Ahora que Estados Unidos, por obra y gracia de su engreído presidente aporofóbico, expulsa a los inmigrantes sin recursos o musulmanes (no a los jeques árabes) y pretende levantar un muro a lo largo de su frontera con México (no con Canadá), Europa también quiere “blindar” su flanco sur, el de un mar Mediterráneo más mortífero que cualquier muro con alambradas de púas, para evitar el flujo de migrantes que huyen de la pobreza o las guerras del continente africano y llegan a nuestras costas en busca de alguna esperanza que no hallan en sus países.
Al parecer, el “problema” que representan esos inmigrantes desesperados, que se juegan la vida en frágiles balsas y precarios botes de madera (pateras) para cruzar un mar que no deja de cobrarse un precio en naufragios y muertes en casi cada tentativa, pone en peligro el “orden” sociológico y la “estabilidad” cultural y económica de Europa, la nueva tierra de promisión y oportunidades que queda en el mundo.
Los países ribereños del Mediterráneo solicitan más medios y políticas de extranjería eficaces, consensuadas y apoyadas por la Unión Europea (UE) en su conjunto, que sirvan para frenar el descontrol migratorio y la presión que soportan los estados fronterizos con África y Oriente Próximo.
Argumentan que el sólo esfuerzo nacional de cada uno de ellos es insuficiente para afrontar el fenómeno de la inmigración hacia Europa y que la gestión coordinada en conjunto redundaría en beneficio de toda la UE.
Y para ello se necesitan recursos y una legislación común, en cuestión de asilo, readmisión, expulsiones y convenios de ámbito comunitario con los países de origen, que hagan posible la vigilancia, la seguridad y la protección de esa frontera sur con mayor eficacia (impermeabilizarla), a fin de prevenir y, en su caso, evitar o reducir tales flujos migratorios.
En definitiva, pretenden construir un “muro” a lo largo de la costa mediterránea de Europa y con tal fin se reúnen desde hace años un grupo de países, formado por Portugal, España, Francia, Italia, Malta, Grecia y Chipre, que son conscientes de ser las “puertas” de una frontera por la que se cuelan los inmigrantes “sin papeles”.
Están dispuestos a combatir y limar los intereses contrapuestos existentes en el seno de la UE que impiden, hasta la fecha, la obtención de resultados más provechosos, aun cuando la crisis migratoria ha descendido en los últimos tiempos y se ha reducido considerablemente la presión que sufría Italia, Grecia y España en sus costas por las continuas avalanchas de refugiados e inmigrantes que desataron una respuesta populista y xenófoba, convenientemente espoleada por algunos partidos radicales, en muchos países del Viejo Continente.
Existen, por tanto, razones políticas (frenar los populismos racistas) y económicas (el control fronterizo es costoso de asumir por cada país en solitario) en la solicitud de estos países ribereños por una mayor implicación y el compromiso del conjunto de la UE con las políticas de migración y de protección del flanco sur de Europa.
Sin embargo, aunque se aluda a la lucha contra las mafias que se enriquecen con la migración ilegal y se reclame generosidad y cooperación con los países africanos, no sólo para paliar las causas que empujan a sus nacionales a jugarse la vida en el mar, sino también –y sobre todo– para alcanzar acuerdos de readmisión de los inmigrantes rechazados, la pretensión de este grupo de países –y de Europa– resulta hipócrita e insolidaria con la violencia, las injusticias y las calamidades que padecen la mayoría de esos inmigrantes y refugiados, seres también dignos de ser amparados por los Derechos Humanos que Europa dice respetar escrupulosamente, pero que les niega cada vez que los expulsa “en caliente” desde la misma frontera (deportaciones ilegales) o cuando no les concede el asilo que solicitan.
Y es que, obsesionados con nuestra “defensa” fronteriza y buscando la “estabilidad” de nuestras sociedades, olvidamos a veces que los inmigrantes son seres humanos amparados por los mismos Derechos Humanos que nos asisten y no se les puede considerar ni delincuentes ni agentes “perturbadores” de nuestra identidad cultural o confortabilidad económica.
No constituyen ninguna amenaza para nuestras libertades ni una merma de nuestros derechos, aunque sí una exigencia de nuestras obligaciones morales, cívicas y legales. Porque con el subterfugio de una más estricta regulación fronteriza, estas políticas europeas de control de la migración violan los Derechos Humanos de los inmigrantes (recuérdese el acuerdo vergonzante con Turquía).
Tanto es así que hasta el propio Comisionado para los Derechos Humanos del Consejo de Europa ha instado a los países miembros a priorizar la integración de los migrantes y asegurar su efectiva protección contra la discriminación, evitando las expresiones de racismo y xenofobia.
Es por ello que hay que evitar la tentación de justificar políticas de mayor rigor e impermeabilización de las fronteras sobre la base de una supuesta seguridad y una mejor defensa de nuestras sociedades. Implícitamente se está justificando la exclusión del “otro”, del que es diferente –por su cultura, raza, religión o costumbres– de nosotros.
Una tendencia que prolifera desgraciadamente en la actualidad y que provoca la utilización de discursos xenófobos, cuando no directamente racistas. De ahí el recelo a unas iniciativas que nacen más bien del miedo y el rechazo al otro.
Entre otros motivos, porque poner “puertas al mar” e impedir los flujos migratorios no combate el discurso del odio, sino que lo justifica y lo dota de sentido, exacerbando esos nacionalismos cuyo componente identitario, más abstracto que real, se basa en la diferencia y la exclusión de los demás, del otro. Algo contrario, por lo demás, al concepto mismo de democracia, la cual, según Derrida, no puede darse sin respeto a la diferencia y sin atención a la singularidad.
Ni Trump con sus muros y expulsiones ni Europa con sus políticas de rigor fronterizo podrán impedir nunca que los desfavorecidos por su lugar de nacimiento intenten atravesar, legal o ilegalmente, cuantos obstáculos encuentren en pos de un ideal de justicia y prosperidad. Les impulsa, como a todo ser humano, un ideal de felicidad que, como señala Zygmund Bauman en La sociedad sitiada, “hace que el sufrimiento sea imperdonable, que el dolor sea una ofensa y la humillación sea un crimen contra la Humanidad”.
Al parecer, el “problema” que representan esos inmigrantes desesperados, que se juegan la vida en frágiles balsas y precarios botes de madera (pateras) para cruzar un mar que no deja de cobrarse un precio en naufragios y muertes en casi cada tentativa, pone en peligro el “orden” sociológico y la “estabilidad” cultural y económica de Europa, la nueva tierra de promisión y oportunidades que queda en el mundo.
Los países ribereños del Mediterráneo solicitan más medios y políticas de extranjería eficaces, consensuadas y apoyadas por la Unión Europea (UE) en su conjunto, que sirvan para frenar el descontrol migratorio y la presión que soportan los estados fronterizos con África y Oriente Próximo.
Argumentan que el sólo esfuerzo nacional de cada uno de ellos es insuficiente para afrontar el fenómeno de la inmigración hacia Europa y que la gestión coordinada en conjunto redundaría en beneficio de toda la UE.
Y para ello se necesitan recursos y una legislación común, en cuestión de asilo, readmisión, expulsiones y convenios de ámbito comunitario con los países de origen, que hagan posible la vigilancia, la seguridad y la protección de esa frontera sur con mayor eficacia (impermeabilizarla), a fin de prevenir y, en su caso, evitar o reducir tales flujos migratorios.
En definitiva, pretenden construir un “muro” a lo largo de la costa mediterránea de Europa y con tal fin se reúnen desde hace años un grupo de países, formado por Portugal, España, Francia, Italia, Malta, Grecia y Chipre, que son conscientes de ser las “puertas” de una frontera por la que se cuelan los inmigrantes “sin papeles”.
Están dispuestos a combatir y limar los intereses contrapuestos existentes en el seno de la UE que impiden, hasta la fecha, la obtención de resultados más provechosos, aun cuando la crisis migratoria ha descendido en los últimos tiempos y se ha reducido considerablemente la presión que sufría Italia, Grecia y España en sus costas por las continuas avalanchas de refugiados e inmigrantes que desataron una respuesta populista y xenófoba, convenientemente espoleada por algunos partidos radicales, en muchos países del Viejo Continente.
Existen, por tanto, razones políticas (frenar los populismos racistas) y económicas (el control fronterizo es costoso de asumir por cada país en solitario) en la solicitud de estos países ribereños por una mayor implicación y el compromiso del conjunto de la UE con las políticas de migración y de protección del flanco sur de Europa.
Sin embargo, aunque se aluda a la lucha contra las mafias que se enriquecen con la migración ilegal y se reclame generosidad y cooperación con los países africanos, no sólo para paliar las causas que empujan a sus nacionales a jugarse la vida en el mar, sino también –y sobre todo– para alcanzar acuerdos de readmisión de los inmigrantes rechazados, la pretensión de este grupo de países –y de Europa– resulta hipócrita e insolidaria con la violencia, las injusticias y las calamidades que padecen la mayoría de esos inmigrantes y refugiados, seres también dignos de ser amparados por los Derechos Humanos que Europa dice respetar escrupulosamente, pero que les niega cada vez que los expulsa “en caliente” desde la misma frontera (deportaciones ilegales) o cuando no les concede el asilo que solicitan.
Y es que, obsesionados con nuestra “defensa” fronteriza y buscando la “estabilidad” de nuestras sociedades, olvidamos a veces que los inmigrantes son seres humanos amparados por los mismos Derechos Humanos que nos asisten y no se les puede considerar ni delincuentes ni agentes “perturbadores” de nuestra identidad cultural o confortabilidad económica.
No constituyen ninguna amenaza para nuestras libertades ni una merma de nuestros derechos, aunque sí una exigencia de nuestras obligaciones morales, cívicas y legales. Porque con el subterfugio de una más estricta regulación fronteriza, estas políticas europeas de control de la migración violan los Derechos Humanos de los inmigrantes (recuérdese el acuerdo vergonzante con Turquía).
Tanto es así que hasta el propio Comisionado para los Derechos Humanos del Consejo de Europa ha instado a los países miembros a priorizar la integración de los migrantes y asegurar su efectiva protección contra la discriminación, evitando las expresiones de racismo y xenofobia.
Es por ello que hay que evitar la tentación de justificar políticas de mayor rigor e impermeabilización de las fronteras sobre la base de una supuesta seguridad y una mejor defensa de nuestras sociedades. Implícitamente se está justificando la exclusión del “otro”, del que es diferente –por su cultura, raza, religión o costumbres– de nosotros.
Una tendencia que prolifera desgraciadamente en la actualidad y que provoca la utilización de discursos xenófobos, cuando no directamente racistas. De ahí el recelo a unas iniciativas que nacen más bien del miedo y el rechazo al otro.
Entre otros motivos, porque poner “puertas al mar” e impedir los flujos migratorios no combate el discurso del odio, sino que lo justifica y lo dota de sentido, exacerbando esos nacionalismos cuyo componente identitario, más abstracto que real, se basa en la diferencia y la exclusión de los demás, del otro. Algo contrario, por lo demás, al concepto mismo de democracia, la cual, según Derrida, no puede darse sin respeto a la diferencia y sin atención a la singularidad.
Ni Trump con sus muros y expulsiones ni Europa con sus políticas de rigor fronterizo podrán impedir nunca que los desfavorecidos por su lugar de nacimiento intenten atravesar, legal o ilegalmente, cuantos obstáculos encuentren en pos de un ideal de justicia y prosperidad. Les impulsa, como a todo ser humano, un ideal de felicidad que, como señala Zygmund Bauman en La sociedad sitiada, “hace que el sufrimiento sea imperdonable, que el dolor sea una ofensa y la humillación sea un crimen contra la Humanidad”.
DANIEL GUERRERO