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Jesús C. Álvarez | El síndrome postvacacional

Escribía el filósofo Eric Fromm en El miedo a la libertad, ensayo publicado en 1941, que “el individuo debe estar activo para superar el sentimiento de duda y de impotencia, como una manera desesperada de evadirse de la angustia”. Es decir, que mientras estemos labrando el campo, completando facturas o reponiendo productos en unos grandes almacenes, evitaremos caer en las insondables redes del sinsentido de nuestras vidas, lo que traducido al lenguaje cotidiano sería algo así como “mejor no pensar demasiado, no vaya a ser que nos quedemos tontos”.



El trabajo como nuestra salvación; quién lo diría. Regresamos de las vacaciones y nos sentimos más cansados que cuando nos fuimos, de mal humor, sin ganas de nada. Acudimos al psicólogo y nos dice que tenemos el síndrome postvacacional. Sin embargo, el calendario marca el mes de noviembre y el síndrome parece haber derivado en crónico. ¿Qué nos ocurre entonces? Sencillamente que no nos gusta trabajar.

En esta época de desempleo y crisis económica está casi mal visto hablar en estos términos. Es de desagradecido, de quejica, ¡suerte la tuya que tienes un empleo! Debemos felicitarnos introspectivamente por trabajar más por menos dinero, en condiciones lamentables y con la incierta misión de sacar nuestro país adelante. Y a veces funciona pensar así, pero el resto es un consuelo de mierda.

A nadie le gusta trabajar, y quien diga lo contrario miente o tiene unos problemas mentales tan serios que es mejor para la sociedad que trabaje. Ahora bien, si no trabajamos, ¿qué hacemos? Pues como asegura Fromm la inactividad es el alimento de la depresión, la mano insensata que nos quita la venda de los ojos y nos arroja a los leones (somos nosotros los que estamos en la jaula, no ellos). Es preciso ocupar nuestro tiempo, dedicar nuestras vidas a algo que nos distraiga. Como dice el personaje al que da vida Joaquim Phoenix en la última de Woody Allen, “la desesperación está en quedarte sin distracciones”. Hagamos algo pues.

La clave es el ocio. El concepto posmoderno por antonomasia. La mayor creación de la segunda mitad del siglo XX. Nuestra tabla de salvación. La ética del ocio ha sustituido a la ética del trabajo de las generaciones precedentes y la ha enterrado bajo una espesa capa de hobbies, libros de autocomplacencia y sueños por cumplir. Por eso hay tanta gente que quiere vivir de la música, o de escribir blogs de viajes o de montar lucrativos negocios e Internet a los que dedicar una hora a la semana. Habrá hasta quien quiera ganar dinero practicando running. Quieren hacer de su vida un parque de atracciones a la carta.

Hay que reconocer que son tantas las distracciones disponibles que podríamos llenar todas las horas del día practicándolas sin que el menor atisbo de pensamiento existencial nos cruce la mente. Ya no necesitamos trabajar para estar ‘ocupados’, ya lo estamos cuando pensamos qué regalo comprar a tu novia por navidad, cuando actualizamos nuestro estado en Facebook o cuando elegimos si esta tarde iremos a body pump, body combat o body balance. Podemos elegir, y eso nos hace felices.

Es la auténtica evolución del género humano, el paso adelante definitivo, la respuesta que vieron los existencialistas. Hemos hallado la fórmula definitiva para vivir alejados de nuestra insustancialidad ejercitando precisamente eso, la nada. Ese es el futuro, vivir para nosotros mismos, alimentando nuestro ego y dedicándonos a nuestras distracciones. Mientras tanto, seguiremos sufriendo el síndrome postvacacional en plenos noviembre, aunque sólo sea durante la jornada laboral.

JESÚS C. ÁLVAREZ
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