Los pelos están ahí en sus muchos y variados e increíbles lugares, cumpliendo su misión. Y los hombres, las gentes, como no estamos nunca conformes con nada, hasta cuando el eliminarlos se hacía con rústicos sílex afilados, hasta ahora que se utilizan otros métodos más sofisticados, pero, en la mayoría de las depilaciones, suelen llevar emparejadas lágrimas, porque no nos gusta dejarlos tranquilos.
Alejandro, aquel milico que los clericós por puro interés lo bautizaron como El Magno, porque lo de cristiano no le iba mucho al citado soldado, aunque era muy hábil para la guerra y para la intriga que fuera, tenía el defecto de que era imberbe y tenía la barba rala, distribuida por comunidades autónomas como las de ahora.
Y fue Alejandro quien puso de moda, además de en su amada Constantinopla, en todo el imperio bizantino, el que los hombres, para ruina de muchas piojeras, dejaran de llevar barba, y, por lo menos, una vez por mes se afeitaban, dándose la costumbre y moda de que cuanto más afeitado ibas, más signo externo de riqueza dabas y las mozas y mozos, siempre desinteresados, te comían en cuanto te veían asiduamente sin barba.
Pero claro, todo dentro de un orden, porque los eunucos, seguramente por un asunto hormonal, solían quedarse con la voz aflautada y sin barba, cosa, que sin ánimo alguno de crear polémica, no he visto que le pase a ese animal que tanto dicen que se parece y tiene muchas cosas comunes con el hombre: el cerdo.
Generalmente capan a los cerdos para su engorde y consumo, y no recuerdo de ninguno que le haya cambiado el tono del gruñido, y que tampoco se haya quedado pelón, ya que recuerdo la brega en aquellos años de las matanzas caseras para pelar los cochinos en aquel alegre ceremonial, que nos gustaba presenciar incluido puñal y salida de sangre, cosa que creo que ahora sería en mi caso muy duro de presenciar.
Volviendo a los eunucos, los cuales muchos de ellos se ponían postizos pegados cuando alcanzaban cierto poder palaciego para intentar disimular, hay que recordar que a los romanos de Italia –porque romanos ha habido en muchos lugares que no son la Roma de Italia, como hay muchos políticos que roban por mandato popular de sus votantes, que son ladrones, pero se les sigue llamando políticos– les gustaba estar siempre en la vanguardia de toda la moda –desde Escipión, que también era un soldado ralo de barba–, y procuraban no solo ir afeitados sino llevar calzados, los famosos conturnos.
Los conturnos consistían en unas gruesas suelas de corcho con alzas –algo que, como vemos, no lo inventó Jose María Aznar, ni otros muchos presumidos–, que se sujetaban a los pies y piernas con tiras de cuero, y le daban mayor estatura a aquellos afeitados romanos, que se sentían de tal guisa dispuestos a fundar y dirigir una escuela de ideas ¡ahí es nada!, aunque la única idea que realmente ha cuajado después de gastarnos una millonada en ella haya sido aquella idea-principio, que dice, más o menos, que todo lo que se mueve es mío, que me lo dejó mi abuelo en herencia.
Los curas y frailes del cristianismo oriental, del bizantino, decían que la barba era una señal clara de que así no pasaban a sus recintos y monasterios mujeres ni eunucos que les hiciera perder sus votos de castidad, salvo que fueran imaginativos y atrevidos, como a ellos les gustaba, y se pusieran postizos.
Y ellos establecieron que para ser monje de aquella fe había que tener a la fuerza la barba bien poblada, pues de lo contrario no podías pasar el examen de ingreso para formar parte de una élite clerical de la que nada se sabe de que, en momento alguno, pasaran hambrunas por sus puertas adentro.
Como si ha habido dos rivalidades más dañinas, virulentas y letales en el mundo que la actual rivalidad todavía existente entre el chiringuito cristiano vaticano y el oriental o bizantino o de Constantinopla, los monjes y curas vaticanos no tuvieron ni tienen en cuenta para nada el asunto de tener o no tener barba para ser monje, y se centraron, aparte de otros asuntos, en que si querías ser un pata negra del cuerpo general de mando de ellos con derecho a ser, como muy poco, beato, lo que primaba era la dote que podía acompañar al novicio para militar en un convento. Ya con solo eso, más el afeitado o no, había profundas diferencias como para mandarse ejércitos un siglo tras otro y que la gente abonara los campos con su materia.
Los pelos suelen ser tan importantes que no podríamos concebir un viento devorador boreal, que no estuviera representado por un viejo alado, con el pelo cano a greña viva, barbudo, descalzo, o con los pies significando seseantes culebras, porque en el supuesto caso que al citado simbolismo se le quitaran años y pelos de encima, dejaría de ser ese viento varonil boreal, aquilón de los griegos, y dejaría de tener su significado de cardinal dominante, pasando a ser un angelote soplador de los que se ponían en los vientos de los cuadrantes menores.
El poeta de la localidad vecina mía decía aquello de “una mujer morena, resuelta en luna”. Yo dije que “cuando era niña, le traje la cabellera negra para hacerla reina entre el coral y la perla negra”. Porque sin despreciar otro colores, el pelo negro, los pelos, forman parte de nuestra cultura, lo diga Alejandro el Magno o lo digan los curas y frailes. Salud y Felicidad.
Alejandro, aquel milico que los clericós por puro interés lo bautizaron como El Magno, porque lo de cristiano no le iba mucho al citado soldado, aunque era muy hábil para la guerra y para la intriga que fuera, tenía el defecto de que era imberbe y tenía la barba rala, distribuida por comunidades autónomas como las de ahora.
Y fue Alejandro quien puso de moda, además de en su amada Constantinopla, en todo el imperio bizantino, el que los hombres, para ruina de muchas piojeras, dejaran de llevar barba, y, por lo menos, una vez por mes se afeitaban, dándose la costumbre y moda de que cuanto más afeitado ibas, más signo externo de riqueza dabas y las mozas y mozos, siempre desinteresados, te comían en cuanto te veían asiduamente sin barba.
Pero claro, todo dentro de un orden, porque los eunucos, seguramente por un asunto hormonal, solían quedarse con la voz aflautada y sin barba, cosa, que sin ánimo alguno de crear polémica, no he visto que le pase a ese animal que tanto dicen que se parece y tiene muchas cosas comunes con el hombre: el cerdo.
Generalmente capan a los cerdos para su engorde y consumo, y no recuerdo de ninguno que le haya cambiado el tono del gruñido, y que tampoco se haya quedado pelón, ya que recuerdo la brega en aquellos años de las matanzas caseras para pelar los cochinos en aquel alegre ceremonial, que nos gustaba presenciar incluido puñal y salida de sangre, cosa que creo que ahora sería en mi caso muy duro de presenciar.
Volviendo a los eunucos, los cuales muchos de ellos se ponían postizos pegados cuando alcanzaban cierto poder palaciego para intentar disimular, hay que recordar que a los romanos de Italia –porque romanos ha habido en muchos lugares que no son la Roma de Italia, como hay muchos políticos que roban por mandato popular de sus votantes, que son ladrones, pero se les sigue llamando políticos– les gustaba estar siempre en la vanguardia de toda la moda –desde Escipión, que también era un soldado ralo de barba–, y procuraban no solo ir afeitados sino llevar calzados, los famosos conturnos.
Los conturnos consistían en unas gruesas suelas de corcho con alzas –algo que, como vemos, no lo inventó Jose María Aznar, ni otros muchos presumidos–, que se sujetaban a los pies y piernas con tiras de cuero, y le daban mayor estatura a aquellos afeitados romanos, que se sentían de tal guisa dispuestos a fundar y dirigir una escuela de ideas ¡ahí es nada!, aunque la única idea que realmente ha cuajado después de gastarnos una millonada en ella haya sido aquella idea-principio, que dice, más o menos, que todo lo que se mueve es mío, que me lo dejó mi abuelo en herencia.
Los curas y frailes del cristianismo oriental, del bizantino, decían que la barba era una señal clara de que así no pasaban a sus recintos y monasterios mujeres ni eunucos que les hiciera perder sus votos de castidad, salvo que fueran imaginativos y atrevidos, como a ellos les gustaba, y se pusieran postizos.
Y ellos establecieron que para ser monje de aquella fe había que tener a la fuerza la barba bien poblada, pues de lo contrario no podías pasar el examen de ingreso para formar parte de una élite clerical de la que nada se sabe de que, en momento alguno, pasaran hambrunas por sus puertas adentro.
Como si ha habido dos rivalidades más dañinas, virulentas y letales en el mundo que la actual rivalidad todavía existente entre el chiringuito cristiano vaticano y el oriental o bizantino o de Constantinopla, los monjes y curas vaticanos no tuvieron ni tienen en cuenta para nada el asunto de tener o no tener barba para ser monje, y se centraron, aparte de otros asuntos, en que si querías ser un pata negra del cuerpo general de mando de ellos con derecho a ser, como muy poco, beato, lo que primaba era la dote que podía acompañar al novicio para militar en un convento. Ya con solo eso, más el afeitado o no, había profundas diferencias como para mandarse ejércitos un siglo tras otro y que la gente abonara los campos con su materia.
Los pelos suelen ser tan importantes que no podríamos concebir un viento devorador boreal, que no estuviera representado por un viejo alado, con el pelo cano a greña viva, barbudo, descalzo, o con los pies significando seseantes culebras, porque en el supuesto caso que al citado simbolismo se le quitaran años y pelos de encima, dejaría de ser ese viento varonil boreal, aquilón de los griegos, y dejaría de tener su significado de cardinal dominante, pasando a ser un angelote soplador de los que se ponían en los vientos de los cuadrantes menores.
El poeta de la localidad vecina mía decía aquello de “una mujer morena, resuelta en luna”. Yo dije que “cuando era niña, le traje la cabellera negra para hacerla reina entre el coral y la perla negra”. Porque sin despreciar otro colores, el pelo negro, los pelos, forman parte de nuestra cultura, lo diga Alejandro el Magno o lo digan los curas y frailes. Salud y Felicidad.
JUAN ELADIO PALMIS