia previa ni como simple concejal de alguna ciudad perdida en el mapa, ignorante pero fanfarrón, vencía incomprensiblemente a la antipática pero sobradamente preparada Hillary Clinton en las últimas elecciones presidenciales de aquel país.
Un magnate de los negocios, especulador y narcisista, tan hortera como rico, accedía contra todo pronóstico a gobernar el país más poderoso del planeta, la primera potencia mundial, gracias a su habilidad mediática, a sus tuits viscerales y a unos mensajes tan ramplones como extremistas.
La demagogia ultraconservadora como programa y una crisis económica que había afectado a la “América profunda” fueron sus recursos, aparte de la desfachatez y las mentiras como armas dialécticas, para conquistar a un electorado deseoso de que le solucionen sus problemas de un plumazo.
Y eso fue, precisamente, lo que prometió a sus votantes un presidente que aspira ser el Superman del pueblo norteamerícano: un ser providencial que, sin cuestionar el sistema, les saca siempre las castañas del fuego. No es un ave, tampoco un avión: es Supertrump, el fantástico héroe “aflequillado” que defiende América firts o, mejor, only. Y, la verdad, es que ambos personajes, de ficción y el real, comparten el mismo estereotipo, se parecen mucho, y no precisamente para bien.
Es fácil hacer la comparación, siguiendo la descripción del mito de cómic que hace Carlos García Gual en su Diccionario de Mitos (Turner Publicaciones), en la reciente edición especial conmemorativa del vigésimo aniversario de la primera publicación de la obra. Veámoslo.
Ambos son fruto de la mentalidad simplista y elemental del norteamericano medio, devorador de televisión, hamburguesas y colas, y poco dado a la lectura extensa, los informes largos o los ensayos profundos. Ni a Superman ni a Trump se les conoce con un libro entre las manos, meditando con denuedo lo que hacer sino actuando por impulsos, presentimientos o prejuicios, sin perder el tiempo y al instante, como corresponde a los superpoderes de uno y la actitud enérgica del otro.
Los dos están convencidos de que los problemas los causan los demás, nunca los propios, porque los malos son siempre los otros, los que abusan de la prosperidad y la generosidad que les brinda el país. Por eso Superman vigila y protege exclusivamente Metrópolis, analogía de Nueva York y, por ende, de América.
Como Trump, que emerge dispuesto a convertir a “América grande de nuevo”, aunque para ello tenga que expulsar a todos los inmigrantes desafortunados, blindar las fronteras con muros altos infranqueables y negar la entrada a los nacionales de países musulmanes o empobrecidos, mantengan o no conflictos con Estados Unidos. No pueden ocultar, así, un claro desprecio hacia los débiles y las minorías, excrecencias de la sociedad perfecta que anhelan conseguir con sus desvelos y entregas extraordinarios.
Y con esa exacerbada autoestima que comparten, creen poseer la solución definitiva a todas las amenazas y peligros a los que se enfrenta su nación en un mundo plagado de tiranos y villanos deleznables y envidiosos. Son conservadores, patrioteros, supremacistas y antirrevolucionarios como corresponde a los ultranacionalistas fanáticos, imbuidos de una nostalgia imperial a la que el resto del planeta rendía vasallaje.
La simbiosis de ambos, Supertrump, muestra un carácter aparentemente afable pero inestable, con explosiones de ira cuando le contradicen o no respetan sus manías, cual niño grande, maleducado y caprichoso. Suele buscar refugio en la soledad, lejos de sus aduladores y críticos, ya sea en una base secreta del Ártico o en un dormitorio que no comparte ni con su esposa, encerrado consigo mismo.
Y exhibe un ego desmedido que exige ser reconocido y admirado constantemente, que le induce a anunciarse a sí mismo con esa “S” en el pecho y capa de su uniforme o la “T”, cuando no el apellido completo, en los edificios que construye.
Todo ha de girar en torno a él, el mundo entero ha de asumir su formidable genialidad. Pero oculta una doble vida y algunas debilidades, disfrazándose de lo que no es, aparentando una feliz vida familiar o negando relaciones turbias y escarceos sexuales con mujeres explosivas, siempre dispuestas a satisfacer al poderoso. Así es Supertrump, el Superman de este tiempo para los infantiles ojos de muchos norteamericanos y algún que otro delirante europeo que pretende emularlo.
Lo que parecía imposible se convirtió realidad ante la sorpresa de los incrédulos: un perfecto outsider de la política, sin ninguna experiencia previa ni como simple concejal de alguna ciudad perdida en el mapa, ignorante pero fanfarrón, vencía incomprensiblemente a la antipática pero sobradamente preparada Hillary Clinton en las últimas elecciones presidenciales de aquel país.
Un magnate de los negocios, especulador y narcisista, tan hortera como rico, accedía contra todo pronóstico a gobernar el país más poderoso del planeta, la primera potencia mundial, gracias a su habilidad mediática, a sus tuits viscerales y a unos mensajes tan ramplones como extremistas.
La demagogia ultraconservadora como programa y una crisis económica que había afectado a la “América profunda” fueron sus recursos, aparte de la desfachatez y las mentiras como armas dialécticas, para conquistar a un electorado deseoso de que le solucionen sus problemas de un plumazo.
Y eso fue, precisamente, lo que prometió a sus votantes un presidente que aspira ser el Superman del pueblo norteamerícano: un ser providencial que, sin cuestionar el sistema, les saca siempre las castañas del fuego. No es un ave, tampoco un avión: es Supertrump, el fantástico héroe “aflequillado” que defiende América firts o, mejor, only. Y, la verdad, es que ambos personajes, de ficción y el real, comparten el mismo estereotipo, se parecen mucho, y no precisamente para bien.
Es fácil hacer la comparación, siguiendo la descripción del mito de cómic que hace Carlos García Gual en su Diccionario de Mitos (Turner Publicaciones), en la reciente edición especial conmemorativa del vigésimo aniversario de la primera publicación de la obra. Veámoslo.
Ambos son fruto de la mentalidad simplista y elemental del norteamericano medio, devorador de televisión, hamburguesas y colas, y poco dado a la lectura extensa, los informes largos o los ensayos profundos. Ni a Superman ni a Trump se les conoce con un libro entre las manos, meditando con denuedo lo que hacer sino actuando por impulsos, presentimientos o prejuicios, sin perder el tiempo y al instante, como corresponde a los superpoderes de uno y la actitud enérgica del otro.
Los dos están convencidos de que los problemas los causan los demás, nunca los propios, porque los malos son siempre los otros, los que abusan de la prosperidad y la generosidad que les brinda el país. Por eso Superman vigila y protege exclusivamente Metrópolis, analogía de Nueva York y, por ende, de América.
Como Trump, que emerge dispuesto a convertir a “América grande de nuevo”, aunque para ello tenga que expulsar a todos los inmigrantes desafortunados, blindar las fronteras con muros altos infranqueables y negar la entrada a los nacionales de países musulmanes o empobrecidos, mantengan o no conflictos con Estados Unidos. No pueden ocultar, así, un claro desprecio hacia los débiles y las minorías, excrecencias de la sociedad perfecta que anhelan conseguir con sus desvelos y entregas extraordinarios.
Y con esa exacerbada autoestima que comparten, creen poseer la solución definitiva a todas las amenazas y peligros a los que se enfrenta su nación en un mundo plagado de tiranos y villanos deleznables y envidiosos. Son conservadores, patrioteros, supremacistas y antirrevolucionarios como corresponde a los ultranacionalistas fanáticos, imbuidos de una nostalgia imperial a la que el resto del planeta rendía vasallaje.
La simbiosis de ambos, Supertrump, muestra un carácter aparentemente afable pero inestable, con explosiones de ira cuando le contradicen o no respetan sus manías, cual niño grande, maleducado y caprichoso. Suele buscar refugio en la soledad, lejos de sus aduladores y críticos, ya sea en una base secreta del Ártico o en un dormitorio que no comparte ni con su esposa, encerrado consigo mismo.
Y exhibe un ego desmedido que exige ser reconocido y admirado constantemente, que le induce a anunciarse a sí mismo con esa “S” en el pecho y capa de su uniforme o la “T”, cuando no el apellido completo, en los edificios que construye.
Todo ha de girar en torno a él, el mundo entero ha de asumir su formidable genialidad. Pero oculta una doble vida y algunas debilidades, disfrazándose de lo que no es, aparentando una feliz vida familiar o negando relaciones turbias y escarceos sexuales con mujeres explosivas, siempre dispuestas a satisfacer al poderoso. Así es Supertrump, el Superman de este tiempo para los infantiles ojos de muchos norteamericanos y algún que otro delirante europeo que pretende emularlo.
DANIEL GUERRERO