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Jesús C. Álvarez | El ébola seguía allí

Hace tan sólo dos semanas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) decretó la erradicación del brote de ébola que ha acabado con más de 11.000 personas en los últimos años, fundamentalmente en los países del África occidental. Cualquier ciudadano europeo pensará que las autoridades sanitarias son excesivamente cautelosas, que el tema del ébola hace ya tiempo que dejó de estar de actualidad y que, consecuentemente, dejó de existir a todos los efectos.



Durante los últimos meses de 2014, la paranoia sobre un contagio masivo del virus a raíz de la repatriación del misionero infectado y la posterior transmisión a la enfermera que lo trató, abría telediarios, centraba los debates en las tertulias y era el tema de conversación del que todo el mundo hablaba en la calle.

Se trataba de la amenaza del momento. Un virus procedente de África contra el que toda medida preventiva era insuficiente. Nada de repatriar a misioneros, voluntarios y otros temerarios que se exponían al peligro en aquellos países. Que se resignaran a las consecuencias de sus actos. Como en las películas americanas de acción, en las que el sacrificio de unos pocos era tolerable para la salvación de la colectividad.

Hoy día hablar de ébola, sin embargo, parece pasado de moda. Como la gripe aviar o la crisis de las vacas locas. Una exageración de los gobiernos y los medios de comunicación para el beneficio de la industria farmacéutica. Nuevas amenazas para nuestra civilización han surgido mientras tanto, como el Daesh. Por ello, encontrar una breve noticia en el discurso mediático sobre el cese del virus es como encontrar cuando se ha dejado de buscarlo, ya no nos interesa, no lo necesitamos.

No obstante, a lo largo de este año y medio, cientos de personas han continuado muriendo en Liberia, Guinea o Sierra Leona, y los infectados han debido sobreponerse a la enfermedad con la única ayuda de los activistas y sanitarios que no huyeron despavoridos cuando todo indicaba que estábamos frente al fin del mundo. En silencio, o más bien silenciados, una vez que el virus dejó de ser global para ser local. Como locales son los problemas derivados del mismo: los miles de niños huérfanos, las familias rotas, las economías devastadas.

Da la impresión que la empatía del ser humano está limitada al área de influencia del Yo, individual o colectivo. Si de una forma más o menos directa algo no nos afecta, nuestra capacidad para tolerar el sufrimiento del resto es infinita. Ese precisamente es el elemento que nos define como civilización; la ausencia de afección por el otro, la asimilación de que toda injusticia o tragedia es ajena a nuestra responsabilidad o nuestra incumbencia.

Por ello han seguido muriendo personas por el ébola sin que nadie se haya enterado, al igual que lo siguen haciendo por hambre, o huyendo de la guerra, no sólo en lugares remotos, sino en las costas de nuestro mundo. Como en aquella película mexicana de Rodigro Plá, La Zona, tan sólo nos preocupamos de los demás cuando se internan en nuestro barrio residencial, y no precisamente para ayudarlos.

JESÚS C. ÁLVAREZ
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