Montilla Digital se hace eco en su Buzón del Lector de una carta abierta remitida por un vecino de Montilla que prefiere preservar su identidad para recordar la figura de Emilio Gómez Arjona, conocido cariñosamente como El Negro, uno de los monitores deportivos más carismáticos del Colegio Salesiano “San Francisco Solano” de Montilla, que falleció ayer a la edad de 44 años. Si desea participar en esta sección, puede enviar un correo electrónico exponiendo su queja, comentario, sugerencia o relato. Si quiere, puede acompañar su mensaje de alguna fotografía.
Cuando los niños aspiraban a ser niños y estar en casa era algo como de presidiario, ser del Colegio Salesiano era todo lo que podías pedir a la vida. Lejos de ese elitismo de “niños bien” que para algunos puede parecer que hoy desprende, como si educaran Froilanes o Victorias Federicas, el patio de los Salesianos era el lugar más hospitalario y, a su vez, el más bárbaro donde crecer.
Cuando a los son “cosas de niños” se les llamaba “chulerías” y se penaban con una marca roja en el cuello, lo primero que aprendías en el patio era a respetar las jerarquías. Los mayores tendrían el campo de abajo y tu validez en la vida para ellos se limitaba a ser el niño al que harían un “carso” para subir al balcón de la iglesia si la pelota quedaba atrapada.
El campo de arriba servía de prólogo a la valentía. Allí aprendías escalada, a enfrentarte a unas brujas o a correr cuesta abajo sin frenar. Cuenta la leyenda que el colegio gastaba más presupuesto en betadine que en tiza y que a los profesores le convalidaban la carrera de Enfermería.
Éramos buenos niños, claro que sí, por eso despreciábamos el valor de la vida. Pero los niños de hoy ni siquiera sabrán que ese patio no tenía cuatro porterías, sino millón y medio. La capacidad inventiva que ganamos en aquellos años haría temblar al mismísimo Steve Jobs.
Entonces nos llamaban "los sapos"; todos queríamos llegar a tercero para que “Don Charlie” nos diera Gimnasia y el día más esperado era el de la reunión de padres, para poder jugar a la pelota con los focos del patio encendidos. Aún no se ha visto manera más inocente de simular un Madrid-Bayern de Champions.
También por aquellos tiempos existían las clases de por la tarde y “Juan Santo” hacía el agosto vendiendo cantimploras de sabores y palotes rosas. Los curas vivían en el colegio y Dios sabe cuántas veces les tocamos el timbre los sábados para que abriesen el patio. Siempre tuvimos que esperar al Oratorio.
Tampoco hace tanto de esto. Aznar era presidente, en el Barcelona jugaba Rivaldo y en Nueva York se veían caer unas torres. Las mañanas eran de Oliver y Benji y todo el mundo tenía una baticao. Menos yo. Los debates de política eran cosa de la radio y los periódicos generalistas vendían más que el Marca.
Claro que, también, un albañil cobraba más que un ingeniero. Además comprábamos en pesetas y los anuncios de El Gordo de Navidad los hacía un calvo. En las peluquerías de caballero compraban la Interviú solo para que viéramos la portada y todos los partidos de Liga se jugaban el domingo a las 17.00. Era la España de la prosperidad, donde incluso a los directores de banca hasta se les miraba con honestidad.
Pero bueno, yo venía aquí a recordar a alguien que se fue en el día de ayer. Pero recordar a Emilio es retroceder a este tiempo. Es recordar a un hombre cuyo altruismo sería mirado hoy con escepticismo por muchos. En muchos de aquellos momentos de los que aquí hablo aparecía por medio un hombre bajito, repeinado hacía atrás, con un chándal que parecía heredado y la gorra que perfectamente podría ser de la Expo de Sevilla.
Nunca llegué a saber si iba andando o corriendo, pero siempre parecía tener prisa. Recuerdo que pensaba que no tenía trabajo y que por eso estaba allí, siempre con nosotros, pero me equivocaba. Le gustaba educar y aunque sus dotes con la palabra no eran demasiado buenos, luego lo conseguía a través del fútbol. No saben los de la Liga de Fútbol Profesional lo que han perdido sin este hombre y su capacidad para gestionar competiciones.
Después, la verdad, como ser humano introvertido que era, no se dejaba conocer mucho más de lo que podías intuir por sus hechos. Pero era bueno, claro que era bueno… Siempre lo dio todo para que los niños del colegio y muchos que ni siquiera lo eran –ni niños, ni del colegio– pudieran pasar simplemente una tarde divertida de sábado. Y eso es mucho, señores. Es millones de mucho.
Ayer, tras conocer la fatídica noticia, no lloré, ni busqué alguna foto con él, ni me dio por ganar likes colgando un texto en Facebook. Solo pude sentir nostalgia por los recuerdos que trae del ayer. Y, simplemente, quise plasmarla en esta carta. Hasta siempre, Negro. Hasta siempre, infancia.
PD: ¡Gracias por meterme en el equipo de Juvenalia!
NOTA: Los comentarios publicados en el Buzón del Lector no representan la opinión de Montilla Digital. En ese sentido, este periódico no hace necesariamente suyas las denuncias, quejas o sugerencias recogidas en este espacio y que han sido enviadas por sus lectores.
Cuando los niños aspiraban a ser niños y estar en casa era algo como de presidiario, ser del Colegio Salesiano era todo lo que podías pedir a la vida. Lejos de ese elitismo de “niños bien” que para algunos puede parecer que hoy desprende, como si educaran Froilanes o Victorias Federicas, el patio de los Salesianos era el lugar más hospitalario y, a su vez, el más bárbaro donde crecer.
Cuando a los son “cosas de niños” se les llamaba “chulerías” y se penaban con una marca roja en el cuello, lo primero que aprendías en el patio era a respetar las jerarquías. Los mayores tendrían el campo de abajo y tu validez en la vida para ellos se limitaba a ser el niño al que harían un “carso” para subir al balcón de la iglesia si la pelota quedaba atrapada.
El campo de arriba servía de prólogo a la valentía. Allí aprendías escalada, a enfrentarte a unas brujas o a correr cuesta abajo sin frenar. Cuenta la leyenda que el colegio gastaba más presupuesto en betadine que en tiza y que a los profesores le convalidaban la carrera de Enfermería.
Éramos buenos niños, claro que sí, por eso despreciábamos el valor de la vida. Pero los niños de hoy ni siquiera sabrán que ese patio no tenía cuatro porterías, sino millón y medio. La capacidad inventiva que ganamos en aquellos años haría temblar al mismísimo Steve Jobs.
Entonces nos llamaban "los sapos"; todos queríamos llegar a tercero para que “Don Charlie” nos diera Gimnasia y el día más esperado era el de la reunión de padres, para poder jugar a la pelota con los focos del patio encendidos. Aún no se ha visto manera más inocente de simular un Madrid-Bayern de Champions.
También por aquellos tiempos existían las clases de por la tarde y “Juan Santo” hacía el agosto vendiendo cantimploras de sabores y palotes rosas. Los curas vivían en el colegio y Dios sabe cuántas veces les tocamos el timbre los sábados para que abriesen el patio. Siempre tuvimos que esperar al Oratorio.
Tampoco hace tanto de esto. Aznar era presidente, en el Barcelona jugaba Rivaldo y en Nueva York se veían caer unas torres. Las mañanas eran de Oliver y Benji y todo el mundo tenía una baticao. Menos yo. Los debates de política eran cosa de la radio y los periódicos generalistas vendían más que el Marca.
Claro que, también, un albañil cobraba más que un ingeniero. Además comprábamos en pesetas y los anuncios de El Gordo de Navidad los hacía un calvo. En las peluquerías de caballero compraban la Interviú solo para que viéramos la portada y todos los partidos de Liga se jugaban el domingo a las 17.00. Era la España de la prosperidad, donde incluso a los directores de banca hasta se les miraba con honestidad.
Pero bueno, yo venía aquí a recordar a alguien que se fue en el día de ayer. Pero recordar a Emilio es retroceder a este tiempo. Es recordar a un hombre cuyo altruismo sería mirado hoy con escepticismo por muchos. En muchos de aquellos momentos de los que aquí hablo aparecía por medio un hombre bajito, repeinado hacía atrás, con un chándal que parecía heredado y la gorra que perfectamente podría ser de la Expo de Sevilla.
Nunca llegué a saber si iba andando o corriendo, pero siempre parecía tener prisa. Recuerdo que pensaba que no tenía trabajo y que por eso estaba allí, siempre con nosotros, pero me equivocaba. Le gustaba educar y aunque sus dotes con la palabra no eran demasiado buenos, luego lo conseguía a través del fútbol. No saben los de la Liga de Fútbol Profesional lo que han perdido sin este hombre y su capacidad para gestionar competiciones.
Después, la verdad, como ser humano introvertido que era, no se dejaba conocer mucho más de lo que podías intuir por sus hechos. Pero era bueno, claro que era bueno… Siempre lo dio todo para que los niños del colegio y muchos que ni siquiera lo eran –ni niños, ni del colegio– pudieran pasar simplemente una tarde divertida de sábado. Y eso es mucho, señores. Es millones de mucho.
Ayer, tras conocer la fatídica noticia, no lloré, ni busqué alguna foto con él, ni me dio por ganar likes colgando un texto en Facebook. Solo pude sentir nostalgia por los recuerdos que trae del ayer. Y, simplemente, quise plasmarla en esta carta. Hasta siempre, Negro. Hasta siempre, infancia.
PD: ¡Gracias por meterme en el equipo de Juvenalia!
A. R. C.
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR
NOTA: Los comentarios publicados en el Buzón del Lector no representan la opinión de Montilla Digital. En ese sentido, este periódico no hace necesariamente suyas las denuncias, quejas o sugerencias recogidas en este espacio y que han sido enviadas por sus lectores.